Señor, ayúdame a ser un cristiano
tan consciente, que me dé cuenta
de mis propias limitaciones;
tan valiente, que no me hunda
ante las inevitables dificultades de la vida;
y tan humilde que llegue a descubrir
que, sin Ti, nunca sabré llevar
mi cruz de cada día.
Haz, Señor, que cuando me llegue
el dolor o la prueba, no la mire nunca
como un castigo que Tú me envías,
sino como una oportunidad que me brindas
de poder demostrarte que mi amor
es serio y que soy consecuente
con la fe que profeso.
Que el dolor, Señor,
me haga cada vez más maduro,
como persona y como cristiano;
que me haga más comprensivo con los demás;
que me haga más amable, más tierno
y más humano; que cuando el dolor
llegue a mi puerta, lejos de hacerme
el mártir o de tomar actitudes
de víctima propiciatoria, sepa repartir
paz y alegría en medio de los que me rodean.
Amén.
El Reino de Dios no debemos hacerlo apoyados en nuestras fuerzas, sabiduría y cualidades, ni en técnicas y estrategias humanas, sino en el nombre de Jesús y en Su fuerza. Porque no es tarea humana, sino sobrenatural. Por eso, cuando nuestro trabajo apostólico no da fruto, ¿no será que nos apoyamos más en nuestras fuerzas que en las de Jesús, que las hacemos más en nuestro nombre que en el Su yo? ¿No será que, en vez de orar y pedir la ayuda y luz del Señor, nos preocupan más –y a veces sólo- las estrategias, técnicas y métodos humanos? San Agustín aconsejaba: “Antes de permitir a la lengua que hable, el apóstol debe elevar a Dios su alma sedienta, con el fin de dar lo que hubiere bebido y esparcir aquello de que la haya llenado”. Señor, que no olvide que el Reino es tu obra, no la mía, y sin contar contigo nada lograré.
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