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Bienvenido a Escuchar y a Dar

Este blog, no pretende ser un diario de sus autores. Deseamos que sea algo vivo y comunitario. Queremos mostrar cómo Dios alimenta y hace crecer su Reino en todo el mundo.

Aquí encontrarás textos de todo tipo de sensibilidades y movimientos de la Iglesia Católica. Tampoco estamos cerrados a compartir la creencia en el Dios único Creador de forma ecuménica. Más que debatir y polemizar queremos Escuchar la voluntad de Dios y Dar a los demás, sabiendo que todos formamos un sólo cuerpo.

La evangelización debe estar centrada en impulsar a las personas a tener una experiencia real del Amor de Dios. Por eso pedimos a cualquiera que visite esta página haga propuestas de textos, testimonios, actos, webs, blogs... Mientras todo esté hecho en el respeto del Amor del Evangelio y la comunión que siempre suscita el Espíritu Santo, todo será públicado. Podéís usar los comentarios pero para aparecer como texto central enviad vuestras propuestas al correo electrónico:

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Oremos todos para que la sabiduría de Jesús Resucitado presida estas páginas y nos bendiga abundamente.

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martes, 27 de noviembre de 2007

Los grandes temas de la Fe según San Pablo (II) / Autor: Hº Jaime Ruiz Castro CM

La Iglesia (Ef 2,19-22; Ef 4,1-16; 1Co 12; Hch 13):

 La Comunidad Cristiana de Efeso (Ef. 2,19-22): está llamada a ser Santa (Ef. 4,1) y fundamentada en los Apóstoles y en el grupo de profetas- Es el Espíritu Santo que derrama sus dones y el amor de Dios a toda la Comunidad que está configurada a imitación de Cristo (Ef. 4,17-24) y de María como Santa e Inmaculada (Ef. 5,21-32)

 El grupo de los profetas: No son de ningún clan familiar, han recibido este don en el Bautismo, al encontrase el bautizado abierto al don de Dios (Ef. 4,8; Hch. 19,1-6)

Los dones son concedidos por Cristo mediante su Espíritu a la Iglesia para su organización y santificación y el don de profecía consiste en hablar bajo la inspiración de Dios, sobre cosas pasadas, presentes o futuras, no consiste en dar visiones de catrástofes, de finales del mundo, sino consolidar, edificar a la Comunidad Cristiana, para que sea fiel a Cristo. El Apóstol Pablo prefiere que todo cristiano tenga el don de Profecía para que al Iglesia sea verdaderamente fiel al Señor. Canalizan la gracia de Cristo por medio de la Oración (Sacramentales).

En el grupo, cada uno tiene su función

En un grupo humano bien conjuntado, cada miembro tiene una función propia en relación con los otros. No es un número más. Todos necesitan de todos. Cada uno tiene su papel y en él sirve a los demás. Sin embargo, cuando cada cual se busca a sí mismo y no pone sus cualidades al servicio de los otros, sino que prescinde de ellos, el grupo se divide, se deteriora o desaparece.

En la comunidad de fe cada miembro tiene su función: Cristo es la cabeza y nosotros somos su cuerpo y cada miembro tiene su función dentro de la Iglesia de cara la Misión.

La Iglesia vive su fe en forma comunitaria, a veces en comunidades humanas pequeñas y siempre en comunión con la Iglesia universal. En la comunidad eclesial, como en un cuerpo, cada miembro tiene una función particular y propia, necesaria para el conjunto: "El cuerpo tiene muchos miembros, no uno solo. Si el pie dijera: no soy mano, luego no formo parte del cuerpo, ¿dejaría por eso de ser parte del cuerpo? Si el oído dijera: no soy ojo, luego no formo parte del cuerpo, ¿dejaría por eso de ser parte del cuerpo? Si el cuerpo entero fuera ojo, ¿cómo oiría? Si el cuerpo entero fuera oído, ¿cómo olería? Pues bien, Dios distribuyó el cuerpo y cada uno de los miembros como él quiso. Si todos fueran un mismo miembro, ¿dónde estaría el cuerpo? Los miembros son muchos, es verdad, pero el cuerpo es uno solo. El ojo no puede decir a la mano: no te necesito, y la cabeza no puede decir a los pies: no os necesito" (1 Co 12, 14-21).

