jueves, 13 de septiembre de 2007
Carta a Dios de Josefina, Prostituta
Dios mío:
Aunque ya tengo 75 años y estoy a punto de juntarme contigo, sé que tú me conoces desde antes de nacer y sabes los problemas que pasó mi madre, que era una niña de quince años que, de pronto, se dio cuenta de su embarazo, y cuando se lo contó a sus padres la echaron de casa, y el novio, que era bastante mayor que ella, no quiso saber tampoco nada de mí, así que la pobrecita nada más dar a luz me tuvo que dejar en la beneficencia.
Y tú, Dios, sabes lo duro que es criarse en colegios de niños pobres, que no teníamos padres. Aunque el recuerdo más antiguo que tengo del colegio es que estuve nueve o diez años sin volver a ver a mi madre... No iba a verme nadie. Y las monjas, que las había de todo, dulces y secas, no se hacían conmigo, porque yo lloraba mucho de pena y cerraba los ojos y me parecía ver la cara de mi madre, y se ve que, por la pena, me hacía pis en la cama, y más que se enfadaban las monjas y me mandaban a clase con las sábanas meadas, puestas alrededor del cuello, para que los otros niños se rieran, y, claro, también me tenían asco, y no me extraña. Yo creo que por eso siempre que hablo me pongo la mano en la boca, para no molestar a nadie con mi olor, porque entonces los niños se alejaban todos de mí, porque olía mal.
Mi madre era una pobre niña analfabeta que me abandonó porque no sabía qué hacer conmigo ni con su vida, pero yo estoy segura de que, si ella hubiera tenido posibles, me habría criado como una buena madre. Pero, después de dejarme a mí, ya todo fue de mal en peor, y el niño que tuvo con mi padrastro se lo dejó a unos vecinos, que lo tuvieron que traer también a mi colegio, porque mi madre no aparecía, y las monjas pensaron en darlo en adopción. Por eso, cuando yo preguntaba por él, no me dejaban juntarle, ni me querían decir que era mi hermano, pero todas las niñas del pueblo lo sabían muy bien, y yo le buscaba por todos los rincones.
Y cuando me castigaban más fuerte, que me metían con las sábanas meadas en la habitación de las cajas de muerto, pero sin muerto, yo lloraba tanto y te pedía que me muriera allí mismo o que apareciera mi madre. Tú lo entenderás, seguro, porque para una niña es muy duro no tener a su madre ni ser la preferida de ninguna monja... Y yo no sé cómo podía hacerlo, pero trepaba por la pared, como una gatita, hasta la ventana para llamar a mi madre, y a veces se asomaba mi hermano... y ya me quedaba contenta con su cara en el pensamiento. Decían que yo iba a ir al infierno, por mala, pero yo pensaba que peor que allí no se podía estar en ninguna parte, y me imaginaba tu cara de Dios y la de tu madre, que estaba en la capilla, y me quedaba tranquila y dormidita, como si ella me cogiera en sus brazos, porque ella sabía bien que yo lo que necesitaba era el amor de una madre. ¿A qué tú no te enfadabas porque yo mirara para atrás en la capilla, y no era para castigarme tanto por eso? Perdona si te molesté, pero yo no es que no tenga interés por ti, que lo tengo, y mucho, desde siempre, pero es que era muy niña y me aburría.
Mi madre decía que las monjas eran muy buenas porque dejaron que mi hermano naciera en la beneficencia, yrecogían a todos los viejos y niños abandonados. Y sí que las había de todo, buenas y un poco menos, pero cariñosas conmigo no lo fueron nunca. Decían que yo soy una desabrida, y debe de ser verdad, porque toda la vida me lo ha dicho todo el mundo. Y ahora que ya soy vieja es normal, Dios, que sea todavía más seria o tenga cara de amargada.
