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jueves, 29 de noviembre de 2007

«¡Bienaventurados Los Que Ahora lloráis!» - La bienaventuranza de los afligidos / Autor: Raniero Cantalamessa, OFM Cap.


Las bienaventuranzas han conocido, dentro del propio Nuevo Testamento, un desarrollo y aplicaciones diferentes, según la teología de cada evangelista o las necesidades nuevas de la comunidad. A ellas se aplica lo que San Gregorio Magno dice de toda la Escritura, que ella «cum legentibus crescit» [1], crece con quienes la leen, revela siempre nuevas implicaciones y contenidos más ricos, de acuerdo con las instancias y los interrogantes nuevos con los que se lee.

Mantener la fe en este principio significa que también hoy nosotros debemos leer las bienaventuranzas a la luz de las situaciones nuevas en las que nos encontramos viviendo, con la diferencia, se entiende, de que las interpretaciones de los evangelistas están inspiradas, y por ello normativas para todos y para siempre, mientras que las de hoy no comparten tal prerrogativa.

1. Una nueva relación entre placer y dolor

Omitiendo la bienaventuranza de los pobres que hemos meditado en un Adviento precedente, concentrémonos en la segunda bienaventuranza: «Bienaventurados los afligidos porque serán consolados» (Mt 5, 4). En el evangelio de Lucas, donde las bienaventuranzas, que son cuatro, están en forma de discurso directo y reforzadas por una advertencia, la misma bienaventuranza suena así: «Bienaventurados los que ahora lloráis, porque reiréis». «¡Ay de vosotros, los que ahora reís, porque gemiréis y lloraréis!» (Lc 6, 21.25).

El mensaje más formidable está contenido precisamente en la estructura de esta bienaventuranza. Ésta se permite recoger la revolución que el evangelio obró respecto al problema del placer y dolor. El punto de partida –común tanto al pensamiento religioso como al profano- es la constatación de que en esta vida placer y dolor son inseparables; se suceden el uno al otro con la misma regularidad con la que a la elevación de una ola en el mar le sigue un hundimiento y un vacío que succiona al náufrago mar adentro.

El hombre busca desesperadamente separar a estos dos hermanos siameses, aislar el placer del dolor. Pero es inútil. Es el mismo placer desordenado el que se vuelve contra él y se transforma en sufrimiento, o de improviso y trágicamente, o un poco a la vez, en cuanto es por su naturaleza transitorio y genera cansancio y náusea. Es una lección que nos llega de la crónica diaria y que el hombre ha expresado de mil maneras en su arte y en su literatura. «Un no sé qué de amargo –escribió el poeta pagano Lucrecio- brota de lo íntimo de cada placer y nos angustia ya en medio de nuestras delicias» [2].

La Biblia tiene una respuesta que dar a esto, que es el verdadero drama de la existencia humana. Hubo desde el inicio una elección del hombre, hecha posible desde su libertad, que le llevó a orientar exclusivamente hacia las cosas visibles la capacidad de gozo de la que estaba dotado para que aspirara a gozar del Bien infinito que es Dios.

Al placer, elegido contra la ley de Dios y simbolizado por Adán y Eva que saborean el fruto prohibido, Dios permitió que le siguieran el dolor y la muerte, más como remedio que como castigo. A fin de que no ocurriera que, siguiendo a rienda suelta su egoísmo y su instinto, el hombre se destruyera del todo y destruyera cada uno a su prójimo. Así, al placer vemos como se le adhiere, como su sombra, el sufrimiento.

Cristo rompió por fin esta cadena. Él, «a cambio de la gloria que se le proponía, soportó la cruz» (Hebreos 12, 2). Hizo, en resumen, lo contrario de lo que hizo Adán y de lo que hace cada hombre. «La muerte del Señor –escribió San Máximo el Confesor-, a diferencia de la de los demás hombres, no era una deuda pagada por el placer, sino más bien algo que era arrojado contra el placer mismo. Y así, a través de esta muerte, cambió el destino merecido por el hombre» [3]. Resucitando de la muerte, Él inauguró un nuevo género de placer: el que no precede al dolor, como su causa, sino que le sigue, como su fruto.

Todo esto es maravillosamente proclamado por nuestra bienaventuranza, que a la secuencia risa-llanto le opone la secuencia llanto-risa. No se trata de una sencilla inversión de los tiempos. La diferencia, infinita, está en el hecho de que en el orden propuesto por Jesús es el placer, no el sufrimiento, el que tiene la última palabra y, lo que importa más, una última palabra que dura eternamente.

2. «¿Dónde está tu Dios?»

Procuremos ahora entender quiénes son exactamente los afligidos y los que lloran, proclamados bienaventurados por Cristo. Los exégetas excluyen hoy, casi unánimemente, que se trate de afligidos sólo en sentido objetivo y sociológico, gente a la que Jesús proclamaría bienaventurada por el solo hecho de sufrir y de llorar. El elemento subjetivo, esto es, el motivo del llanto, es determinante.

¿Y cuál es este motivo? La vía más segura para descubrir qué llanto y qué aflicción son proclamados bienaventurados por Cristo es ver por qué se llora en la Biblia y por qué lloró Jesús. Descubrimos así que existe un llanto de arrepentimiento, como el de Pedro tras la traición, un «llorar con quien llora» (Rm 12, 15), de compasión por el dolor ajeno, como lloró Jesús con la viuda de Naím y con las hermanas de Lázaro; el llanto de exiliados que anhelan la patria, como el de los judíos en los ríos de Babilonia... Y muchos otros.

Desearía sacar a la luz dos de los motivos por los que se llora en la Biblia y por los que lloró Jesús que me parece que merecen particular meditación en el momento histórico que estamos viviendo.

En el Salmo 41 leemos:

«Mis lágrimas son mi pan de día y de noche,
Y a lo largo del día me repiten: “¿Dónde está tu Dios?”...
Mis huesos se quebrantan,
mis opresores me insultan,
y me repiten a lo largo del día: “¿Dónde está tu Dios?”».

Nunca esta tristeza del creyente por el rechazo presuntuoso de Dios a su alrededor ha tenido tanta razón de ser como hoy. Después del período de relativo silencio posterior al ateísmo marxista, estamos asistiendo a un resurgimiento de un ateísmo militante y agresivo, con marca de origen científico o cientista. Los títulos de algunos libros recientes son elocuentes: «Tratado de ateología», «La ilusión de Dios», «El fin de la fe», «Creación sin Dios», «Una ética sin Dios»... [4].

En uno de estos tratados se lee la siguiente declaración: «Las sociedades humanas han elaborado varios medios ordinarios de conocimiento, generalmente compartidos, a través de los cuales se puede comprobar algo. Quien afirma la existencia de un ser no cognoscible con esos instrumentos, debe asumir la carga de la prueba. Por esto me parece legítimo sostener que, mientras no se pruebe lo contrario, Dios no existe» [5].

Con los mismos argumentos se podría demostrar que tampoco existe el amor, dado que no es comprobable con los instrumentos de la ciencia. El hecho es que la prueba de la existencia de Dios no se encuentra en los libros ni en laboratorios de biología, sino en la vida. En la vida de Cristo ante todo, en la de los santos y en la de los innumerables testigos de la fe. Se encuentra también en la tan despreciada prueba de los signos y milagros que Jesús mismo daba como prueba de su verdad y que Dios sigue dando, pero que los ateos rechazan a priori, sin tomarse siquiera la molestia de examinarla.

Motivo de tristeza del creyente, como para el salmista, es la impotencia que experimenta frente al desafío: «¿Dónde está tu Dios?». Con su misterioso silencio, Dios llama al creyente a compartir su debilidad y derrota, prometiendo sólo en estas condiciones la victoria: «La debilidad de Dios es más fuerte que los hombres» (1 Co 1, 25).

3. «¡Se han llevado a mi Señor!»

No menos doloroso es hoy, para el creyente cristiano, el rechazo sistemático de Cristo en nombre de una investigación histórica objetiva que, en ciertas formas, se reduce a lo más subjetivo que se pueda imaginar: «fotografías de los autores y de sus ideales», como apunta el Santo Padre en las páginas introductorias de su próximo libro sobre Jesús. Asistimos a una carrera para ver quién logra presentar un Cristo más a la medida del hombre de hoy, despojándole de toda prerrogativa trascendente. A la pregunta de los ángeles: «Mujer, ¿por qué lloras?», María de Magdala, la mañana de Pascua, respondió: «Porque se han llevado a mi Señor, y no sé dónde lo han puesto» (Jn 21, 13). Un motivo de llanto que podríamos hacer nuestro.

Siempre ha existido la tendencia a revestir a Cristo de los ropajes de la propia época o de la propia ideología. En el pasado, en cambio, si bien discutibles, se trataba de causas serias y de gran suspiro: el Cristo idealista, romántico, liberal, socialista, revolucionario... Nuestra época, obsesionada por el sexo, no consigue pensar en él más que con problemas sentimentales: «Una vez más Jesús ha sido modernizado, o mejor dicho, postmodernizado» [6].

Es bueno saber de dónde viene esta corriente reciente que hace de Jesús de Nazaret el campo de pruebas de los ideales postmodernos de relativismo ético e individualismo absolutos (el llamado desconstruccionismo) y que, directa o indirectamente, está inspirando novelas, películas y espectáculos e influye también en las investigaciones históricas sobre Él. Se trata de un movimiento nacido en los Estados Unidos en las últimas décadas del siglo pasado, que tiene en el Jesus Seminar -Seminario sobre Jesús- su punto de agregación más activo.

Se le ha definido como «neoliberalismo», por su retorno al Jesús de la teología liberal decimonónica, sin vínculos ni con el judaísmo, por un lado, ni con el cristianismo y la Iglesia, por otro; un Jesús propagador de ideas morales, pero ya no de gran alcance, como en el liberalismo clásico (paternidad de Dios, valor infinito del alma humana), sino de sabiduría sencilla, de alcance sociológico más que teológico. El objetivo de estos estudiosos ya no es simplemente corregir, sino destruir, como dicen ellos, «ese error llamado cristianismo» .

Es muy significativo el discurso programático realizado por el fundador del movimiento en 1985: «Estamos a punto de embarcarnos en una empresa de gran alcance. Queremos sencilla y vigorosamente ponernos en busca de la voz de Jesús, de lo que Él dijo verdaderamente. En este proceso, plantearemos interrogantes en el límite de lo sagrado y hasta de la blasfemia para los oídos de muchos en nuestra sociedad. Como consecuencia, el camino que seguiremos podría revelarse arriesgado. Podría nacer hostilidad, pero avanzaremos a despecho de los peligros porque el problema de Jesús es lo que nos desafía, como el Everest desafía la cordada de escaladores» [7].

Jesús es liberado ya no sólo de los dogmas de la Iglesia, sino también de las Escrituras y de los Evangelios. ¿Qué fuentes quedan, en este punto, para hablar de Él, que no sea la pura y simple fantasía? Naturalmente, los apócrifos, y en primer lugar el Evangelio de Tomás, fechado incluso, según ellos, en los años 30-60 después de Cristo, antes que los Evangelios canónicos y que el propio Pablo; después, el análisis sociológico de las condiciones de vida en Galilea en tiempos de Cristo.

¿Qué imagen de Jesús se saca de ahí? Cito algunas de las definiciones que se han dado, no todas, naturalmente, compartidas por todos: «un excéntrico galileo», «el proverbial fiestero», «un sabio vagabundo o subversivo», el «maestro de una sabiduría aforística», «un campesino judío empapado de filosofía cínica» [8].

Queda por explicar el misterio de cómo es que un ser tan inocuo haya acabado en la cruz y haya podido convertirse en «el hombre que cambió el mundo». Lo que es verdaderamente para llorar no es que se escriban estas cosas (también hay que inventar algo nuevo si se quieren seguir escribiendo libros); sino que, una vez publicados, estos libros se vendan a centenares de miles, si no millones, de copias.

La incapacidad de la investigación histórico-filológica de empalmar el Jesús de la realidad con el Jesús de las fuentes evangélicas y de la Iglesia depende, a mi entender, del hecho de que aquella ignora y no se molesta en estudiar la dinámica de los fenómenos espirituales y sobrenaturales. Sería como querer oír un sonido con los ojos o ver un color con los oídos.

El estudio y la experiencia de los fenómenos místicos (¡también estos son una realidad!) muestra cómo todo un desarrollo posterior, en la vida de la propia persona o del movimiento nacido de ella, puede estar contenido en un evento, a veces en un instante (cuando se trata de un encuentro con lo divino), del cual sólo después, por los frutos, se revelan las potencialidades escondidas. Los sociólogos se acercan a esta verdad con el concepto del statu nascenti [9].