Comunidad y carismas

En la comunidad de Corinto, la acción del Espíritu, Don de Dios por excelencia, había suscitado una abundante profusión de dones (carismas), que manifestaban la vitalidad de la Iglesia. Sin embargo, la actitud individual y exhibicionista de algunos miembros traía el peligro de sembrar la anarquía en la comunidad. Esto motiva la intervención de San Pablo en su primera carta a los Corintios (12-14).

Todo carisma procede del Espíritu

Ante este problema, San Pablo da unos criterios que tienen valor permanente. En primer lugar, recuerda que todo carisma procede del Espíritu, como de su fuente: "Hay diversidad de dones, pero un mismo Espíritu: hay diversidad de ministerios, pero un mismo Señor; y hay diversidad de funciones, pero un mismo Dios que obra todo en todos. En cada uno se manifiesta el Espíritu para el bien común. Y así uno recibe del Espíritu el hablar con sabiduría; otro, el hablar con inteligencia, según el mismo Espíritu. Hay quien por el mismo Espíritu recibe el don de la fe; y otro, por el mismo Espíritu, don de curar. A éste le han concedido hacer milagros; a aquél, profetizar. A otro, distinguir los buenos y malos espíritus. A uno la diversidad de lenguas; a otro, el don de interpretarlas. El mismo y único Espíritu obra todo esto, repartiendo a cada uno en particular como a él le parece." (1 Co 12, 4-11.)

Para el bien de la comunidad

Los carismas no se dan para poder etiquetarlos, catalogarlos, evaluarlos como un haber del que se tiene asegurada la posesión celosa. No se dan para uno mismo, sino para los demás: "En cada uno se manifiesta el Espíritu para el bien común" (1 Co 12, 7; cfr. 14, 12).

La importancia del carisma en relación con el servicio que presta

La importancia del carisma se establece según el servicio que presta a la comunidad. Así, por ejemplo, Pablo, supuesta la caridad, muestra especial preferencia por la profecía, proclamación de la Palabra de Dios: "Esmeraos en el amor mutuo; ambicionad también los dones del Espíritu, sobre todo el de profetizar. Mirad, el que habla en lenguas extrañas no habla a los hombres, sino a Dios, ya que nadie lo entiende; llevado del Espíritu dice cosas misteriosas. En cambio, el que profetiza habla a los hombres, construyendo, exhortando y animando. El que habla en lenguaje extraño se construye él solo, mientras que el que profetiza, construye la iglesia" (1 Co 14, 1-4)

La caridad supera a todos los carismas

El más alto de los dones comunicados por el Espíritu es el amor cristiano, la caridad. No se trata de una primacía relativa entre distintos dones que tienen todos ellos un determinado valor. Es la primacía de lo absoluto. Ese amor es el que hace que cualquier otro don, carisma, vocación, actividad o compromiso, tenga valor o sea nada: "Ya podría yo hablar las lenguas de los hombres y de los ángeles; si no tengo amor, no soy más que un metal que resuena o unos platillos que aturden. Ya podría tener el don de profecía y conocer todos los secretos y todo el saber; podría tener fe como para mover montañas; si no tengo amor, no' soy nada. Podría repartir en limosnas todo lo que tengo y aun dejarme quemar vivo; si no tengo amor, de nada me sirve. El amor es paciente, afable; no tiene envidia; no presume ni se engríe; no es mal educado ni egoísta; no se irrita, no lleva cuentas del mal; no se alegra de la injusticia, sino que goza con la verdad. Disculpa sin límites, cree sin límites, espera sin límites, aguanta sin límites. El amor no pasa nunca. ¿El don de profecía?, se acabará. ¿El don de lenguas?, enmudecerá. ¿El saber?, se acabará" (1 Co 13, 1-8).