Pero tú siempre has estado a mi lado, y cuando tuve diecisiete años y tuve que marcharme del colegio, mi madre, que era una trabajadora decente, ni prostituta ni nada, que no podía casarse por la Iglesia con mi padrastro por tener una hija de soltera, volvió a buscarme y me llevó a una casa a servir. Aquello fue tan difícil con aquel militar que me decía: «Pepa, quítame las botas», «Pepa, tráeme un vaso de vino», «Pepa, más rápido»... Era como mi dueño, y su lengua era igual que un látigo, así que me marché a otra casa, y luego a otra, y los señores eran, no como ahora, muy exigentes y duros, y yo no sabía hacer nada de una casa, y me regañaban y me pegaban y me hacían otras cosas que no puedo contar... y sin decirle nada a mi madre, que tampoco tenía tiempo para ocuparse de mis cosas, que bastantes penas tenía con las suyas, me fui a las monjas del servicio doméstico, que me ayudaron, hasta que me encontré con otra del colegio que me llevó a su pensión y me dijo que a ella todo le iba muy bien y tenía dinero para vivir...
Ahí fue lo más difícil de todo, cuando yo, que era una niña, tuve que trabajar en la prostitución para poder pagarme la pensión, y tenía que hacer todas las cosas que los hombres me pedían, y se enfadaban conmigo porque era sosa, y me pegaban y me echaban y pedían que fuera otra... así que la dueña de la pensión me enseñó que había que sonreír siempre a los clientes, que me comiera mis lágrimas, que ellos pagaban para divertirse y... aprendí a no enseñar a nadie lo que tenía por dentro y a hacer cosas que nunca me atrevería a contar a nadie, pero que solo tú, Dios, las sabes perfectamente, porque estabas siempre a mi lado, y a mí me gustaba ponerme una estampa en la ropa interior para recordarte aun en los momentos más difíciles y con los clientes más extraños. Siempre te he pedido ayuda y siempre me la has dado. Estoy segura de que, cuando estaba en aquel infierno y empecé a beber para soportarlo, tú estabas a mi lado ayudándome para que no me quitara la vida, que era lo que me venía una y otra vez a la cabeza.
Como estuve tantos años bebiendo y prostituyéndome, nunca quise volver al pueblo en que nací ni conocer a nadie de allí, para no manchar la vida de mi madre, a la que, pobrecita, vi poco antes de morir y pude cerrarle los ojos y enterrarla, sin decirle nunca cuánto la quería, pero se lo di a demostrar. Nunca se me quitó la cara de tristeza y amargura, me lo decían los clientes y las señoras de las pensiones, que te explicaban cómo te tenías que portar para que se fueran contentos. Yo nunca supe si fui de las caras o de las baratas. Tampoco entendí por qué me echaban de la habitación y pedían otra más simpática.
Señor, no entiendo cómo no me acuerdo de lo que comí ayer y me acuerde tan bien de todas estas cosas que me pasaron de niña o de joven. Y todavía se me escapan las lágrimas al recordarlo. Yo siempre he creído en ti, y por eso nunca he hecho mal a nadie, más que cuando me enfado demasiado, porque ya sabes que cogí aquella enfermedad de un cliente y desde entonces tengo el cuerpo mal y la cabeza aún peor, pero no soy mala persona.
A mí, en realidad, no me ha querido nunca nadie en la vida. El Vasco, a su manera, me quiso. Como era el hijo de la jefa de la pensión, tenía que echarnos la bronca, pero conmigo siempre se portó como un señor. Y yo le entregaba todo lo que ganaba y me protegía y me daba cariño. Y yo le quería con toda el alma. Se murió y ese no hizo nuncamal a nadie, y seguro que está contigo, aunque si dicen que no hay infierno ni purgatorio, que ya sufrimos aquí bastante, seguro que mi madre está contigo y mis hermanos y... poca gente más que yo haya querido también. Y me esperarás a mí, para que me junte contigo y con mi madre, y se me quitará la cara de amargura que tengo y me pondré contenta para siempre.