El niño o el hombre adulto se ven de una manera distinta al embrión del comienzo; sin embargo en éste todo estaba contenido. De igual manera el reino es al principio «la más pequeña de las semillas», pero está destinado a crecer y a convertirse en un gran árbol (Mt 13, 32).

El nacimiento del movimiento franciscano se presta para una comparación, naturalmente en un plano cualitativamente diferente. Las fuentes franciscanas presentan divergencias y contradicciones casi sobre cada punto de vista del Pobrecillo: sobre la visón y la palabra del crucificado de San Damián, sobre el episodio de los estigmas... De ninguna palabra del santo, excepto de los pocos escritos de su puño, se tiene la seguridad de que haya salido de su boca. Las Florecillas parecen toda una idealización de la historia.

Sin embargo, todo lo que floreció en torno y después de Francisco –el movimiento franciscano con sus reflejos en la espiritualidad, en el arte, en la literatura- depende de él; no es sino una manifestación –e incluso empobrecida- de las energías espirituales puestas en movimiento por su persona y por su vida; mejor, por lo que Dios había hecho en su vida.

Muchos, hasta entre los estudiosos creyentes, dan por descontado que el Jesús real fue, y pretendió ser, mucho menos de lo que está escrito de Él en los evangelios, que no se atribuyó tal o cual título. ¡La verdad es que Él es inmensamente más, no menos, que lo que está escrito de Él! Quién es el Hijo, sólo lo sabe el Padre y lo saben, en pequeña medida, también aquellos a quienes el Padre lo quiera revelar, en general no los doctos y los científicos, a menos que también ellos se hagan pequeños...

Pablo decía que experimentaba en el corazón «tristeza inmensa y un profundo y continuo dolor» por el rechazo de Cristo por parte de sus compatriotas (Rm 9, 1s.); ¿cómo no experimentar el mismo dolor por el rechazo de Él por parte de muchos contemporáneos nuestros, en los países de antigua fe cristiana? Por un motivo similar, por no haber reconocido en Él al propio amigo y salvador, Jesús lloró en Jerusalén...

Afortunadamente parece precisamente que se está cerrando ya un ciclo y se está pasando página en las investigaciones sobre Jesús. En una obra de tres volúmenes –de un millar de páginas cada uno- titulada «Los albores del cristianismo» («Christianity in the Making»), destinada a crear época como otros estudios suyos precedentes, uno de los máximos estudiosos vivos del Nuevo Testamento, James Dunn, tras un meticuloso análisis de los resultados de los últimos tres siglos de investigaciones, llegó a la conclusión de que no ha habido ninguna interrupción entre el Jesús que predica y el Jesús predicado, y por lo tanto, entre el Jesús de la historia y el de la fe. Ésta no nació después de la Pascua, sino con los primeros encuentros de los discípulos, quienes se hicieron discípulos justamente porque creyeron en Él, si bien al inicio con una fe frágil y aún ignorante de sus implicaciones.

El contraste entre el Cristo de la fe y el Jesús de la historia es el resultado de una «fuga de la historia», antes que de una «fuga de la fe», debidas, la una y la otra, al hecho de haber proyectado sobre Jesús intereses e ideales del momento. Se liberaba, sí, a Jesús de los ropajes de la dogmática eclesiástica, pero para ponerle encima vestidos de moda que cambiaban en cada estación. El inmenso esfuerzo de investigación en torno a la persona de Cristo no ha sido en cambio en vano, porque es precisamente gracias a él que ahora, exploradas todas las soluciones alternativas, estamos en grado de llegar críticamente a esta conclusión [10].

4. «Lloren los sacerdotes, ministros del Señor»

Existe también un segundo llanto en la Biblia sobre el que debemos reflexionar. Hablan de él los profetas. Ezequiel refiere la visión que tuvo un día. La voz poderosa de Dios grita a un misterioso personaje «vestido de lino, que llevaba a la cintura la cartera de escribir»: «Pasa por la ciudad, recorre Jerusalén y marca una tau en la frente de los hombres que gimen y lloran por todas las nefastas acciones que se cometen dentro de ella» (Ez 9, 4).

Esta visión tuvo resonancias profundas en la continuación de la revelación y de la Iglesia. Aquel signo, tau, última letra del alfabeto hebreo, por su forma de cruz se convierte en el Apocalipsis en el «sello del Dios vivo» impreso en la frente de los salvados (Ap 7, 2 s.).

La Iglesia ha «llorado y suspirado» en tiempos recientes por las abominaciones cometidas en su seno por algunos de sus propios ministros y pastores. Ha pagado un precio elevadísimo por esto. Ha corrido a poner remedio, se ha dado reglas férreas para impedir que los abusos se repitan. Ha llegado el momento, tras la emergencia, de hacer lo más importante de todo: llorar ante Dios, afligirse como se aflige Dios; por la ofensa al cuerpo de Cristo y el escándalo «a los más pequeños de sus hermanos», más que por el perjuicio y deshonor ocasionado a nosotros.

Es la condición para que de todo este mal pueda verdaderamente llegar el bien y se obre una reconciliación del pueblo con Dios y con los propios sacerdotes.

«Tocad la trompeta en Sión,
proclamad un ayuno sagrado,
convocar una asamblea...
Que entre el vestíbulo y el altar
lloren los sacerdotes, ministros del Señor, y digan:
“Perdona a tu pueblo, Señor,
y no entregues a tu heredad al oprobio,
a la burla de las gentes”». (Jl 2, 15-17).

Estas palabras del profeta Joel contienen un llamamiento para nosotros. ¿No se podría hacer lo mismo también hoy: convocar un día de ayuno y de penitencia, al menos a nivel local y nacional, donde el problema haya sido más fuerte, para expresar públicamente arrepentimiento ante Dios y solidaridad con las víctimas, obrar, en resumen, una reconciliación de los ánimos y reanudar un camino de Iglesia, renovados en el corazón y en la memoria?

Me dan el valor de decir esto las palabras pronunciadas por el Santo Padre al episcopado de una nación católica en una reciente visita ad limina: «Las heridas causadas por estos actos son profundas, y es urgente la tarea de restablecer la esperanza y la confianza cuando éstas han quedado dañadas... De este modo la Iglesia se reforzará y será cada vez más capaz de dar testimonio de la fuerza redentora de la Cruz de Cristo» [11].

Pero no debemos dejar sin una palabra de esperanza también a los desventurados hermanos que han sido la causa del mal. Sobre el caso de incesto ocurrido en la comunidad de Corinto, el Apóstol sentenció: «Que este individuo sea entregado a Satanás, con el fin de que, aunque quede corporalmente destrozado, pueda salvarse en el día del Señor» (1 Co 5,5). (Hoy diríamos: que sea entregado a la justicia humana, para que su alma obtenga la salvación). La salvación del pecador, no su castigo, es lo que le importaba al Apóstol.

Un día que predicaba al clero de una diócesis que había sufrido mucho por esta razón, me impactó un pensamiento. Estos hermanos nuestros han sido despojados de todo, ministerio, honra, libertad, y sólo Dios sabe con cuánta responsabilidad moral efectiva, en cada caso; han pasado a ser los últimos, los rechazados... Si en esta situación, tocados por la gracia, se afligen por el mal causado, unen su llanto al de la Iglesia, la bienaventuranza de los afligidos y de los que lloran pasa a ser de golpe su bienaventuranza. Podrían estar cerca de Cristo, que es el amigo de los últimos, más que muchos otros –incluido yo-, ricos de la propia respetabilidad y tal vez llevados, como los fariseos, a juzgar a quien yerra.

Pero hay una cosa que estos hermanos deberían absolutamente evitar hacer y que alguno, lamentablemente, está intentando en cambio realizar: aprovechar el clamor para sacar beneficios hasta de la propia culpa, concediendo entrevistas, escribiendo memorias, en la tentativa de hacer recaer la culpa sobre los superiores y sobre la comunidad eclesial. Esto revelaría una dureza de corazón verdaderamente peligrosa.

5. Las lágrimas más bellas

Concluyo aludiendo a un tipo de lágrimas distintas. Se puede llorar de dolor, pero también de conmoción y de alegría. Las lágrimas más bellas son las que nos llenan los ojos cuando, iluminados por el Espíritu Santo, «gustamos y vemos cuán bueno es el Señor» (Sal 34, 9).

Cuando se está en este estado de gracia, sorprende que el mundo y nosotros mismos no caigamos de rodillas y no lloremos todo el tiempo de estupor y de conmoción. Lágrimas de este tipo debían correr por el rostro de Agustín cuando escribía en las Confesiones: «Cuánto nos has amado, oh Padre bueno, que no te has reservado a tu único Hijo, sino que lo has dado por todos nosotros. ¡Cuánto nos has amado!» [12].

Lágrimas como éstas vertió Pascal la noche en que tuvo la revelación del Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob que se revela por las vías del evangelio, y en una hojita de papel (hallada cosida en el interior de su chaqueta tras su muerte) escribió: «¡Alegría, alegría, lágrimas de alegría!». Pienso que también las lágrimas con las que la pecadora empapó los pies de Jesús no eran lágrimas sólo de arrepentimiento, sino también de gratitud y de gozo.

Si en el cielo se puede llorar, es de este llanto del que está lleno el paraíso. En Estambul, la antigua Constantinopla, donde el Santo Padre viajó días atrás, vivió en torno al año 1.000 San Simeón el Nuevo Teólogo, el santo de las lágrimas. Es el ejemplo más brillante en la historia de la espiritualidad cristiana de las lágrimas de arrepentimiento que se transforman en lágrimas de estupor y de silencio. «Lloraba –cuenta en una obra suya- y estaba en un gozo inexpresable» [13]. Parafraseando la bienaventuranza de los afligidos, dice: «Bienaventurados los que siempre lloran amargamente sus pecados, porque les asirá la luz y transformará las lágrimas amargas en dulces» [14].

Que Dios nos conceda gustar, al menos una vez en la vida, estas lágrimas de conmoción y de alegría.

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[1] Gregorio Magno, Commento morale a Giobbe, 20,1 (CC 143 A, p. 1003).
[2] Lucrecio, De rerum natura, IV, 1129 s.
[3] Máximo el Confesor, Capitoli vari, IV cent. 39; en Filocalia, II, Torino 1983, p. 249.
[4] Respectivamente de Michel Onfray, de Richard Dawkins, Sam Harris, Telmo Pievani, Eugenio Lecaldano.
[5] Carlo Augusto Viano, Laici in ginocchio, Laterza, Bari.
[6] J. D.G. Dunn, Gli albori del cristianesimo, I,1, Brescia, Paideia 2006, p. 81.
[7] Robert Funk, Discurso inaugural de marzo de 1985 en Berkeley, California.
[8] Cfr. J. D.G. Dunn, Gli albori del cristianesimo, I, 1, Brescia 2006, pp. 75-82.
[9] Cf. F. Alberoni, Innamoramento e amore, Garzanti, Milán 1981.
[10] Cfr. Dunn, Christianity in the Making, Grand Rapids, Michigan 2003. Se han publicado en italiano los primeros dos volúmenes del primer tomo con el título Gli albori del cristianesimo, I, La memoria di Gesú, vol. 1: Fede e Gesú storico; I, 2: La missione di Gesú, Paideia, Brescia 2006.
[11] Benedicto XVI, Discurso a los obispos de la Conferencia Episcopal de Irlanda, sábado, 28 de octubre de 2006.
[12] Agustín, Confessioni, X, 43.
[13] Simeón, el Nuevo Teólogo, Ringraziamenti, 2 (SCh 113, p. 350).
[14] Simeón, el Nuevo Teólogo, Trattati etici, 10 (SCh 129, p. 318).

Te busco a tí / Autor: P. Jesús Higueras

"Cuando venga el Hijo del hombre, sucederá como en tiempos de Noé.
En los días que precedieron al diluvio, la gente comía, bebía y se casaba, hasta que Noé entró en el arca; y no sospechaban nada, hasta que llegó el diluvio y los arrastró a todos. Los mismo sucederá cuando venga el Hijo del hombre.
De dos hombres que estén en el campo, uno será llevado y el otro dejado.
De dos mujeres que estén moliendo, una será llevada y la otra dejada.
Estén prevenidos, porque ustedes no saben qué día vendrá su Señor.
Entiéndanlo bien: si el dueño de casa supiera a qué hora de la noche va a llegar el ladrón, velaría y no dejaría perforar las paredes de su casa.
Ustedes también estén preparados, porque el Hijo del hombre vendrá a la hora menos pensada."

Mt 24, 37-44

Estamos muy equivocados. Siempre hemos pensado que el hombre ha sido un buscador de Dios, que siempre ha ansiado el infinito, la plenitud, que siempre ha buscado la felicidad y por eso ha buscado a Dios, pero no es así. Es Dios mismo el que ha buscado al hombre. Es Dios mismo el que generación tras generación, ha puesto en los corazones de todas las personas de buena voluntad esa sed de Él, y así, al comenzar éste nuevo año litúrgico, debo salir al encuentro de un Dios que me busca, que viene a por mí, que me está diciendo constantemente: “Ten cuidado, no seas frívolo ni superficial, sé consciente. Porque no eres tanto tú el que me buscas a Mí, cuanto Yo el que te busco a ti”.