El carisma es fruto de la vida de fe

El carisma es fruto de la vida de fe: nace cuando un miembro determinado de la Iglesia acoge la acción del Espíritu. "El Espíritu habita en la Iglesia y en el corazón de los fieles como en un templo (Cfr. 1 Co 3, 16; 6, 19), y en ellos ora y da testimonio de su adopción como hijos (Cfr. Ga 4, 6; Rin 8, 15-16.26). Guía la Iglesia a toda la verdad (Cfr. In 16, 13), la unifica en comunión y ministerio, la provee y gobierna con diversos dones jerárquicos y carismáticos y la embellece con sus frutos (Cfr. Ef 4, 11-12; 1 Co 12, 4; Ga 5, 22). Con la fuerza del Evangelio rejuvenece la Iglesia, la renueva incesantemente y la conduce a la unión consumada con su esposo" (LG 4). Los carismas, "tanto los extraordinarios como los más comunes y difundidos, deben ser recibidos con gratitud y consuelo, porque son muy adecuados y útiles a las necesidades de la Iglesia" (LG 12).

Acción carismática del Espíritu en la Iglesia

Los Santos Padres recogen, de muchas maneras, la acción carismática del Espíritu Santo en la Iglesia. Así San Ireneo, que relaciona la presencia eficaz del Espíritu con la maternidad de la Iglesia, comunidad de gracia: "Donde está la Iglesia, allí está el Espíritu de Dios y donde está el Espíritu de Dios allí está la Iglesia y la Comunidad de gracia. El Espíritu es la verdad. Por eso no participan de El quienes no son alimentados al pecho de la madre ni reciben nada de la pura fuente que mana del Cuerpo de Cristo" (S. Ireneo).

Diversidad de carismas

La vitalidad de la Iglesia se manifiesta en la plenitud de sus carismas. Donde el Espíritu actúa, brota la vida de fe en una constante actividad creadora. La Escritura no pretende darnos ,una enumeración exhaustiva de los carismas, aunque se refiere a ellos repetidamente (1 Co 12, 8 ss, 28 ss; Rm 12, 6 ss; Ef 4, 11; cfr. 1 P 4, 11). Sin embargo, es posible reconocer su diversidad a través de los diferentes servicios surgidos en el seno de la comunidad. Así ciertos carismas se refieren a distintos ministerios: apóstoles, profetas, doctores, evangelistas, pastores (1 Co 12, 28; Ef 4, 11). Otros se refieren a diversas actividades útiles a la comunidad: servicio, exhortación, obras de misericordia... Existen también carismas extraordinarios. El Nuevo Testamento atestigua su presencia llamativa en los comienzos de la Iglesia: expulsiones de demonios, curaciones, hablar en lenguas...

martes, 20 de noviembre de 2007

La exhortación apostólica "Evangelii Nuntiandi" de Pablo VI / Autor: Hº Jaime Ruiz Castro CM

Nace como fruto del Sínodo de Obispos de 1974 sobre la Evangelización:

Evangelizar es un derecho y un deber de todo cristiano. ¿Pero qué implica en el mundo moderno?, ¿cuáles son los problemas que debería atender?

Un mensaje que afecta a toda la vida

La evangelización no sería completa si no tuviera en cuenta la interpelación recíproca que en el curso de los tiempos se establece entre el Evangelio y la vida concreta, personal y social, del hombre. Precisamente por esto la evangelización lleva consigo un mensaje explícito, adaptado a las diversas situaciones y constantemente actualizado, sobre los derechos y deberes de toda persona humana, sobre la vida familiar sin la cual apenas es posible el progreso personal, sobre la vida comunitaria de la sociedad, sobre la vida internacional, la paz, la justicia, el desarrollo; un mensaje, especialmente vigoroso en nuestros días, sobre la liberación.

