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jueves, 27 de septiembre de 2007

Ser elegidos / Autor: Henri Nouwen

Cuando sé que he sido elegido, soy consciente de que se me ha visto como a una persona especial. Alguien se ha fijado en mí en mi calidad de persona única, y ha expresado el deseo de conocerme, de amarme. Cuando te escribo esto de que, como amados, somos los elegidos de Dios, quiero decir que hemos sido vistos por Dios desde toda la eternidad, y vistos como únicos, especiales, unos seres valiosísimos. Desde toda la eternidad, antes de haber nacido y de haberte convertido en parte de la historia, existías en el corazón de Dios. Mucho antes de que tus padres te admiraran, y de que tus amigos reconocieran tus dones, o tus maes­tros, o tus compañeros de trabajo y empleados te ani­maran, ya eras un elegido. Los ojos del amor te habían visto como muy valioso, de una belleza infinita, de un valor eterno. Cuando el amor elige, lo hace con un per­fecto conocimiento de la bondad única del elegido, y lo hace, consiguiendo al mismo tiempo que nadie se sienta excluido.
Nos enfrentamos aquí a un gran misterio de orden es­piritual: ser el elegido no significa que los otros sean re­chazados. Es muy difícil pensar así en un mundo tan competitivo como el nuestro. En este mundo, ser elegido significa simplemente ser colocado aparte, en contraste con otros. Sabes hasta qué punto en nuestra sociedad competitiva los elegidos son mira­dos con una atención especial.

Ser elegido como amado de Dios es algo radicalmente distinto. En vez de excluir a los demás, los incluye. En vez de rechazar a los demás como menos valiosos, los acepta en su realidad única. No se trata de una elección com­petitiva, sino compartida. ¿Cómo concienciarnos de nuestra condición de ele­gidos cuando estamos rodeados de rechazos? Este hecho conlleva una fuerte lucha espiritual. ¿Hay algo que nos pueda ayudar en esta lucha? Voy a formular unos pocos medios.

Primero, tienes que desenmascarar al mundo que te rodea; hacerle patente en su condición de manipulador, dominador, ansioso de poder, y, a la larga, destructor. El mundo te dice muchas mentiras sobre quién eres. Sé realista y no pierdas de vista nunca esto. Siempre que te sientas herido, ofendido, o rechazado, tienes que atre­verte a decirte a ti mismo: «Estos sentimientos, aunque sean fuertes, no me dicen la verdad sobre mí mismo. La verdad, aunque en estos momentos no la sienta, es que soy un hijo elegido de Dios, precioso a sus ojos, llamado el amado desde toda la eternidad y a salvo en su abrazo eterno».

En segundo lugar, debes buscar personas y lugares en los que tu verdad sea dicha, y donde se te recuerde tu identidad más profunda como elegido de Dios. Sí, de­bemos optar conscientemente por nuestra condición de elegidos, y no permitir que nuestras emociones, senti­mientos o pasiones nos seduzcan y nos lleven al auto-menosprecio. Las sinagogas, las iglesias, muchas co­munidades de fe, los diferentes grupos de apoyo que nos ayudan en nuestros momentos de debilidad, como son la familia, los amigos, los profesores, los estudiantes, to­dos ellos pueden convertirse en personas que nos re­cuerden nuestra verdad. El amor limitado, a veces roto, de los que comparten nuestra condición humana, es ca­paz, a menudo, de orientarnos hacía la verdad de lo que somos: preciosos a los ojos de Dios. Esta verdad no bro­ta simplemente del centro de nuestro ser. Ha sido reve­lada también por el Uno que nos ha elegido. Por eso debemos estar atentos y a la escucha de muchos hom­bres y mujeres a lo largo de la historia. A través de sus palabras y de sus vidas nos invitan a volver al corazón de esa verdad.

En tercer lugar, debemos celebrar nuestra condición de elegidos constantemente. Eso significa decir gracias a Dios incansablemente por habernos elegido, y gracias por recordarnos su elección. La gratitud es el camino más fructífero para profundizar en tu convicción de que no has sido un accidente, sino una elección divina. Es importante que nos demos cuenta de con cuánta fre­cuencia hemos tenido posibilidades de ser agradecidos y no las hemos aprovechado. Cuando alguien es amable con nosotros, cuando algo nos sale bien, cuando se nos resuelve un problema, cuando se restablece una amis­tad, se cura una herida, hay razones muy concretas para dar las gracias, ya sea con palabras, con flores, con una carta, con una llamada telefónica, con un gesto de ca­riño. Donde hay motivos para ser agradecido, siem­pre los hay también para la amargura. Aquí nos enfren­tamos con la libertad de tomar una decisión. Podemos decidir ser agradecidos o amargados, reconocer nuestra condición de elegidos, o enfocar nuestra mirada hacia nuestro lado sombrío.

Cuando afirmamos constantemente la verdad de ser los elegidos, pronto descubrimos dentro de noso­tros un vivo deseo de revelar a los demás su propia con­dición de elegidos. En vez de hacernos sentir que somos mejores, más preciosos o más valiosos que los otros, nuestra conciencia de ser elegidos abre nuestros ojos a la realidad de la elección compartida con los demás.

Este es el gran gozo de ser elegido: descubrir que los demás lo han sido también. En la casa de Dios hay mu­chas moradas. Hay sitio para todos, un sitio único, es­pecial. Una vez que hemos profundizado en nuestra con­dición de seres valiosísimos a los ojos de Dios, somos capaces de reconocer esa misma cualidad en los demás, y su sitio único en el corazón de Dios.

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