El grito de Jesús a su pueblo es: “Velad, estad pendientes, estad atentos, no os distraigáis, porque cuando menos lo penséis, Dios va a venir”. Dios viene, por supuesto, en cada acontecimiento y en cada persona, pero va a venir especialmente en la Pascua de la Navidad, a la cual ya miramos con cariño y con esperanza.

En estos días, en muchas calles se encienden miles de luces y bombillas, que anuncian una alegría especial. Y ya todos comenzamos a rezar por una Pascua nueva, un paso de Dios por nuestras vidas, que arroje una nueva luz a las realidades cotidianas. No tanto que cambie las cosas por fuera, sino por dentro, sin caer en el error de pretender tener un hogar idílico, un hijo idílico, una situación de ensueño que solo existe en los anuncios y en los cuentos, fruto de la fantasía de los hombres. Mi vida es la que es, con sus luces y sus sombras, y a esa vida quiere venir Jesús, y en esas sombras y dolores tuyos quiere nacer.

Que seas muy consciente que Dios sigue llamando a las puertas como en Belén, que la historia se vuelve a repetir, que la luz vino a las tinieblas y las tinieblas no la quisieron recibir. Que Jesús llegó a su pueblo y sus habitantes le cerraron las puertas, porque no tenían sitio ni tiempo para ocuparse de alguien tan sencillo como un peregrino y una pobre mujer. Es así generalmente como suele manifestarse Dios, en la sencillez, la discreción, en el acontecimiento menos importante o menos rimbombante, pero ahí está escondido Dios.

Hoy tendríamos que pedirle al Espíritu Santo una sensibilidad para no consentir que nuestras navidades, ya próximas, se conviertan en un asunto gastronómico y comercial, sino sobre todo, que la Navidad sea esa feliz Pascua, o felices pascuas, que siempre nos hemos deseado los cristianos. Luchemos contra ésta sociedad del consumo que quiere invertir el orden de los valores y quiere transformar la Navidad en una visión idealista y materialista del bienestar.

Jesús sigue llamando y viene a tu encuentro. ¿Serás tú de los pocos que le abran la puerta el día veinticuatro, o te encontrará tan ocupado en guisar, en vestirte, en reunirte con tu familia, - la de la tierra – que no tendrás tiempo de dedicarle ni un instante, ni un minuto? Por eso, prepárate bien para su venida. Prepara tu corazón. Arregla las cosas para cuando llegue el Rey, tu puedas escucharle, adorarle y agradecer a Dios esa solidaridad y esa delicadeza que ha tenido con la humanidad; venir a nuestra tierra, a nuestra pobreza, a nuestra indignidad, para elevarnos hasta Él.

Jesús nos muestra al Padre: en la cruz / Autor: José H. Prado Flores

El culmen de la vida de Jesús son las tres horas que pasa en el patíbulo de la cruz. Ya lo había previsto:

"Cuando yo sea levantado en alto, atraeré a todos hacia mí": Jn 12,32.
"Y como Moisés levantó la serpiente en el desierto, así tiene que ser levantado el Hijo del hombre": Jn 3,14.

La cruz es el momento supremo de Jesús. Para esta hora había venido. No fue víctima de un complot o secuestro. Él mismo se entregó para mostrar y demostrar su amor por nosotros. La cruz es la consagración perfecta de Jesús.

Si el salario del pecado es la muerte y nosotros somos pecadores, éramos merecedores de muerte eterna. Sin embargo, Cristo Jesús toma nuestro puesto y muere en lugar nuestro para que podamos tener vida en su Nombre.

Dios se arriesga a enviar a su Hijo a los viñadores, sabiendo que anteriormente han despreciado a sus siervos, a otros los han apedreado e insultado. Dios no se guarda a su Hijo amado, sino que lo entrega a nosotros. En un exceso de confianza en los viñadores, envía a su Hijo, suponiendo que lo van a respetar. ¡Hasta dónde puede llegar la confianza divina!
Todavía le quedaba un hijo querido; les envió a éste, el último, diciendo: "A mi hijo le respetarán": Mc 12,6.

Si alguno ha tenido la maravillosa experiencia de que otro lo ha amado tanto que ha dado su vida por él, podrá entender un poco mejor qué significa la entrega de Cristo Jesús hasta la muerte. O si al menos contamos con alguien que ha arriesgado la vida por nosotros, o ha metido la mano al fuego a nuestro favor, entonces seremos más sensibles a lo que Dios ha hecho por nosotros. El Padre arriesgó a su Hijo por nosotros.

Sin embargo, esto también tiene su dificultad. Para quienes somos padres de familia es sumamente difícil, diríamos imposible, exponer un hijo a la muerte para que otros desconocidos, o hasta enemigos que se han rebelado contra nosotros, se salven. Esto naturalmente no se entiende. Simplemente se acepta por la fe, se acoge y se agradece el don más inimaginable que Dios pudo hacer por nosotros.

Jesús murió el día de la preparación de la Pascua; es decir, a la hora que se preparaba el cordero que se habría de sacrificar la noche de Pascua, para conmemorar la liberación de la esclavitud.

Sin embargo, la muerte de Jesús no es un sacrificio sino un holocausto. En los sacrificios se compartía la víctima con los sacerdotes o con quienes la ofrecían. En los holocaustos era consumida completamente por el fuego y se consagraba plenamente a Dios. Jesús se da totalmente en la cruz. Ya el profeta lo había vislumbrado cuando dijo: "No había en él nada digno de ser estimado, varón de dolores y sabedor de dolencias...": Is 53,3.

Da hasta la última gota de su sangre. Le despojan de sus vestidos y muere desnudo, para cubrir nuestra desnudez. Ofrece el perdón a todos, comenzando con los verdugos. Entrega su Madre a todos nosotros, como un acto de donación suprema. Confía su espíritu en las manos de su Padre, en abandono de total confianza. No le quedó nada, absolutamente nada. Por eso cuando el soldado romano traspasa su corazón brota la última gota de su sangre, con un poco de agua.

Así es Dios: Se entrega todo. No da sólo algo a nosotros. Se dona totalmente. ¿Qué cosa hubo que Dios no hubiera hecho por nosotros? Lo cedió todo cuando entregó a su Hijo amado para que nosotros pudiéramos tener vida y vida en abundancia. La prueba del amor de Dios es una moneda de dos caras.

Por un lado en Juan encontramos esta declaración:
De tal manera amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna: Jn 3,16.

Este pasaje algunas veces se traduce: “Tanto amó Dios al mundo...”. Pero el texto griego no habla de cantidad, sino de calidad: “De tal manera amó Dios al mundo...”. Dios se ha desbordado en amor por nosotros al entregarnos lo que más amaba. La muestra más grande del amor de Dios es que nos entregó a su propio Hijo.

Por otro lado, Pablo declara:
La prueba de que Dios nos ama es que Cristo, siendo nosotros todavía pecadores, murió por nosotros: Rm 5,8.
San Pablo centra la prueba del amor de Dios no en el envío, sino en su entrega total en la cruz, cuando Jesús ofrece su vida por nosotros. Lo sublime es que lo realiza cuando nosotros todavía éramos pecadores. No lo hace cuando nos hemos convertido, sino antes, para que seamos capaces de responderle entregando nuestra vida también.

Jesús fue crucificado al medio día y muere a las tres de la tarde. En ese lapso de tiempo fue ultrajado, humillado y burlado. Hasta los ladrones que estaban a su lado lo retaban para que se bajara de la cruz. Sus enemigos también hacían mofa de él: "Bájate de la cruz y creeremos en ti". Ciertamente él había venido para que creyeran y creyendo tuvieran vida. ¿Por qué no aprovechó el cheque en blanco que le estaban firmando? Si mostraba su poder en ese momento, las autoridades se rendirían y confesarían que era el enviado de Dios. Ya no era el momento de mostrar su autoridad. Eso ya lo había hecho en Galilea y Judea por tres años, sin muy buenos resultados. Al contrario, lo acusaron de estar endemoniado y curar en sábado.

Ahora había llegado el tiempo de mostrar su amor y estaba dispuesto hasta las últimas consecuencias. Por eso no se bajó de la cruz. No buscaba admiradores de su poder sino ami-gos que supieran que alguien los amaba hasta el punto de dar su vida por ellos.

Cuando ha sido despojado de sus vestidos, crucificado y ultrajado y sus adversarios están satisfechos porque han logrado la venganza, entonces Jesús responde de manera soberana. No los acusa ni pide castigo celestial para sus verdugos. Al contrario, levanta los ojos al cielo y pide una sola cosa para sus enemigos: "Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen": Lc 23,34.
"No tienen culpa. Son inocentes. Si comprendieran no habrían cometido este crimen. Por eso te pido, Padre amado, perdónales". Sin duda que Dios escuchó esta oración de su Hijo amado. Frente a la tumba de Lázaro, Jesús dio gracias al Padre porque siempre lo escuchaba. Ahora que está cumpliendo el plan de salvación, evidentemente que su súplica tiene la garantía de ser respondida favorablemente.

Así es Dios: Dios nos excusa, pues sabe de qué barro fuimos hechos. Sabe que pecamos porque en pecado nacimos y pecadores fuimos concebidos en el vientre materno (Sal 51,7). Dios no es quien nos acusa de nuestros pecados ni nos descubre nuestras faltas. Él es el primero en ayudarnos, comprendernos y defendernos de cualquier acusación en contra nuestra. Dios no lleva cuenta de nuestros pecados sino que tiene piedad de nosotros según la medida de su misericordia.

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Fuente: Escuelas de Evangelización San Andrés

La espera / Autor: P. Fernando Pascual LC

«Salvados por la esperanza» («Spe salvi»), la nueva encíclica de Benedicto XVI, se publicará el 30 de noviembre.

La segunda encíclica de este pontificado continúa meditando en la segunda de las virtudes teologales, después de haber reflexionado sobre el amor en «Deus caritas est» (firmada el 25 de diciembre de 2005)

Benedicto XVI reflexiona en la carta de san Pablo a los Romanos 8, 24, en la que dice: Porque nuestra salvación es en esperanza; y una esperanza que se ve, no es esperanza, pues ¿cómo es posible esperar una cosa que se ve?.


Meditemos hoy sobre esta virtud de la Esperanza para prepararnos a esta Encíclica del Papa:


En una esquina, junto al bar, a la entrada de un cine, en la estación: en muchos lugares hombres y mujeres esperan.

Esperan. ¿Qué esperan? Cada uno espera a alguien. Al novio, una chica enamorada. A la novia, un chico que necesita algo de esperanza. Al hijo, el padre que lo vio partir un día hacia una guerra inesperada. Al padre, ese hijo que lo quiere otra vez en casa, después de años sin poderse abrazar.

Esperan. ¿Cuándo llegará? El tiempo pasa, los minutos se hacen eternos. Los ojos giran y giran para descubrir si aquel bulto, a lo lejos, es ese ser querido, la persona esperada, la alegría que anhela el corazón.

Unos esperan y otros son esperados. Quien camina al lugar de la cita sólo desea una cosa: que le estén esperando. Es triste llegar al cine y no encontrarse con el amigo, o regresar al pueblo y no ver a nadie en la estación. Causa un dolor inmenso descubrir que quien debía esperarnos ya no se encuentra en el mundo de los vivos...

Esperar y ser esperado. Podemos preguntarnos ahora: ¿espera Dios? ¿Le esperamos? Más allá de las nubes y más acá de las flores, donde el horizonte se viste de colores y donde los niños juegan a canicas, donde una anciana busca sus gafas oxidadas y donde un nieto deja su “nintendo” para ayudar a preparar la cena.

Dios nos espera detrás de cada pensamiento, de una lágrima, de un diploma o de un choque en carretera. Dios nos espera también cuando pecamos, cuando probamos un poco el gusto de una libertad mal usada, lejos de sus brazos y lejos, a veces, de los brazos de quienes nos aman de veras. Dios nos espera cuando permite una enfermedad o esos ratos largos, eternos, de insomnio en una noche de verano.

Nosotros, ¿esperamos a Dios? ¿Lo buscamos en la oficina, en la fábrica, en los campos que se visten de amapolas, en los jilgueros que cantan la mañana?

Esperar a Dios. No hay que ir lejos para ir a su encuentro, aunque a veces no nos resulte fácil abrir el corazón a ese cariño que nos hace desear su abrazo, porque nos abruman los mil problemas de la vida, porque nos distraen pequeños juegos o programas informáticos.

Esperar a Dios y ser esperados por Dios. El encuentro definitivo llegará, para alguno, este día.