Un mensaje de liberación

Es bien sabido en qué términos hablaron durante el reciente Sínodo numerosos obispos de todos los continentes y, sobre todo, los obispos del Tercer Mundo, con un acento pastoral en el que vibraban las voces de millones de hijos de la Iglesia que forman tales pueblos. Pueblos, ya lo sabemos, empeñados con todas sus energías en el esfuerzo y en la lucha por superar todo aquello que los condena a quedar al margen de la vida: hambres, enfermedades crónicas, analfabetismo, depauperación, injusticia en las relaciones internacionales y, especialmente, en los intercambios comerciales, situaciones de neocolonialismo económico y cultural, a veces tan cruel como el político, etc. La Iglesia, repiten los obispos, tiene el deber de anunciar la liberación de millones de seres humanos, entre los cuales hay muchos hijos suyos; el deber de ayudar a que nazca esta liberación, de dar testimonio de la misma, de hacer que sea total. Todo esto no es extraño a la evangelización.

En conexión necesaria con la promoción humana

Entre evangelización y promoción humana (desarrollo, liberación) existen efectivamente lazos muy fuertes. Vínculos de orden antropológico, porque el hombre que hay que evangelizar no es un ser abstracto, sino un ser sujeto a los problemas sociales y económicos. Lazos de orden teológico, ya que no se puede disociar el plan de la creación del plan de la redención que llega hasta situaciones muy concretas de injusticia, a la que hay que combatir y de justicia que hay que restaurar.

Vínculos de orden eminentemente evangélico como es el de la caridad: en efecto, ¿cómo proclamar el mandamiento nuevo sin promover, mediante la justicia y la paz, el verdadero, el auténtico crecimiento del hombre? Nos mismos lo indicamos, al recordar que no es posible aceptar "que la obra de evangelización pueda o deba olvidar las cuestiones extremadamente graves, tan agitadas hoy día, que atañen a la justicia, a la liberación, al desarrollo y a la paz en el mundo. Si esto ocurriera, sería ignorar la doctrina del Evangelio acerca del amor hacia el prójimo que sufre o padece necesidad".

Pues bien, las mismas voces que con celo, inteligencia y valentía abordaron durante el Sínodo este tema acuciante, adelantaron, con gran complacencia por nuestra parte, los principios iluminadores para comprender mejor la importancia y el sentido profundo de la liberación tal y como la ha anunciado y realizado Jesús de Nazaret y la predica la Iglesia.

Sin reducciones ni ambigüedades

No hay por qué ocultar, en efecto, que muchos cristianos generosos, sensibles a las cuestiones dramáticas que lleva consigo el problema de la liberación, al querer comprometer a la Iglesia en el esfuerzo de liberación han sentido con frecuencia la tentación de reducir su misión a las dimensiones de un proyecto puramente temporal; de reducir sus objetivos, a una perspectiva antropocéntrica; la salvación, de la cual ella es mensajera y sacramento, a un bienestar material; su actividad -olvidando toda preocupación espiritual y religiosa- a iniciativas de orden político o social. Si esto fuera así, la Iglesia perdería su significación más profunda.

Su mensaje de liberación no tendría ninguna originalidad y se prestaría a ser acaparado y manipulado por los sistemas ideológicos y los partidos políticos. No tendría autoridad para anunciar, de parte de Dios, la liberación. Por eso quisimos subrayar en la misma alocución de la apertura del Sínodo "la necesidad de reafirmar claramente la finalidad específicamente religiosa de la evangelización. Esta última perdería su razón de ser si se desviara del eje religioso que la dirige: ante todo el reino de Dios, en su sentido plenamente teológico".

La liberación evangélica...

