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viernes, 14 de septiembre de 2007

La Paradoja de la Oración / Autor: Henri Nouwen


La paradoja de la oración es que hemos aprendido cómo orar, cuando en realidad la oración es un don gratuito. Esta paradoja nos aclara por qué la oración es el sujeto de tantas afirmaciones aparentemente tan contradictorias.

Todos los grandes santos de la historia y los directores espirituales afirman que tenemos que aprender a rezar, puesto que la oración es nuestra primera obligación tanto como nuestra exigencia interior más fuerte- Se han escrito bibliotecas enteras sobre cómo orar. Muchos hombres y mujeres han intentado articular las diferentes formas y niveles de sus experiencias impresionantes y han animado a sus lectores a seguir sus caminos. Nos recuerdan repetidamente las palabras de san Pablo: “Orad sin interrupción” (1 Tes 5, 17), y a menudo nos ofrecen instrucciones muy trabajadas sobre cómo desarrollar una relación íntima con Dios. Incluso encontramos diferentes escuelas de oración y argumentos a favor de una u otra escuela.

Una de esas escuelas o tradiciones es el “hesicasmo” (de la palabra griega hesychia = respuesta). Teófanes el Eremita, es un “hesicasta” ruso del siglo diecinueve, nos ofrece un hermoso ejemplo de una orientación sobre la oración cuando escribe:

“Sigue siempre tu propia regla, encontrada y trabajada por ti, para estar con tu Señor. Guarda tu mente en tu corazón y no dejes a tus pensamientos que vagabundeen a su gusto. Todas las veces que lo hagan, hazles volver y guárdalos en casa, en el armario de tu corazón y deléitate en la conversación con el Señor” (1).

No hay duda de que Teófanes, y con él todos los grandes escritores sobre espiritualidad, considera que una seria disciplina es esencial para llegar a una relación de intimidad con Dios. Para ellos, la oración, sin un esfuerzo duro y continuado, no vale la pena ni que se intente. De hecho, algunos autores de libros de espiritualidad han relatado sus esfuerzos para orar con detalles de tal viveza y concreción que, a menudo, dejan a los lectores con la impresión errónea de que pueden alcanzar un nivel de oración esforzándose al máximo y con una perseverancia a toda prueba. Esta impresión ha creado muchas desilusiones, ya sentidas por muchos. Después de grandes esfuerzos en el trabajo de la oración, han comprobado que estaban más lejos de Dios que cuando empezaron.

Pero los mismos santos y guías de vida espiritual, que hablan sobre la disciplina de la oración, también nos recuerdan que la oración es un don de Dios. Dicen que no podemos orar verdaderamente por nosotros mismos, solos, sino que es el espíritu de Dios el que ora en nosotros. San Pablo lo dice muy claramente: “Nadie puede decir que Jesús es el Señor si no es bajo la influencia del Espíritu Santo” (1 Cor 12, 3). No podemos forzar a Dios a entrar en relación con nosotros. Dios viene a nosotros por propia iniciativa, y no como efecto de la disciplina, del esfuerzo o de la práctica ascética. Esto no le obliga a venir a nosotros. Todos los místicos insisten con una unanimidad impresionante en que la oración es una gracia, es decir, un don gratuito de Dios, al que podemos responder solamente con gratitud. Pero se apresuran a añadir que este don precioso está a nuestro alcance. En Jesucristo, Dios ha entrado en nuestras vidas en la forma más íntima, de tal manera que nosotros podamos entrar en su vida por medio del Espíritu. Éste es el significado de las impresionantes palabras que Jesús dijo a sus apóstoles la víspera de su muerte: “Debo deciros la verdad. Os conviene que yo me vaya, porque si no me voy, el Abogado (el Espíritu) no vendrá a vosotros. Pero si yo me voy, os lo enviaré” (Jn 16, 7). En Jesús, Dios se hizo uno de nosotros para conducirnos por medio de Jesús hacia la intimidad de su vida diaria. Jesús vino a nosotros para ser como nosotros y permitirnos convertirnos en lo que Él es. Dándonos su Espíritu, su aliento, se hizo más cercano a nosotros de lo que somos nosotros mismos. Por medio de este aliento de Dios podemos llamarle Abba, Padre, y se nos ocrece la posibilidad de participar en la misteriosa y divina relación entre el Padre y el Hijo. Por tanto, rezar en el Espíritu de Jesucristo significa participar en la vida íntima de Dios mismo.

Thomas Merton escribe:

“La unión del cristiano con Cristo… es una unión mística en la que el mismo Cristo se convierte en fuente y principio de vida en mí. Cristo mismo… “respira” en mí de forma divina al darme su Espíritu”.(2)

Probablemente no hay imagen que exprese tan bien la intimidad con Dios en la oración como la imagen del aliento de Dios. Somos como la imagen del aliento de Dios. Somos como gente asmática curada de su respirar angustioso. El Espíritu nos ha liberado de nuestra estrechez (la palabra latina para ansiedad es angustia = estrechez) y abre nuevas vías en nosotros. Recibimos un nuevo aliento, una nueva libertad, una nueva vida. Esta nueva vida es la vida de Dios mismo. La oración es el aliento de Dios en nosotros, por el que entramos a formar parte de la intimidad de la vida de Dios y por la que renacemos.

La paradoja de la oración es que nos exige un serio esfuerzo cuando a fin de cuentas es un don. No podemos planificar, organizar o manipular a Dios. Pero sin una disciplina cuidadosa, tampoco podemos recibirlo. Esta paradoja nos obliga a mirar más allá de los límites de nuestra existencia mortal. En el grado en que hayamos sido capaces de librarnos de nuestra ilusión de inmortalidad y hayamos llegado a la plena realización de nuestra frágil condición mortal, podemos alcanzar en libertad al creador y recreador de la vida, y responder a sus dones con gratitud.

La oración está considerada a menudo como una debilidad, un sistema de apoyo, del que nos servimos cuando ya no podemos ayudarnos a nosotros mismos. Pero es sólo verdad cuando el Dios de nuestras oraciones está creado a nuestra imagen y adaptado a nuestras necesidades y preocupaciones. Pero cuando la oración nos hace alcanzar a Dios, no en nuestros términos, sino en los suyos, entonces nos libera de las preocupaciones por nosotros mismos, nos anima a abandonar el campo familiar t nos reta a entrar en un nuevo mundo que no puede ser contenido dentro de los límites estrechos de nuestra mente o de nuestro corazón. La oración es una gran aventura porque el Dios con el que entramos en una nueva relación es mayor que nosotros y desafía todos nuestros cálculos y predicciones. El paso de la ilusión a la oración es difícil de dar, puesto que nos lleva de las falsas seguridades a las verdaderas incertidumbres de un fácil sistema de apoyo al peligro que nos rodea y de los muchos dioses seguros al Dios cuyo amor no tiene límites.


NOTAS:
(1) Khariton (ed), The Arto f Prayer, London, Faber and Faber, 1966, p. 119.
(2) Thomas Merton, New Seeds of Contemplation, News Cork, New Directions, 1961, p159.

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