Una estrella se apaga y otra se enciende, mientras la luna acaricia, con suave luz, una tierra que llora a los que parten, mientras los ángeles del cielo inician la fiesta del banquete. Un hijo entra en casa y es abrazado por un Padre que lo esperaba con amor eterno...

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Fuente: Catholic.net

Senadora socialista se convierte y deja política por leyes que "chocan con ética cristiana"

BARCELONA, 29 Nov. 07 / 06:32 pm (ACI/Europa Press).- La senadora socialista por Barcelona Mercedes Aroz ha comunicado su retirada de la política al finalizar la legislatura por discrepancias con la dirección del PSOE a raíz de la aprobación de leyes como el matrimonio homosexual, que a su juicio "chocan frontalmente con la ética cristiana".

En declaraciones a Europa Press, Aroz explicó que ha comunicado su decisión al Partido Socialista de Cataluña (PSC), en el que seguirá militando. Aun así, dejará su escaño, que ocupa con el mayor número de votos de la historia del Senado (1.602.225 en la última legislatura, el 53,67 por ciento).

Aroz –que fue cofundadora del PSC– anunció su "conversión" al cristianismo, tras varias décadas de ideología marxista, en un proceso de transformación personal que ha durado "varios años" y que ha culminado en su "plena integración como miembro de la Iglesia Católica".

"Mi actual compromiso cristiano me ha llevado a discrepar con determinadas leyes del Gobierno que chocan frontalmente con la ética cristiana, como la regulación dada a la unión homosexual o la investigación con embriones, y que en conciencia no he podido apoyar. En consecuencia se imponía la decisión que he tomado", afirmó.

"He querido hacer pública mi conversión para subrayar la convicción de la Iglesia Católica de que el cristianismo tiene mucho que decir a los hombres y mujeres de nuestro tiempo, porque hay algo más que la razón y la ciencia. A través de la fe cristiana se alcanza a comprender plenamente la propia identidad como ser humano y el sentido de la vida", indicó.

Según Aroz, "la libertad religiosa reclama el respeto y un reconocimiento positivo del hecho religioso, frente a un intento de imponer el laicismo" por parte del Estado, a la vez que reclama a éste que ponga las bases para facilitar "la educación religiosa en la escuela".

Aroz pone fin así a una larga etapa de militancia activa a lo largo de 32 años en el partido socialista, en el que ha ejercido numerosas responsabilidades orgánicas y públicas, entre ellas y durante 21 años, la de diputada y senadora en el Parlamento español.

La aún senadora fue cofundadora del PSC en el año 1978, desde la Federación Catalana del PSOE y como miembro de la comisión que elaboró las bases de la unidad de los tres partidos socialistas catalanes existentes en aquel momento: PSOE, PSC (C) y PSC (R).

Se afilió al PSOE en 1976, proveniente de la Liga Comunista Revolucionaria, y en el PSC formó parte de su dirección política durante 18 años, así como del Comité Federal del PSOE. En 1986 fue elegida diputada por Barcelona a las Cortes.

Diputada en el Congreso durante cuatro legislaturas, fue portavoz de Economía del Grupo Socialista, y adjunta a la Secretaría General en la Dirección presidida por Felipe González y Joaquín Almunia como portavoz, y posteriormente como presidente.

Senadora electa por Barcelona en las dos últimas legislaturas por la coalición Entesa Catalana de Progrés (PSC, ERC, ICV-EUiA), obtuvo 1.602.225 votos en la última legislatura, el 53,67 por ciento. En la actualidad es la portavoz de Economía y Presupuestos de su grupo parlamentario.

Pareja rusa salvó a sus quintillizas de aborto forzoso

LONDRES,(ACI).- Vavara Artamkin y su esposo Dimitri nunca pensaron que ocuparían las primeras planas de los principales medios del mundo. Esta humilde pareja de maestros rusos cruzó medio continente para salvar a sus cinco hijas de un aborto inminente. Hoy todos sonríen en un hospital inglés.

Vavara se sometió a un tratamiento de fertilidad y resultó embarazada de quintillizas. Los médicos que la trataron en Rusia pretendieron obligarla a abortar al menos a dos de las niñas para recibir a cambio el debido cuidado en su embarazo.

Los médicos le dijeron que "los abortos selectivos" eran esenciales para dar a los demás bebés la posibilidad de sobrevivir.

Los esposos no deseaban "terminar" con alguna de sus bebés, recibieron ayuda económica de benefactores rusos para viajar a Inglaterra y dar a luz prematuramente. Las niñas nacieron 14 semanas antes de que el embarazo llegara a término en un hospital de Oxford y a pesar de su frágil condición, evolucionan muy bien.

La bisabuela de las quintillizas, Irina Artamkin, declaró al diario Daily Mail desde Rusia que la pareja visitó varios hospitales de maternidad en Rusia pero nadie quiso ayudarlos a menos que aceptaran el aborto.

"Nuestra familia es muy religiosa y la Iglesia (ortodoxa) enseña que el aborto es un asesinato. Varvara y Dimitri querían todas sus hijas y no aceptaban tal condición", indicó la abuela.

Hace algunos años, la pareja ya había visto morir a su primer hijo, un varón, que nació prematuro.

Para la hermana de Dimitri, Maria, que las niñas hayan nacido bien "es un milagro. Todo estuvo en manos de Dios. Iremos a la iglesia y encenderemos un cirio por cada bebé".

¡Dispara al corazón! / Autor: Óscar Schmidt

Cuando le hablas a ese hombre que no conoce a Dios, que no sabe de Su Amor, mientras cavilas y temes no ser digno de semejante tarea, no dudes, tensa tu arco y con mano firme ¡dispara al corazón!

Cuando la vida te enfrenta a momentos de gran confusión, donde los caminos se abren frente a ti y se multiplican como en un salón de espejos, no temas, abre tu mirada a la distancia, mira a tu interior, y con sereno pulso ¡dispara al corazón!

Cuando los que más quieres te fallan, te hunden en tu silla como si fueras un ser imposibilitado de ver más allá de las puertas que se cierran frente a ti, no te pierdas en la desesperación y el abandono de ti mismo, levanta la mirada y ¡dispara al corazón!

Cuando el amor no llega a tu vida, cuando la luz del cariño se escurre por pasillos donde no la puedes buscar, torna tu mirada a las sombras y con gran decisión, ¡dispara al corazón!

Cuando quieras hablar con Jesús sobre tus más profundas necesidades, sobre aquello que vibra en tu pecho y clama por un instante de sosiego, haz un alto en tu vida, alza la voz y con grito firme ¡dispara al corazón!

Cuando no sabes qué es lo que Dios espera de ti, y El se esconde y hace de tu vida un barco sin rumbo, pon tu mirada en Su Mirada y elevando tus brazos al cielo, ¡dispara al corazón!

Porque cuando nuestro rostro se ilumina con una mirada de niño, nuestros labios derraman palabras de amor que alcanzan el Corazón de Jesús y lo hacen quebrarse de ternura, lo derrumban a pesar de Su Divinidad y Realeza.

Y es porque en el Corazón de Dios están todas las soluciones, las promesas, los consuelos y la esperanza. Allí se esconde un tesoro tan extraordinario que ni siquiera en nuestros sueños más profundos lo podríamos imaginar.

Nuestros gestos de amor son disparos al Corazón de Jesús, porque lo hacen detenerse y mirarnos como un Dios derrotado. Dulce derrota, donde El se refugia para admirar las maravillas de las que un corazón amante es capaz. Su derrota es el triunfo de la Criatura que El mismo imaginó, que vencedora en su propia naturaleza, se hace semejante a su Creador. Nuestro Dios, vencido por amor, se hace Niño y nos entrega aquello que guarda como un Preciado Tesoro, Su Corazón.

Si, dispara al Corazón de Jesús, y dispara al corazón de tus hermanos, hazlos caer vencidos por el amor que todo lo vence. Que tus palabras certeras se dirijan a aquel punto que nadie puede resistir, centro y motor de nuestra semejanza con Quien nos creó, el corazón del hombre.

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Fuente: Catholic.net

El amor platónico / Autor: Rogelio Villegas, LC

Cuando era niño me gustaba escuchar hablar a mis hermanos sobres sus amores platónicos. Apenas podía comprender al mayor de todos: con sólo 16 años ya tenía 10 amores platónicos y en la lista 3 cantantes, 4 actrices de moda y tres de sus profesoras.


- ¿Cómo puedes amar a las diez al mismo tiempo?

- No te preocupes, enano –respondía con aire de don Juan- cuando seas grande comprenderás.
Años más tarde comprendí. El amor platónico es aquel que se va tan rápido como viene, el amor sin interlocutor y del cual te avergüenzas cuando llegas a la edad madura. El amor idealista.

Peno no sólo aprendí eso. Supe que hay amores ideales, amores platónicos que llegaron a ser realidad.

Bruno, el protagonista de esta historia lo cuenta así a sus amigos:


- Hoy, hace 27 años, en una tarde de verano, Isabel pasó por primera vez delante de mis ojos, para quedarse por siempre en mi corazón. Ella, joven bien educada, de familia burguesa, rostro angelical. Yo, muchacho loco en servicio militar…

Recuerdo –continua Bruno- que aquella misma noche fui con Nuestra Señora, para decirle: “Madre, esta joven será mi mujer”. Y así fue. Una primera palabra, un primer encuentro, dos años de noviazgo, un matrimonio de ensueño.
¿Cuál es la diferencia entre Bruno y tantos otros hombres y mujeres que juegan al amor platónico?, ¿qué le falta al amor?, ¿qué nos falta a nosotros?

Yo sé lo que falta. Le falta determinación, le falta ese acto de voluntad por el que yo escojo a alguien como objeto de mi amor. Le falta identificación con la persona amada hasta el don de sí mismo. Es este el verdadero amor conyugal. Para los romanos el amor conyugal era ese lazo de amistad creado por la semejanza de costumbres. El cristianismo lleva este amor más lejos, hasta la identificación en una sola carne de una mujer y de un hombre. Sólo quien está dispuesto a perderse en el amado, a hacerse uno con lo que se ama, está listo para iniciar el combate del amor.

Si tienes un novio o una novia, pregúntale: ¿serías capaz de morir por mí? Si me muero en este instante, ¿me guardarías en tu corazón eternamente, sin buscar a nadie más, esperando con ansiedad el día de tu muerte para encontrarme de nuevo? Son preguntas radicales, pero cuando se trata de amar no hay extremos. Los amores epidérmicos, las promesas de amor eterno bajo la luna, son amores idealistas si sólo buscan aprovecharse del otro. Si la luna hablara, cuántas verdades nos diría a cerca de tantas mentiras.

La nueva realidad de este amor de dos hecho uno, exige un paso de compromiso. El que ama busca los medios más propicios, el ambiente donde el amor continuará creciendo. Propio del amor conyugal es el estar protegido por un pacto. La alianza es la culminación de mi elección y el paso natural para quien ama verdaderamente.
Quienes ven el matrimonio un enemigo de la libertad, niegan al mismo tiempo la sinceridad de sus sentimientos. En pocas palabras, quien dice: “Quiero una relación libre” está diciendo: “Tú has tomado una parte de mi libertad, no quiero que vayas a manipularme completamente”.

Esta misma realidad se aplica a los hombres y mujeres unidos por un matrimonio donde no hay verdadero amor. Tan falso es el amor sin compromiso como el compromiso sin amor.

El matrimonio es sólo una etapa. El compromiso ratifica el amor, al mismo tiempo que lo abre a la realidad de la comunión. El amor conyugal se convierte en caridad conyugal por el ejercicio cotidiano de la entrega. Las palabras, los gestos, las actitudes, todo cuenta en esta nueva realidad entre dos. Una llamada durante una gira de trabajo, una confidencia, una sonrisa… todos los detalles encienden el fuego de la caridad conyugal. Y por supuesto, el matrimonio abre el amor a los hijos.

He aquí el camino recorrido por Bruno: elección, identificación, compromiso y don de sí. Gracias Bruno por tu ejemplo. Gracias a todos los hombres y mujeres casados que nos edifican con su fidelidad en la entrega de todos los días.

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Fuente: Catholic.net

miércoles, 28 de noviembre de 2007

La criba / Autor: Oscar Schmidt

Tuve que ir a mi diccionario para encontrar el significado de la palabra cribar. Significa filtrar, clasificar, purificar, depurar, separar lo bueno de lo malo, lo útil de lo inútil. Y es realmente una criba lo que Dios hace en Sus Viñas de cuando en cuando, para asegurar que la Obra avance sólo con aquello que está adherido del modo correcto; con aquello que está fuerte y sinceramente prendido del tronco del que brota la Gracia verdadera. Y también para forzar a que se desprendan las plantas parásitas que solo intentan robar de aquello que no les corresponde, de lo ajeno.

Dejen que trate de explicarme con un pasaje ocurrido en las cercanías del Mar de Genezaret, dos mil años atrás. Cuando Jesús alimentó milagrosamente a la multitud en Galilea, y les habló con Palabras de amor y consuelo, todos se sintieron protegidos y seguros. Jesús bajó entonces a predicar a la sinagoga de Cafarnaún, mientras la multitud lo siguió, esperando más comida gratuita y palabras consoladoras para el alma, más caricias. En Su Prédica, Jesús fue duro. Presentó Su mirada profunda de lo que abrigaban los corazones de muchos, la intención de recibir, no de dar. Les puso una carga en sus espaldas: la de trabajar, la de ser buenos, la de amar, la de ser humildes y aceptar el último lugar, la de servir y no ser servidos. Puso en carne viva las miserias que había que extirpar de los corazones, para que surja el nuevo y definitivo Pueblo de Dios, la nueva iglesia que debía nacer.

Casi todos se la tomaron a mal con Jesús, El tuvo que huir prácticamente bajo una lluvia de insultos y acusaciones, de gritos y amenazas. Los Doce, frustrados y enojados, le dijeron: ¿por qué los espantaste, si costó tanto trabajo juntarlos? Jesús les dijo entonces: ¿es que ustedes también me van a dejar? Los Apóstoles comprendieron que no importaba la multitud para Jesús, o que los que lo sigan sean muchos o pocos, sino que sean aquellos que estén dispuestos a hacer la Voluntad del Padre, y no simplemente estar para recibir algo, material o espiritual. Comprendieron la necesidad de poner a prueba a los seguidores, de someter a la criba, a la purificación, a los que se acercaban a Dios hecho Hombre.

Como ocurrió en aquellos tiempos, Dios nos atrae en algún momento de nuestra vida de un modo impactante, relevador. Se puede decir que en ese momento El nos golpea con un llamado de Amor, con una alegría interior incontenible que nos produce un deseo de trabajar para El, de hacer algo por los demás, de hacer brillar nuestro carácter de cristianos con una alegría chispeante, contagiosa. ¡Un deseo de seguirlo! Puede ocurrir durante nuestra niñez, adolescencia, o en cualquier momento de nuestra vida. La decisión de cuando es el momento indicado va por cuenta de El, exclusivamente. Incluso, Jesús puede hacerlo más de una vez en nuestra vida, si es que eso hace sentido a Su Plan de Salvación. En esos momentos nos sentimos felices, llenos de la alegría de ser hijos de Dios ¿Qué más podemos pedir?

Sin embargo, siempre Dios nos pone en el camino la hora de la prueba, para asegurarse de que comprendimos sinceramente el sentido del llamado. En la criba, aquellos que se acercaron a Su obra por interés material, se encuentran expuestos ante los demás en esa miseria insostenible que es la de mezclar el dinero con el espíritu. Aquellos otros que llegaron por vanidad y deseo de protagonismo y figurar bajo el halo de los reflectores, no soportan el ser enviados al último lugar y estallan de envidia y celos. Los que buscan dar lástima y ser siempre consolados por los demás, sin deseo alguno de dar, muestran su descontento y enojo cuando fallan a la hora de trabajar desinteresadamente por amor a los hermanos. Los que se aproximaron arrastrándose falsamente dando imagen de amigos, con la sola intención de destruir, son expuestos a su miserable verdad cuando no resisten su falsa actitud y sale a la luz su verdadero rostro.

Estas y muchas otras miserias son expuestas en la hora de la criba. Duele y mucho, porque quienes conducen las obras del Señor y Su Madre los vieron acercarse con enorme esperanza, alegría y deseo de que su intento de conversión sea duradero, sincero. Sin embargo, es inevitable que una cantidad de ellos caigan pesadamente en la hora de la prueba. Duele, pero así debe ser. Lo más triste es que casi nunca se van en silencio, sino que se alejan con una actitud de destrucción, de negación de la Presencia del Amor de Dios allí. Y suelen entonces unirse en un grupo, donde se alimentan mutuamente de palabras de critica y juicios del todo humanos. Lo hacen así para justificarse, ya que su conciencia les grita por el pecado cometido. Quieren que quede claro ante los demás que ellos hacen lo correcto, pero olvidan que para Dios nada puede ocultarse, no hay lugar para el engaño. Pueden engañar a algunos hombres, o a muchos, pero no a Dios ¡Qué El se apiade de sus almas!

Como en Cafarnaún, en la hora de la criba Jesús se queda rodeado de unos pocos. Pero son los que siguen adelante con humildad y sinceridad, y terminan pasando las muchas pruebas que Dios pone en su camino, alimentando a la Iglesia con su sangre, sangre de mártires. En aquella época eran mártires carnales, reales, porque eran muertos por el testimonio que daban. En esta época son mártires sociales, porque son asesinados socialmente ante los demás. Mártires en los dos casos, pocos pero valiosos, son quienes siguen inflamando las venas de la iglesia, son la sangre espiritual del Cuerpo Místico de Jesús.

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Fuente: www.reinadelcielo.org

San Efrén de Siria / Autor: Benedicto XVI

Intervención durante la audiencia general

Publicamos la intervención que pronunció Benedicto XVI este miércoles durante la audiencia general, en la que meditó sobre la figura de San Efrén, considerado como el más grande de los padres de la Iglesia en Siria.

* * *

Queridos hermanos:

Según una opinión común hoy, el cristianismo sería una religión europea, que habría exportado la cultura de este continente a otros países. Pero la realidad es mucho más compleja, pues la raíz de la religión cristiana se encuentra en el Antiguo Testamento y, por tanto, en Jerusalén y en el mundo semítico. El cristianismo se alimenta siempre de esta raíz del Antiguo Testamento. Su expansión en los primeros siglos tuvo lugar tanto hacia occidente, hacia el mundo greco-latino, donde después inspiró la cultura Europa, como hacia oriente, hasta Persia, la India, ayudando de este modo a suscitar una cultura específica, con lenguas semíticas, y con una propia identidad.

Para mostrar esta multiformidad cultural de la única fe cristiana de los inicios, en la catequesis del miércoles pasado hablé de un representante de este otro cristianismo, Afraates el sabio persa, para nosotros casi desconocido. En esta misma línea quisiera hablar hoy de san Efrén el sirio, nacido en Nísibis en torno al año 306 en el seno de una familia cristiana.

Fue el representante más importante del cristianismo en el idioma siríaco y logró conciliar de manera única la vocación de teólogo con la de poeta. Se formó y creció junto a Santiago, obispo de Nísibis (303-338), y junto a él fundó la escuela teológica de su ciudad. Ordenado diácono, vivió intensamente la vida de la comunidad local hasta el año 363, en el que Nísibis cayó en manos de los persas. Entonces Efrén emigró a Edesa, donde continuó predicando. Murió en esta ciudad en el año 373, al quedar contagiado en su obra de atención a los enfermos de peste.

No se sabe a ciencia cierta si era monje, pero en todo caso es seguro que decidió seguir siendo diácono durante toda su vida, abrazando la virginidad y la pobreza. De este modo, en el carácter específico de su cultura, se puede ver la común y fundamental identidad cristiana: la fe, la esperanza --esa esperanza que permite vivir pobre y casto en este mundo, poniendo toda expectativa en el Señor-- y por último la caridad, hasta ofrecer el don de sí mismo en el cuidado de los enfermos de peste.

San Efrén nos ha dejando una gran herencia teológica: su considerable producción puede reagruparse en cuatro categorías: obras escritas en prosa (sus obras polémicas y los comentarios bíblicos); obras en prosa poética; homilías en verso; y por último los himnos, sin duda la obra más amplia de Efrén. Es un autor prolífico e interesante en muchos aspectos, pero sobre todo desde el punto de vista teológico.

El carácter específico de su trabajo consiste en unir teología y poesía. Al acercarnos a su doctrina, tenemos que insistir desde el inicio en esto: hace teología de forma poética. La poesía le permite profundizar en la reflexión teológica a través de paradojas e imágenes. Al mismo tiempo, su teología se hace liturgia, se hace música: de hecho, era un gran compositor, un músico. Teología, reflexión sobre la fe, poesía, canto, alabanza a Dios, van juntos; y, precisamente por este carácter litúrgico, aparece con nitidez en la teología de Efrén la verdad divina. En la búsqueda de Dios, al hacer teología, sigue el camino de la paradoja y del símbolo. Privilegia las imágenes contrapuestas, pues le sirven para subrayar el misterio de Dios.

Ahora no puedo hablar mucho de él, en parte porque es difícil de traducir la poesía, pero para dar al menos una idea de su teología poética quisiera citar pasajes de dos himnos. Ante todo, y de cara también al próximo Adviento, os propongo unas espléndidas imágenes tomadas de los himnos «Sobre la natividad de Cristo». Ante la Virgen, Efrén manifiesta con inspiración su maravilla:

«El Señor vino a ella
para hacerse siervo.
El Verbo vino a ella
para callar en su seno.
El rayo vino a ella
para no hacer ruido.
El pastor vino a ella,
y nació el Cordero, que llora dulcemente.
El seno de María
ha trastocado los papeles:
Quien creó todo
se ha apoderado de él, pero en la pobreza.
El Altísimo vino a ella (María),
pero entró humildemente.
El esplendor vino a ella,
pero vestido con ropas humildes.
Quien todo lo da
experimentó el hambre.
Quien da de beber a todos
Sufrió la sed.
Desnudo salió de ella,
quien todo lo reviste (de belleza)»
(Himno «De Nativitate» 11, 6-8).
Para expresar el misterio de Cristo, Efrén utiliza una gran variedad de temas, de expresiones, de imágenes. En uno de sus himnos pone en relación a Adán (en el paraíso) con Cristo (en la Eucaristía).

«Fue cerrando
con la espada del querubín,
hasta dejar cerrado
el camino del árbol de la vida.
Pero para los pueblos,
el Señor de este árbol
se ha entregado él mismo como alimento,
como oblación (eucarística).
Los árboles del Edén
fueron dados como alimento
al primer Adán.
Por nosotros el jardinero
del Jardín en persona
se hizo alimento
para nuestras almas.
De hecho, todos nosotros habíamos salido
del Paraíso junto con Adán,
que lo dejó a sus espaldas.
Ahora que ha sido retirada la espada,
abajo (en la cruz) por la lanza
podemos regresar»
(Himno 49, 9-11).

Para hablar de la Eucaristía, Efrén utiliza dos imágenes: las brasas o el carbón ardiente, y la perla. El tema de las brasas está tomado del profeta Isaías (Cf. 6, 6). Es la imagen del serafín, que toma las brasas con las tenazas y roza simplemente los labios del profeta para purificarlos; el cristiano, por el contrario, toca y digiere las mismas Brasas, al mismo Cristo:

«En tu pan se esconde el Espíritu,
que no puede digerirse;
en tu vino está el fuego, que no puede beberse.
El Espíritu en tu pan, el fuego en tu vino:
ésta es la maravilla acogida por nuestros labios.
El serafín no podía acercar sus dedos a las brasas,
a las que sólo pudieron acercarse los labios de Isaías;
ni los dedos las tomaron, ni los labios las digirieron;
pero el Señor nos ha concedido a nosotros ambas cosas.
El fuego descendió con ira para destruir a los pecadores,
pero el fuego de la gracia desciende sobre el pan y allí permanece.
En vez del fuego que destruyó al hombre,
hemos comido el fuego en el pan
y hemos sido salvados»
(Himno «De Fide», 10, 8-10).

Un ejemplo más de los himnos de san Efrén, donde habla de la perla como símbolo de la riqueza y de la belleza de la fe:

«Coloqué (la perla), hermanos, en la palma de mi mano
para poder examinarla.
La observé por todos los lados:
tenía el mismo aspecto desde todos los lados.
Así es la búsqueda del Hijo, inescrutable,
pues es totalmente luminosa.
En su limpidez, vi al Límpido,
que no se opaca;
en su pureza,
vi al símbolo del cuerpo de nuestro Señor,
que es puro.
En su carácter indivisible, vi la verdad,
que es indivisible»
>(Himno sobre la Perla 1, 2-3).

La figura de Efrén sigue siendo plenamente actual para la vida de varias Iglesias cristianas. Lo descubrimos en primer lugar como teólogo, que a partir de la Sagrada Escritura reflexiona poéticamente en el misterio de la redención del hombre realizada por Cristo, Verbo de Dios encarando. Hace una reflexión teológica expresada con imágenes y símbolos tomados de la naturaleza, de la vida cotidiana y de la Biblia. Efrén confiere a la poesía y a los himnos para la Liturgia un carácter didáctico y catequético; se trata de himnos teológicos y, al mismo tiempo, adecuados para ser recitados en el canto litúrgico. Efrén se sirve de estos himnos para difundir, con motivo de las fiestas litúrgicas, la doctrina de la Iglesia. Con el pasar del tiempo, se han convertido en un instrumento catequético sumamente eficaz para la comunidad cristiana.

Es importante la reflexión de Efrén sobre el tema de Dios creador: en la creación no hay nada aislado, y el mundo es, junto a la Sagrada Escritura, una Biblia de Dios. Al utilizar de manera equivocada su libertad, el hombre trastoca el orden del cosmos. Para Efrén, dado que no hay Redención sin Jesús, tampoco hay Encarnación sin María. Las dimensiones divinas y humanas del misterio de nuestra redención se encuentran en los escritos de Efrén; de manera poética y con imágenes tomadas fundamentalmente de las Escrituras, anticipa el trasfondo teológico y en cierto sentido el mismo lenguaje de las grandes definiciones cristológicas de los Concilios del siglo V.

Efrén, honrado por la tradición cristiana con el título de «cítara del Espíritu Santo», decidió seguir siendo diácono de su Iglesia durante toda la vida. Fue una decisión decisiva y emblemática: fue diácono, es decir servidor, ya sea en el ministerio litúrgico, ya sea de manera más radical en el amor a Cristo, cantado por él de manera sin par, ya sea por último en la caridad a los hermanos, a quienes introdujo con maestría excepcional en el conocimiento de la Revelación divina.


[Al final de la audiencia, el Papa saludó a los peregrinos en varios idiomas. En español, dijo:]

Queridos hermanos y hermanas:
San Efrén puede ser considerado el más grande de los Padres siríacos, así como el poeta más renombrado de toda la época patrística. Permaneció como diácono hasta su muerte en Edesa, a causa de la peste contraída mientras curaba a los enfermos. En sus muchas obras consiguió armonizar su vocación de teólogo con la de poeta, sirviéndose de imágenes, símbolos y paradojas, para expresar y profundizar sus reflexiones teológicas. En efecto, Efrén compuso muchas poesías e himnos litúrgicos para difundir entre los fieles la doctrina de la Iglesia. Destaca ante todo su reflexión sobre Dios creador; para él la creación, junto con la Sagrada Escritura, es como una Biblia de Dios. La presencia de Jesús en el seno de María le lleva a considerar la altísima dignidad y el papel fundamental de la mujer, hablando siempre de ella con sensibilidad y respeto. Además, en los textos de Efrén se encuentran ya las dimensiones humana y divina del misterio de la redención, anticipando así el trasfondo teológico y hasta el mismo lenguaje de las grandes definiciones cristológicas de los Concilios del siglo V.

Saludo cordialmente a los visitantes de lengua española. En particular, a los distintos grupos venidos de Argentina, España, México, y de otros países latinoamericanos. Siguiendo la enseñanza y el ejemplo de san Efrén, os invito a dejaros guiar en vuestras vidas por el amor de Cristo, para servir a Dios y a los hermanos con generosa y alegre dedicación. Muchas gracias.

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Fuente: Zenit.org

El nuevo cardenal de Barcelona aboga por la corresponsabilidad de los laicos / Autora: Miriam Díez i Bosch

Primeras declaraciones a Zenit después de ser creado cardenal

(ZENIT.org).- «Todos participamos de la única misión de la Iglesia que se realiza de distintas maneras». Lo explica el cardenal Lluís Martínez Sistach, arzobispo de Barcelona (www.arqbcn.org), que recuerda cómo «la Iglesia sin el pueblo de Dios no sería la Iglesia».

En esta entrevista concedida a Zenit en la Iglesia Nacional de Santiago y Montserrat en Roma después de la misa de acción de gracias por haber sido creado cardenal, el nuevo purpurado constata que «en estos momentos de secularización fuerte, intensa, de descristianización que hay sobre todo en Europa occidental, los laicos cristianos tienen que anunciar a Jesucristo donde se encuentran, normalmente en la frontera».

--¿Cómo ha reaccionado ante este don y responsabilidad que significa ser parte del Colegio Cardenalicio?

--Cardenal Martínez Sistach: Es un nombramiento importante para la diócesis de Barcelona y también para su pastor. Es una deferencia del Papa que agradecemos muchísimo, es un don de Dios.

Un don de Dios en el sentido de que aumenta la responsabilidad y realmente el Señor nos confía misiones, quiere que demos fruto, y confiamos en su ayuda.

La Iglesia de Barcelona tiene también que responder con agradecimiento, como un servidor, al Santo Padre. Es aumentar --intensificar si cabe-- la comunión afectiva y efectiva con el sucesor de Pedro, con la sede de Pedro que es parte integrante de la Iglesia y que es un servicio del Papa a cada una de las Iglesias diocesanas.

Le tenemos que agradecer que él me haya querido vincular más a su ministerio, porqué de alguna manera toda la diócesis de Barcelona y con ella Cataluña está más íntimamente vinculada al ministerio de Pedro.

--Usted siempre ha abogado por la corresponsabilidad de los laicos.

--Cardenal Martínez Sistach: La Iglesia sin el pueblo de Dios no sería la Iglesia. Hay ministerios distintos, hay servicios distintos, hay dones y carismas distintos...pero nosotros, la jerarquía, tenemos una misión importante, pero no es toda la Iglesia.

Todos los otros miembros, sacerdotes, diáconos, religiosos, religiosas, laicos, laicas, forman parte de la Iglesia y han de colaborar muy activamente porque por el bautismo todos participamos de la única misión de la Iglesia que se realiza de distintas maneras.

La aportación de los laicos con el Concilio Vaticano II es activa y responsable, aportando cada uno los dones que recibió de Dios nuestro Señor. Y también aquellas tareas que nacen de los Sacramentos. Del sacramento del orden ciertamente, pero los laicos con el sacramento del bautismo, de la confirmación, de la Eucaristía y del matrimonio aportan muchísimo.

Pienso también que en estos momentos de secularización fuerte, intensa, de descristianización que hay sobre todo en Europa Occidental, los laicos cristianos tienen que anunciar a Jesucristo donde se encuentran, normalmente en la frontera.

En medio de los bloques donde viven pueden hacer Iglesia y comentar muchas cosas y también leer la Palabra de Dios, rezar, porque siempre hay sufrimientos, siempre hay enfermedad en la vida de las personas, de las familias y eso ya es hacer Iglesia.

--¿Me confiesa su sueño?

--Cardenal Martínez Sistach: Mi sueño es que sepa hacer lo que el Santo Padre quiere confiándome este servicio. Que yo lo pueda realizar, ayudarle plenamente --ya le he dicho al Santo Padre que estoy plenamente a disposición--, de acuerdo con mis posibilidades y mis capacidades, pero todo lo que yo pueda he intentado darlo siempre a la Iglesia y lo estoy dando.

Ahora me ha pedido este gozoso servicio que realmente me honra muchísimo y le he dicho «Santo Padre disponga de mí con todo lo que yo pueda para servirle en lo que yo pueda». Esto juntamente con el Colegio Cardenalicio, lógicamente que hay muchos más, y con toda la Iglesia que también ayuda, y con la diócesis de Barcelona.

Este es mi sueño, hacer lo máximo para que él pueda realizar su misión, yo aportando mi pequeño grano de arena para su misión tan delicada, tan importante al servicio de la Iglesia extendida de Oriente a Occidente como sucesor de san Pedro. Y que lo pueda realizar con afecto, con comprensión, con eficacia. No le faltará nunca mi oración, no le faltará nunca mi afecto, como lo he tenido también con los anteriores santos padres.

Adviento: camino y pórtico / Autor: Fernando Pascual LC

El Adviento es como un camino. Inicia en un momento del año, avanza por etapas progresivas, se dirige a una meta.

Llega la invitación a ponernos en marcha. ¿Quién invita? ¿Desde dónde iniciamos a caminar? ¿Hacia qué meta hemos de dirigir nuestros pasos?

La invitación llega desde muy lejos. La historia humana comenzó a partir de un acto de amor divino: «Hagamos al hombre». El amor daba inicio a la vida.

Ese acto magnífico se vio turbado por la respuesta del hombre, por un pecado que significó una tragedia cósmica. Dios, a pesar de todo, no interrumpió su Amor apasionado y fiel. Prometió que vendría el Mesías.

La humanidad entera fue invitada a la espera. El Pueblo escogido, el Israel de Dios, recibió nuevos avisos, oteó que el Mesías llegaría en algún momento de la historia. El pasar de los siglos no apagó la esperanza. El Señor iba a cumplir, pronto, su promesa.

Esa invitación llega ahora a mi vida. También yo espero salir de mi pecado. También yo necesito sentir el Amor divino que me acompaña en la hora de la prueba. También yo escucho una voz profunda que me pide dejar el egoísmo para dedicarme a servir a mis hermanos.

¿Desde dónde comienzo este camino? Quizá desde la tibieza de un cristianismo apagado y pobre. Quizá desde odios profundos hacia quien me hizo daño. Quizá desde pasiones innobles que me llevan a caer continuamente en el pecado. Quizá desde la tristeza por ver tan poco amor y tantas promesas fracasadas.

La voz vuelve a llamar. En el desierto del mundo, en la soledad de la multitud urbana, en el silencio de la noche invadida por los ruidos, en las risas de una fiesta sin sentido... La voz pide, suplica, espera que dé un primer paso, que abra el Evangelio, que escuche la voz de Juan el Bautista, que abandone injusticias y perezas, que mira hacia delante.

El Salvador llega. Juan lo anuncia. La voz que suena en el desierto llega hasta nosotros: «El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está cerca; convertíos y creed en el Evangelio» (Mc 1,15-16).

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Fuente: Conoze.com

martes, 27 de noviembre de 2007

Los grandes temas de la Fe según San Pablo (II) / Autor: Hº Jaime Ruiz Castro CM

La Iglesia (Ef 2,19-22; Ef 4,1-16; 1Co 12; Hch 13):

 La Comunidad Cristiana de Efeso (Ef. 2,19-22): está llamada a ser Santa (Ef. 4,1) y fundamentada en los Apóstoles y en el grupo de profetas- Es el Espíritu Santo que derrama sus dones y el amor de Dios a toda la Comunidad que está configurada a imitación de Cristo (Ef. 4,17-24) y de María como Santa e Inmaculada (Ef. 5,21-32)

 El grupo de los profetas: No son de ningún clan familiar, han recibido este don en el Bautismo, al encontrase el bautizado abierto al don de Dios (Ef. 4,8; Hch. 19,1-6)

Los dones son concedidos por Cristo mediante su Espíritu a la Iglesia para su organización y santificación y el don de profecía consiste en hablar bajo la inspiración de Dios, sobre cosas pasadas, presentes o futuras, no consiste en dar visiones de catrástofes, de finales del mundo, sino consolidar, edificar a la Comunidad Cristiana, para que sea fiel a Cristo. El Apóstol Pablo prefiere que todo cristiano tenga el don de Profecía para que al Iglesia sea verdaderamente fiel al Señor. Canalizan la gracia de Cristo por medio de la Oración (Sacramentales).

En el grupo, cada uno tiene su función

En un grupo humano bien conjuntado, cada miembro tiene una función propia en relación con los otros. No es un número más. Todos necesitan de todos. Cada uno tiene su papel y en él sirve a los demás. Sin embargo, cuando cada cual se busca a sí mismo y no pone sus cualidades al servicio de los otros, sino que prescinde de ellos, el grupo se divide, se deteriora o desaparece.

En la comunidad de fe cada miembro tiene su función: Cristo es la cabeza y nosotros somos su cuerpo y cada miembro tiene su función dentro de la Iglesia de cara la Misión.

La Iglesia vive su fe en forma comunitaria, a veces en comunidades humanas pequeñas y siempre en comunión con la Iglesia universal. En la comunidad eclesial, como en un cuerpo, cada miembro tiene una función particular y propia, necesaria para el conjunto: "El cuerpo tiene muchos miembros, no uno solo. Si el pie dijera: no soy mano, luego no formo parte del cuerpo, ¿dejaría por eso de ser parte del cuerpo? Si el oído dijera: no soy ojo, luego no formo parte del cuerpo, ¿dejaría por eso de ser parte del cuerpo? Si el cuerpo entero fuera ojo, ¿cómo oiría? Si el cuerpo entero fuera oído, ¿cómo olería? Pues bien, Dios distribuyó el cuerpo y cada uno de los miembros como él quiso. Si todos fueran un mismo miembro, ¿dónde estaría el cuerpo? Los miembros son muchos, es verdad, pero el cuerpo es uno solo. El ojo no puede decir a la mano: no te necesito, y la cabeza no puede decir a los pies: no os necesito" (1 Co 12, 14-21).