Acerca de la liberación que la evangelización anuncia y se esfuerza por poner en práctica, más bien hay que decir: ”no puede reducirse a la simple y estrecha dimensión económica, política, social o cultural, sino que debe abarcar al hombre entero, en todas sus dimensiones, incluida su apertura al Absoluto, que es Dios; va por tanto unida a una cierta concepción del hombre, a un antropología que no puede nunca sacrificarse a las exigencias de una estrategia cualquiera, de una praxis o de un éxito a corto plazo”.

... centrada en el reino de Dios...

Por eso, al predicar la liberación y al asociarse a aquellos que actúan y sufren por ella, la Iglesia no admite el circunscribir su misión al solo terreno religioso, desinteresándose de los problemas temporales del hombre; sino que reafirma la primacía de su vocación espiritual, rechaza la substitución del anuncio del reino por la proclamación de las liberaciones humanas, y proclama también que su contribución a la liberación no sería completa si descuidara anunciar la salvación en Jesucristo.

... en una visión evangélica del hombre...

La Iglesia asocia, pero no identifica nunca, liberación humana y salvación en Jesucristo, porque sabe por revelación, por experiencia histórica y por reflexión de fe, que no toda noción de liberación es necesariamente coherente y compatible con una visión evangélica del hombre, de las cosas y de los acontecimientos; que no es suficiente instaurar la liberación, crear el bienestar y el desarrollo para que llegue el reino de Dios.

Es más, la Iglesia está plenamente convencida de que toda liberación temporal, toda liberación política -por más que ésta se esfuerce en encontrar su justificación en tal o cual página del Antiguo o del Nuevo Testamento; por más que acuda, para sus postulados ideológicos y sus normas de acción, a la autoridad de los datos y conclusiones teológicas; por más que pretenda ser la teología de hoy- lleva dentro de sí misma el germen de su propia negación y decae del ideal que ella misma se propone, desde el momento en que sus motivaciones profundas no son las de la justicia en la caridad, la fuerza interior que la mueve no entraña una dimensión verdaderamente espiritual y su objetivo final no es la salvación y la felicidad en Dios.

... que exige una necesaria conversión

La Iglesia considera ciertamente importante y urgente la edificación de estructuras más humanas, más justas, más respetuosas de los derechos de la persona, menos opresivas y menos avasalladoras; pero es consciente de que aun las mejores estructuras, los sistemas más idealizados se convierten pronto en inhumanos si las inclinaciones inhumanas del hombre no son saneadas si no hay una conversión de corazón y de mente por parte de quienes viven en esas estructuras o las rigen.

Exclusión de la violencia

La Iglesia no puede aceptar la violencia, sobre todo la fuerza de las armas -incontrolable cuando se desata- ni la muerte de quienquiera que sea, como camino de liberación, porque sabe que la violencia engendra inexorablemente nuevas formas de opresión y de esclavitud, a veces más graves que aquellas de las que se pretende liberar. "Os exhortamos a no poner vuestra confianza en la violencia ni en la revolución; esta actitud es contraria al espíritu cristiano e incluso puede retardar, en vez de favorecer, la elevación social a la que legítimamente aspiráis". "Debemos decir y reafirmar que la violencia no es ni cristiana ni evangélica, y que los cambios bruscos o violentos de las estructuras serán engañosos, ineficaces en sí mismos y ciertamente no conformes con la dignidad del pueblo".

Contribución específica de la Iglesia

Dicho esto, nos alegramos de que la Iglesia tome una conciencia cada vez más viva de la propia forma, esencialmente evangélica, de colaborar a la liberación de los hombres. Y ¿qué hace? Trata de suscitar cada vez más numerosos cristianos que se dediquen a la liberación de los demás. A estos cristianos "liberadores" les da una inspiración de fe, una motivación de amor fraterno, una doctrina social a la que el verdadero cristiano no sólo debe prestar atención, sino que debe ponerla como base de su prudencia y de su experiencia para traducirla concretamente en categorías de acción, de participación y de compromiso. Todo ello, sin que se confunda con actitudes tácticas ni con el servicio a un sistema político, debe caracterizar la acción del cristiano comprometido. La Iglesia se esfuerza por inserir siempre la lucha cristiana por la liberación en el designio global de salvación que ella misma anuncia.