Ahora he aprendido, con gente instruida, que siempre he sido una marginada. Tú sabes, Dios, que a mí nunca me gustó esa profesión y ni he sido feliz ni he podido hacer feliz a nadie. Y menos mal que no he tenido hijos, que otras compañeras sufren mucho echándoles de menos cuando ven a jóvenes en el autobús y se imaginan que pueden ser los hijos que les quitaron y viven en una institución o en otra familia... eso sí que debe de doler... y yo no tengo esa pena, que creo que es la única que me falta.
Uno de mis recuerdos agradables es el Vasco, y cada aniversario de su muerte le echo un cartón de vino por la tumba, porque le gustaba mucho beber, y pienso que, si se entera, que por lo menos vea que le sigo queriendo, que fue el hombre de mis sueños. El se casó y tuvo su felicidad, que era lo que yo quería para él, lo mejor. Y el peor recuerdo que tengo es cuando un médico me dijo que había estado embarazada, pero que ya se había estropeado todo...
No tuve que abortar, pero con esta pena se fue mi instinto de madre y de mujer.
Entonces eran malos tiempos, los hombres te pegaban, te intentaban robar, te podían hacer lo que quisieran, y encima la prostitución estaba perseguida, así que los policías también te podían hacer lo que quisieran y tú te tenías que callar a todo. Yo creo, Señor, que no pecaba, que pecado es hacer daño a alguien, y yo nunca se lo he hecho más que a mí misma... y tú no estarás enfadado conmigo, porque ya sabes que no sabía qué otra cosa podría hacer.
Ahora todo ha cambiado. Me han dado una casa para vivir con otra mujer —un estudio le llaman—, pero yo creo que, como soy tan rara, no puedo vivir con nadie, así que será mejor que espere a que se me acabe la vida en la pensión. No me tratan muy bien, porque además soy un poco cascarrabias, porque mi cabeza no anda bien, pero me molesta que entren a mi habitación y me la registren. El otro día mi Niño Jesús, ese en el que tú estás de pequeño en una piel de borreguito, me lo habían cambiado de sitio, y me enfadé mucho. Yo sé que no es fácil vivir conmigo, por eso es mejor que no coja el estudio ese que me dan del ayuntamiento.
Hace unos años estuve yendo a unos talleres en los que enseñaban a mujeres de la calle a ser más personas, a coser, a quererse más a sí mismas y a llevarse mejor con los otros, y lo pasé muy bien, porque fue el tiempo de mi vida en que alguien me preguntaba por mi salud, se acordaba de mi cumpleaños o le importaba a alguien, pero a los cinco años te tenías que marchar a la fuerza... y fue una pena. Tuve que volver a las mismas.
Tengo suerte porque encuentro comedores donde desayunar y comer, y así me paso el día entre los transportes y hablar con unos y otros, que están igual de mal. Y ahora que han venido tantos de fuera y no tienen de nada, esto está muy difícil, y hay que hacer colas muy largas. Pero te dan muy bien de comer por nada. Paso muchas horas en la habitación, pero cuando más me acuerdo de hablar contigo es por las noches. No sé por qué será, y entonces lloro, y hablo con tu madre, porque tú sabes mi verdad del todo.
También me gusta ir a una iglesia y hablar contigo, pero no comulgo, que me gustaría, porque sería un sacrilegio hacerlo sin confesar, así que, ya sabes, te pido que me des un par de añitos más para que me dé tiempo a ponerme a bien contigo. Llevo en mi cartera tu foto, y ya sabes tú bien que me gusta mucho hablarte, como esta mañana, cuando estaba en la cola de las entradas de toros, para que un señor las revenda, me he pasado el rato hablando contigo y pidiéndote por todos los borrachínes y gente como yo que andaba en la misma cola. Tú nos conoces bien a todos. Tú eres el rey de los reyes y el juez de los jueces, pero sé muy bien que tú eres misericordioso, y yo creo que no nos vas a castigar.
Hoy quiero darte las gracias por todo lo que me has ayudado siempre, y te pido que sigas a mi lado hasta que sea el final. No me dejes sola ni un momento, por favor, te lo pido, Dios.
En "50 Cartas a Dios". PPC
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario