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lunes, 17 de septiembre de 2007

Perdón / Autor: P. Jesús Higueras


"Pero yo os digo a los que me escucháis: Amad a vuestros enemigos, haced bien a los que os odien, bendecid a los que os maldigan, rogad por los que os difamen. Al que te hiera en una mejilla, preséntale también la otra; y al que te quite el manto, no le niegues la túnica. A todo el que te pida, da, y al que tome lo tuyo, no se lo reclames. Y lo que queráis que os hagan los hombres, hacédselo vosotros igualmente. Si amáis a los que os aman, ¿qué mérito tenéis? Pues también los pecadores aman a los que les aman. Si hacéis bien a los que os lo hacen a vosotros, ¿qué mérito tenéis? ¡También los pecadores hacen otro tanto!" (Lc 6, 27-33)

Cuando vemos en la televisión escenas dramáticas, surge de un modo espontáneo la compasión hacia las personas que sufren un daño. Pero cuando ese sufrimiento está motivado por personas concretas, desalmadas y crueles, junto a la compasión por las víctimas surge la rabia, la ira y el deseo que los culpables reciban un grave daño.

Cuando el Señor nos llama a amar a los enemigos, a ser comprensivos, a no condenar, no significa una invitación a ser blandos, cobardes y tontos. Todo lo contrario. Solo el fuerte, el valiente, el justo es capaz de sobreponerse a las emociones que le embargan y actuar, incluso con el deseo, de un modo humano y ecuánime.

Todos sabemos que el verdadero amor, también el amor a los enemigos, se fundamenta en la justicia; de tal modo que sin justicia no puede darse el amor verdadero. Justicia y amor se necesitan mutuamente.

Por eso, el evangelio nos llama a no condenar, a no juzgar, a ser compasivo y esto no es una utopía, sino un modo de ser, que tanta gente buena a lo largo de los siglos ha sido capaz de realizar.

No podemos ser como aquellos que nos hacen daño, no podemos permitir que el odio, la ira y el rencor aniden en nuestro corazón, hasta que lo envenenan y retuerzan, de tal modo que al final recibiríamos un doble daño: el que nos hicieron en el fuero externo y el que nos siguen haciendo en el fuero interno.

El cristiano es el hombre del perdón, que diariamente se libera de sus rencores, pues al mirar a Aquél que en la cruz perdonó a sus verdugos, se siente capaz de superar su rabia y dolor, y junto a incontables generaciones de mártires (anónimos muchos de ellos), es capaz de decir a aquellos que le hacen daño: “ No insistas, hay un santuario dentro de mí, más íntimo que yo mismo en el que tú y tu crueldad no podéis entrar. Ese santuario está limpio y desde él te perdono, te deseo el bien, que te des cuenta del daño que haces, que rectifiques, que dejes de renunciar a tu propia dignidad y que vuelvas a ser aquello para lo que recibiste la vida: autor del bien.

Todos deberíamos preguntarnos como vivimos diariamente la Buena Noticia del perdón y de la compasión. La pregunta es muy sencilla: ¿A quién deseo el daño ó a quién se lo estoy haciendo? Con mis críticas, con mi ira ó intolerancia ante sus defectos, ó con mi distanciamiento. Y veremos como el perdón hay que vivirlo primero en la familia, donde tantas veces hay rencores: hermanos que no se hablan por supuestos repartos de beneficios; hijos que sus padres les dan de todo y cuando reciben un “no”, se soliviantan y enfurecen contra ellos; esposos que al no ponerse de acuerdo, optan por la incomunicación y la indiferencia. Y es que el perdón abarca todos los ámbitos de las relaciones humanas (familia, trabajo, ocio, etc...), de tal modo que un mundo sin perdón supondría un regreso a la jungla, un volver a imperar la ley del más fuerte, del más duro. Necesitamos perdonar. Que sea esta nuestra súplica. ¡Señor, ayúdame a no guardar rencor! ¡Enséñame a perdonar!

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