Comunidad y carismas

En la comunidad de Corinto, la acción del Espíritu, Don de Dios por excelencia, había suscitado una abundante profusión de dones (carismas), que manifestaban la vitalidad de la Iglesia. Sin embargo, la actitud individual y exhibicionista de algunos miembros traía el peligro de sembrar la anarquía en la comunidad. Esto motiva la intervención de San Pablo en su primera carta a los Corintios (12-14).

Todo carisma procede del Espíritu

Ante este problema, San Pablo da unos criterios que tienen valor permanente. En primer lugar, recuerda que todo carisma procede del Espíritu, como de su fuente: "Hay diversidad de dones, pero un mismo Espíritu: hay diversidad de ministerios, pero un mismo Señor; y hay diversidad de funciones, pero un mismo Dios que obra todo en todos. En cada uno se manifiesta el Espíritu para el bien común. Y así uno recibe del Espíritu el hablar con sabiduría; otro, el hablar con inteligencia, según el mismo Espíritu. Hay quien por el mismo Espíritu recibe el don de la fe; y otro, por el mismo Espíritu, don de curar. A éste le han concedido hacer milagros; a aquél, profetizar. A otro, distinguir los buenos y malos espíritus. A uno la diversidad de lenguas; a otro, el don de interpretarlas. El mismo y único Espíritu obra todo esto, repartiendo a cada uno en particular como a él le parece." (1 Co 12, 4-11.)

Para el bien de la comunidad

Los carismas no se dan para poder etiquetarlos, catalogarlos, evaluarlos como un haber del que se tiene asegurada la posesión celosa. No se dan para uno mismo, sino para los demás: "En cada uno se manifiesta el Espíritu para el bien común" (1 Co 12, 7; cfr. 14, 12).

La importancia del carisma en relación con el servicio que presta

La importancia del carisma se establece según el servicio que presta a la comunidad. Así, por ejemplo, Pablo, supuesta la caridad, muestra especial preferencia por la profecía, proclamación de la Palabra de Dios: "Esmeraos en el amor mutuo; ambicionad también los dones del Espíritu, sobre todo el de profetizar. Mirad, el que habla en lenguas extrañas no habla a los hombres, sino a Dios, ya que nadie lo entiende; llevado del Espíritu dice cosas misteriosas. En cambio, el que profetiza habla a los hombres, construyendo, exhortando y animando. El que habla en lenguaje extraño se construye él solo, mientras que el que profetiza, construye la iglesia" (1 Co 14, 1-4)

La caridad supera a todos los carismas

El más alto de los dones comunicados por el Espíritu es el amor cristiano, la caridad. No se trata de una primacía relativa entre distintos dones que tienen todos ellos un determinado valor. Es la primacía de lo absoluto. Ese amor es el que hace que cualquier otro don, carisma, vocación, actividad o compromiso, tenga valor o sea nada: "Ya podría yo hablar las lenguas de los hombres y de los ángeles; si no tengo amor, no soy más que un metal que resuena o unos platillos que aturden. Ya podría tener el don de profecía y conocer todos los secretos y todo el saber; podría tener fe como para mover montañas; si no tengo amor, no' soy nada. Podría repartir en limosnas todo lo que tengo y aun dejarme quemar vivo; si no tengo amor, de nada me sirve. El amor es paciente, afable; no tiene envidia; no presume ni se engríe; no es mal educado ni egoísta; no se irrita, no lleva cuentas del mal; no se alegra de la injusticia, sino que goza con la verdad. Disculpa sin límites, cree sin límites, espera sin límites, aguanta sin límites. El amor no pasa nunca. ¿El don de profecía?, se acabará. ¿El don de lenguas?, enmudecerá. ¿El saber?, se acabará" (1 Co 13, 1-8).

El carisma es fruto de la vida de fe

El carisma es fruto de la vida de fe: nace cuando un miembro determinado de la Iglesia acoge la acción del Espíritu. "El Espíritu habita en la Iglesia y en el corazón de los fieles como en un templo (Cfr. 1 Co 3, 16; 6, 19), y en ellos ora y da testimonio de su adopción como hijos (Cfr. Ga 4, 6; Rin 8, 15-16.26). Guía la Iglesia a toda la verdad (Cfr. In 16, 13), la unifica en comunión y ministerio, la provee y gobierna con diversos dones jerárquicos y carismáticos y la embellece con sus frutos (Cfr. Ef 4, 11-12; 1 Co 12, 4; Ga 5, 22). Con la fuerza del Evangelio rejuvenece la Iglesia, la renueva incesantemente y la conduce a la unión consumada con su esposo" (LG 4). Los carismas, "tanto los extraordinarios como los más comunes y difundidos, deben ser recibidos con gratitud y consuelo, porque son muy adecuados y útiles a las necesidades de la Iglesia" (LG 12).

Acción carismática del Espíritu en la Iglesia

Los Santos Padres recogen, de muchas maneras, la acción carismática del Espíritu Santo en la Iglesia. Así San Ireneo, que relaciona la presencia eficaz del Espíritu con la maternidad de la Iglesia, comunidad de gracia: "Donde está la Iglesia, allí está el Espíritu de Dios y donde está el Espíritu de Dios allí está la Iglesia y la Comunidad de gracia. El Espíritu es la verdad. Por eso no participan de El quienes no son alimentados al pecho de la madre ni reciben nada de la pura fuente que mana del Cuerpo de Cristo" (S. Ireneo).

Diversidad de carismas

La vitalidad de la Iglesia se manifiesta en la plenitud de sus carismas. Donde el Espíritu actúa, brota la vida de fe en una constante actividad creadora. La Escritura no pretende darnos ,una enumeración exhaustiva de los carismas, aunque se refiere a ellos repetidamente (1 Co 12, 8 ss, 28 ss; Rm 12, 6 ss; Ef 4, 11; cfr. 1 P 4, 11). Sin embargo, es posible reconocer su diversidad a través de los diferentes servicios surgidos en el seno de la comunidad. Así ciertos carismas se refieren a distintos ministerios: apóstoles, profetas, doctores, evangelistas, pastores (1 Co 12, 28; Ef 4, 11). Otros se refieren a diversas actividades útiles a la comunidad: servicio, exhortación, obras de misericordia... Existen también carismas extraordinarios. El Nuevo Testamento atestigua su presencia llamativa en los comienzos de la Iglesia: expulsiones de demonios, curaciones, hablar en lenguas...

¿Por qué confesarse? / Autor: Eduardo Volpacchio

Un hecho innegable: la necesidad del perdón de mis pecados

Todos tenemos muchas cosas buenas…, pero al mismo tiempo, la presencia del mal en nuestra vida es un hecho: somos limitados, tenemos una cierta inclinación al mal y defectos; y como consecuencia de esto nos equivocamos, cometemos errores y pecados. Esto es evidente y Dios lo sabe. De nuestra parte, tonto sería negarlo. En realidad… sería peor que tonto… San Juan dice que "si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos y la verdad no está en nosotros. Si confesamos nuestros pecados, fiel y justo es El para perdonar nuestros pecados y purificarnos de toda injusticia. Si decimos que no hemos pecado, le hacemos mentiroso y su palabra no está en nosotros" (1 Jn 1, 9-10).

De aquí que una de las cuestiones más importantes de nuestra vida sea ¿cómo conseguir "deshacernos" de lo malo que hay en nosotros? ¿de las cosas malas que hemos dicho o de las que hemos hecho mal? Esta es una de las principales tareas que tenemos entre manos: purificar nuestra vida de lo que no es bueno, sacar lo que está podrido, limpiar lo que está sucio, etc.: librarnos de todo lo que no queremos de nuestro pasado. ¿Pero cómo hacerlo?

No se puede volver al pasado, para vivirlo de manera diferente… Sólo Dios puede renovar nuestra vida con su perdón. Y El quiere hacerlo… hasta el punto que el perdón de los pecados ocupa un lugar muy importante en nuestras relaciones con Dios.

Como respetó nuestra libertad, el único requisito que exige es que nosotros queramos ser perdonados: es decir, rechacemos el pecado cometido (esto es el arrepentimiento) y queramos no volver a cometerlo. ¿Cómo nos pide que mostremos nuestra buena voluntad? A través de un gran regalo que Dios nos ha hecho.

En su misericordia infinita nos dio un instrumento que no falla en reparar todo lo malo que podamos haber hecho. Se trata del sacramento de la penitencia. Sacramento al que un gran santo llamaba el sacramento de la alegría, porque en él se revive la parábola del hijo prodigo, y termina en una gran fiesta en los corazones de quienes lo reciben.

Así nuestra vida se va renovando, siempre para mejor, ya que Dios es un Padre bueno, siempre dispuesto a perdonarnos, sin guardar rencores, sin enojos, etc. Premia lo bueno y valioso que hay en nosotros; lo malo y ofensivo, lo perdona. Es uno de los más grandes motivos de optimismo y alegría: en nuestra vida todo tiene arreglo, incluso las peores cosas pueden terminar bien (como la del hijo pródigo) porque Dios tiene la última palabra: y esa palabra es de amor misericordioso.

La confesión no es algo meramente humano: es un misterio sobrenatural. Consiste en un encuentro personal con la misericordia de Dios en la persona de un sacerdote.

Dejando de lado otros aspectos, aquí vamos sencillamente a mostrar que confesarse es razonable, que no es un invento absurdo y que incluso humanamente tiene muchísimos beneficios. Te recomiendo pensar los argumentos… pero más allá de lo que la razón nos pueda decir, vale la pena acudir a Dios pidiéndole su gracia: eso es lo más importante, ya que en la confesión no se realiza un diálogo humano, sino un diálogo divino: nos introduce dentro del misterio de la misericordia de Dios.


Algunas razones por las que tenemos que confesarnos

- En primer lugar porque Jesús dio a los Apóstoles el poder de perdonar los pecados. Esto es un dato y es la razón definitiva: la más importante. En efecto, recién resucitado, es lo primero que hace: "Reciban el Espíritu Santo. A los que les perdonen los pecados, les quedarán perdonados, a los que no se los perdonen, les quedarán sin perdonar " (Jn 20, 22-23). Los únicos que han recibido este poder son los Apóstoles y sus sucesores. Les dio este poder precisamente para que nos perdonen los pecados a vos y a mí. Por tanto, cuando quieres que Dios te borre los pecados, sabes a quien acudir, sabes quienes han recibido de Dios ese poder.

Es interesante notar que Jesús vinculó la confesión con la resurrección (su victoria sobre la muerte y el pecado), con el Espíritu Santo (necesario para actuar con poder) y con los apóstoles (los primeros sacerdotes): el Espíritu Santo actúa a través de los Apóstoles para realizar en las almas la victoria de Cristo sobre el pecado y sobre la muerte.

- Porque la Sagrada Escritura lo manda explícitamente: "Confiesen mutuamente sus pecados" (Sant 5, 16). Esto es consecuencia de la razón anterior: te darás cuenta que perdonar o retener presupone conocer los pecados y disposiciones del penitente. Las condiciones del perdón las pone el ofendido, no el ofensor. Es Dios quién perdona y tiene poder para establecer los medios para otorgar ese perdón. De manera que no soy yo quien decide cómo conseguir el perdón, sino Dios el que decidió (hace dos mil años de esto…) a quién tengo que acudir y qué tengo que hacer para que me perdone. Entonces nos confesamos con un sacerdote por obediencia a Cristo.

- Porque en la confesión te encuentras con Cristo. Esto debido a que es uno de los siete Sacramentos instituidos por El mismo para darnos la gracia. Te confiesas con Jesús, el sacerdote no es más que su representante. De hecho, la formula de la absolución dice: "Yo te absuelvo de tus pecados" ¿Quien es ese «yo»? No es el Padre Fulano -quien no tiene nada que perdonarte porque no le has hecho nada-, sino Cristo. El sacerdote actúa en nombre y en la persona de Cristo. Como sucede en la Misa cuando el sacerdote para consagrar el pan dice "Esto es mi cuerpo", y ese pan se convierte en el cuerpo de Cristo (ese «mi» lo dice Cristo), cuando te confiesas, el que está ahí escuchándote, es Jesús. El sacerdote, no hace más que «prestarle» al Señor sus oídos, su voz y sus gestos.

- Porque en la confesión te reconcilias con la Iglesia. Resulta que el pecado no sólo ofende a Dios, sino también a la comunidad de la Iglesia: tiene una dimensión vertical (ofensa a Dios) y otra horizontal (ofensa a los hermanos). La reconciliación para ser completa debe alcanzar esas dos dimensiones. Precisamente el sacerdote está ahí también en representación de la Iglesia, con quien también te reconcilias por su intermedio. El aspecto comunitario del perdón exige la presencia del sacerdote, sin él la reconciliación no sería «completa».

- El perdón es algo que «se recibe». Yo no soy el artífice del perdón de mis pecados: es Dios quien los perdona. Como todo sacramento hay que recibirlo del ministro que lo administra válidamente. A nadie se le ocurriría decir que se bautiza sólo ante Dios… sino que acude a la iglesia a recibir el Bautismo. A nadie se le ocurre decir que consagra el pan en su casa y se da de comulgar a sí mismo… Cuando se trata de sacramentos, hay que recibirlos de quien corresponde: quien los puede administrar válidamente.

- Necesitamos vivir en estado de gracia. Sabemos que el pecado mortal destruye la vida de la gracia. Y la recuperamos en la confesión. Y tenemos que recuperarla rápido, básicamente por tres motivos:

a) porque nos podemos morir… y no creo que queramos morir en estado de pecado mortal… y acabar en el infierno.

b) porque cuando estamos en estado de pecado ninguna obra buena que hacemos es meritoria cara a la vida eterna. Esto se debe a que el principio del mérito es la gracia: hacer obras buenas en pecado mortal, es como hacer goles en "off-side": no valen, carecen de valor sobrenatural. Este aspecto hace relativamente urgente el recuperar la gracia: si no queremos que nuestra vida esté vacía de mérito y que lo bueno que hacemos sea inútil.

c) porque necesitamos comulgar: Jesús nos dice que quien lo come tiene vida eterna y quien no lo come, no la tiene. Pero, no te olvides que para comulgar dignamente, debemos estar libres de pecado mortal. La advertencia de San Pablo es para temblar: "quien coma el pan o beba el cáliz indignamente, será reo del cuerpo y sangre del Señor. (…) Quien come y bebe sin discernir el cuerpo, come y bebe su propia condenación" (1 Cor 11, 27-28). Comulgar en pecado mortal es un terrible sacrilegio: equivale a profanar la Sagrada Eucaristía, a Cristo mismo.

- Necesitamos dejar el mal que hemos hecho. El reconocimiento de nuestros errores es el primer paso de la conversión. Sólo quien reconoce que obró mal y pide perdón, puede cambiar.

- La confesión es vital en la luchar para mejorar. Es un hecho que habitualmente una persona después de confesarse se esfuerza por mejorar y no cometer pecados. A medida que pasa el tiempo, va aflojando… se «acostumbra» a las cosas que hace mal, o que no hace, y lucha menos por crecer. Una persona en estado de gracia -esta es una experiencia universal- evita el pecado. La misma persona en pecado mortal tiende a pecar más fácilmente.


Otros motivos que hacen muy conveniente la confesión

- Necesitamos paz interior. El reconocimiento de nuestras culpas es el primer paso para recuperar la paz interior. Negar la culpa no la elimina: sólo la esconde, haciendo más penosa la angustia. Sólo quien reconoce su culpa está en condiciones de liberarse de ella.

- Necesitamos aclararnos a nosotros mismos. La confesión nos "obliga" a hacer un examen profundo de nuestra conciencia. Saber qué hay «adentro», qué nos pasa, qué hemos hecho, cómo vamos… De esta manera la confesión ayuda a conocerse y entenderse a uno mismo.

- Todos necesitamos que nos escuchen. ¿En qué consiste el primer paso de la terapia de los psiquiatras y psicólogos sino en hacer hablar al "paciente"? Y te cobran para escucharte… y al "paciente" le hace muy bien. Estas dos profesiones han descubierto en el siglo XX algo que la Iglesia descubrió hace muchos siglos (en realidad se lo enseñó Dios). El decir lo que nos pasa, es una primera liberación.

- Necesitamos una protección contra el auto-engaño. Es fácil engañarse a uno mismo, pensando que eso malo que hicimos, en realidad no está tan mal; o justificándolo llegando a la conclusión de que es bueno, etc. Cuando tenemos que contar los hechos a otra persona, sin excusas, con sinceridad, se nos caen todas las caretas… y nos encontramos con nosotros mismos, con la realidad que somos.

- Todos necesitamos perspectiva. Una de las cosas más difíciles de esta vida es conocerse uno mismo. Cuando "salimos" de nosotros por la sinceridad, ganamos la perspectiva necesaria para juzgarnos con equidad.

- Necesitamos objetividad. Y nadie es buen juez en causa propia. Por eso los sacerdotes pueden perdonar los pecados a todas las personas del mundo… menos a una: la única persona a la que un sacerdote no puede perdonar los pecados es él mismo: siempre tiene que acudir a otros sacerdote para confesarse. Dios es sabio y no podía privar a los sacerdotes de este gran medio de santificación.

- Necesitamos saber si estamos en condiciones de ser perdonados: si tenemos las disposiciones necesarias para el perdón o no. De otra manera correríamos un peligro enorme: pensar que estamos perdonados cuando ni siquiera podemos estarlo.

- Necesitamos saber que hemos sido perdonados. Una cosa es pedir perdón y otra distinta ser perdonado. Necesitamos una confirmación exterior, sensible, de que Dios ha aceptado nuestro arrepentimiento. Esto sucede en la confesión: cuando recibimos la absolución, sabemos que el sacramento ha sido administrado, y como todo sacramento recibe la eficacia de Cristo.

- Tenemos derecho a que nos escuchen. La confesión personal más que una obligación es un derecho: en la Iglesia tenemos derecho a la atención personal, a que nos atiendan uno a uno, y podamos abrir el corazón, contar nuestros problemas y pecados.

- Hay momentos en que necesitamos que nos animen y fortalezcan. Todos pasamos por momentos de pesimismo, desánimo… y necesitamos que se nos escuche y anime. Encerrarse en sí mismo solo empeora las cosas…

- Necesitamos recibir consejo. Mediante la confesión recibimos dirección espiritual. Para luchar por mejorar en las cosas de las que nos confesamos, necesitamos que nos ayuden.

- Necesitamos que nos aclaren dudas, conocer la gravedad de ciertos pecados, en fin… mediante la confesión recibimos formación.


Algunos "motivos" para no confesarse

- ¿Quién es el cura para perdonar los pecados…? Sólo Dios puede perdonarlos

Hemos visto que el Señor dio ese poder a los Apóstoles. Además, permíteme decirte que ese argumento lo he leído antes… precisamente en el Evangelio… Es lo que decían los fariseos indignados cuando Jesús perdonaba los pecados… (puedes mirar Mt 9, 1-8).

- Yo me confieso directamente con Dios, sin intermediarios

Genial. Me parece bárbaro… pero hay algunos "peros"…
Pero… ¿cómo sabes que Dios acepta tu arrepentimiento y te perdona? ¿Escuchas alguna voz celestial que te lo confirma?
Pero… ¿cómo sabes que estás en condiciones de ser perdonado? Te darás cuenta que no es tan fácil… Una persona que robara un banco y no quisiera devolver el dinero… por más que se confesara directamente con Dios… o con un cura… si no quisiera reparar el daño hecho -en este caso, devolver el dinero-, no puede ser perdonada… porque ella misma no quiere "deshacerse" del pecado.

Este argumento no es nuevo… Hace casi mil seiscientos años, San Agustín replicaba a quien argumentaba como vos: "Nadie piense: yo obro privadamente, de cara a Dios… ¿Es que sin motivo el Señor dijo: «lo que atareis en la tierra, será atado en el cielo»? ¿Acaso les fueron dadas a la Iglesia las llaves del Reino de los cielos sin necesidad? Frustramos el Evangelio de Dios, hacemos inútil la palabra de Cristo."

- ¿Porque le voy a decir los pecados a un hombre como yo?

Porque ese hombre no un hombre cualquiera: tiene el poder especial para perdonar los pecados (el sacramento del orden). Esa es la razón por la que vas a él.

- ¿Porque le voy a decir mis pecados a un hombre que es tan pecador como yo?

El problema no radica en la «cantidad» de pecados: si es menos, igual o más pecador que vos…. No vas a confesarte porque sea santo e inmaculado, sino porque te puede dar al absolución, poder que tiene por el sacramento del orden, y no por su bondad. Es una suerte -en realidad una disposición de la sabiduría divina- que el poder de perdonar los pecados no dependa de la calidad personal del sacerdote, cosa que sería terrible ya que uno nunca sabría quién sería suficientemente santo como para perdonar… Además, el hecho de que sea un hombre y que como tal tenga pecados, facilita la confesión: precisamente porque sabe en carne propia lo que es ser débil, te puede entender mejor.

- Me da vergüenza...

Es lógico, pero hay que superarla. Hay un hecho comprobado universalmente: cuanto más te cueste decir algo, tanto mayor será la paz interior que consigas después de decirlo. Además te cuesta, precisamente porque te confiesas poco…, en cuanto lo hagas con frecuencia, verás como superarás esa vergüenza.

Además, no creas que eres tan original…. Lo que vas a decir, el cura ya lo escuchó trescientas mil veces… A esta altura de la historia… no creo que puedas inventar pecados nuevos…

Por último, no te olvides de lo que nos enseñó un gran santo: el diablo quita la vergüenza para pecar… y la devuelve aumentada para pedir perdón… No caigas en su trampa.

- Siempre me confieso de lo mismo...

Eso no es problema. Hay que confesar los pecados que uno ha cometido… y es bastante lógico que nuestros defectos sean siempre más o menos los mismos… Sería terrible ir cambiando constantemente de defectos… Además cuando te bañas o lavas la ropa, no esperas que aparezcan machas nuevas, que nunca antes habías tenido; la suciedad es más o menos siempre del mismo tipo… Para querer estar limpio basta querer remover la mugre… independientemente de cuán original u ordinaria sea.

- Siempre confieso los mismos pecados...

No es verdad que sean siempre los mismos pecados: son pecados diferentes, aunque sean de la misma especie… Si yo insulto a mi madre diez veces… no es el mismo insulto… cada vez es uno distinto… No es lo mismo matar una persona que diez… si maté diez no es el mismo pecado… son diez asesinatos distintos. Los pecados anteriores ya me han sido perdonados, ahora necesito el perdón de los "nuevos", es decir los cometidos desde la última confesión.

- Confesarme no sirve de nada, sigo cometiendo los pecados que confieso...

El desánimo, puede hacer que pienses: "es lo mismo si me confieso o no, total, nada cambia, todo sigue igual". No es verdad. El hecho de que uno se ensucie, no hace concluir que es inútil bañarse. Uno que se baña todos los días… se ensucia igual… Pero gracias a que se baña, no va acumulando mugre… y está bastante limpio. Lo mismo pasa con la confesión. Si hay lucha, aunque uno caiga, el hecho de ir sacándose de encima los pecados… hace que sea mejor. Es mejor pedir perdón, que no pedirlo. Pedirlo nos hace mejores.

- Sé que voy a volver a pecar... lo que muestra que no estoy arrepentido

Depende… Lo único que Dios me pide es que esté arrepentido del pecado cometido y que ahora, en este momento quiera luchar por no volver a cometerlo. Nadie pide que empeñemos el futuro que ignoramos… ¿Qué va a pasar en quince días? No lo sé… Se me pide que tenga la decisión sincera, de verdad, ahora, de rechazar el pecado. El futuro déjalo en las manos de Dios…

- Y si el cura piensa mal de mi...

El sacerdote está para perdonar… Si pensara mal, sería un problema suyo del que tendría que confesarse. De hecho siempre piensa bien: valora tu fe (sabe que si estás ahí contando tus pecados, no es por él… sino porque vos crees que representa a Dios), tu sinceridad, tus ganas de mejorar, etc. Supongo que te darás cuenta de que sentarse a escuchar pecados, gratis -sin ganar un peso-, durante horas, … si no se hace por amor a las almas… no se hace. De ahí que, si te dedica tiempo, te escucha con atención… es porque quiere ayudarte y le importas… aunque no te conozca te valora lo suficiente como para querer ayudarte a ir al cielo.

- Y si el cura después le cuenta a alguien mis pecados...

No te preocupes por eso. La Iglesia cuida tanto este asunto que aplica la pena más grande que existe en el Derecho Canónico -la ex-comunión- al sacerdote que dijese algo que conoce por la confesión. De hecho hay mártires por el sigilo sacramental: sacerdotes que han muerto por no revelar el contenido de la confesión.

- Me da pereza...

Puede ser toda la verdad que quieras, pero no creo que sea un obstáculo verdadero ya que es bastante fácil de superar… Es como si uno dijese que hace un año que no se baña porque le da pereza…

- No tengo tiempo...

No creo que te creas que en los últimos ___ meses… no hayas tenidos los diez minutos que te puede llevar una confesión… ¿Te animas a comparar cuántas horas de TV has visto en ese tiempo… (multiplica el número de horas diarias que ves por el número de días…)?

- No encuentro un cura...

No es una raza en extinción, hay varios miles. Toma la guía de teléfono (o llama a información). Busca el teléfono de tu parroquia. Si ignoras el nombre, busca por el obispado, ahí te dirán… Así podrás saber en tres minutos el nombre de un cura con el que te puedes confesar… e incluso pedirle una hora… para no tener que esperar.

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Fuente: Fluvium.org