Todo lo que acabamos de recordar aquí se trató más de una vez en los debates del Sínodo. También Nos quisimos consagrar a este tema algunas palabras de esclarecimiento en la alocución que dirigimos a los padres al final de la Asamblea.

Esperamos que todas estas consideraciones puedan ayudar a evitar la ambigüedad que reviste frecuentemente la palabra "liberación" en las ideologías, los sistemas o los grupos políticos. La liberación que proclama y prepara la evangelización es la que Cristo mismo ha anunciado y dado al hombre con su sacrificio.

martes, 13 de noviembre de 2007

‘San Pablo de “perseguidor y violento” a ‘ejemplo máximo de paciencia’” / Autor: Hº Jaime Ruiz Castro CM

La paciencia es la victoria de la razón sobre el instinto y de la fe sobre la razón.

La paciencia es la “virtud de los fuertes”, como se ve en las cartas de San Pablo.

El camino oscuro de la vida, requiere a menudo, inevitablemente, el ejercicio fatigoso y largo de la paciencia. Sin la fuerza de la paciencia el hombre no puede alcanzar la paz interior, sobretodo cuando es atacado por el sufrimiento, marginado por la incomprensión, humillado por la injusticia, o simplemente cuando “el día va cayendo y se alargan las sombras de la tarde”.

En estas situaciones no basta una paciencia capaz sólo de dominar la ira, desencadenada por un imprevisto desagradable, o sea simplemente autocontrol, fruto de un cálculo racional en la elección de la respuesta más oportuna para dar urgentemente ante el indescifrable cuestionario de una circunstancia penosa, se necesita la virtud de la paciencia.

La “paciencia” en el sentido de perseverancia, constancia, fortaleza, longanimidad, magnanimidad y tolerancia, es parte del ajuar cristiano.

San Pablo resalta el vínculo entre la paciencia y las 3 virtudes teologales: fe, esperanza y caridad cuando exhorta a los Romanos a estar “con la alegría de la esperanza; pacientes en la tribulación; perseverantes en la oración”; nos gloriamos hasta en las tribulaciones, sabiendo que la tribulación engendra la paciencia; la paciencia virtud probada; la virtud probada, esperanza”.

La paciencia de Pablo nace de la fe que desemboca en la esperanza…”Esperar lo que no vemos, es aguardar con paciencia”. Sin la esperanza la fe muere y sin la fe, la esperanza se esfuma.

Sólo con la paciencia que nace de la fe, la esperanza y la caridad, se puede dar un significado salvífico a los acontecimientos particulares de la vida, que no son el absurdo resultado de un destino ciego, sino la admirable ejecución de un providencial plan Divino.

De aquí nace la visión optimista de la historia que permite al hombre paciente vivir en la seguridad que el mal está destinado a desaparecer, aunque ninguno sepa cuando ni como, que toda esta situación angustiante tendrá un final feliz y que el futuro será mejor que el presente, porque “todo ocurre para el bien de los que aman a Dios”, como recuerda San Pablo.

La paciencia de Dios y la impaciencia del hombre encuentran una espléndida ilustración en la célebre parábola del hijo pródigo…En la parábola del siervo despiadado, a la impaciencia del hombre hace contraste la benévola paciencia de Dios.
Quien no sabe esperar no tiene la capacidad de soportar. En la última noche transcurrida con los apóstoles Jesús les dice: “Vosotros sois los que habéis perseverado conmigo en las pruebas”; por esto les asegura que son dignos de entrar en el Reino. Y añade: “Con vuestra perseverancia salvaréis vuestras almas”.
“El sufrimiento produce paciencia, la paciencia una virtud probada”.

La paciencia heroica de Pablo emerge en las muchas pruebas y numerosos sufrimientos que ha padecido durante su vida, como se puede ver en las diversas enumeraciones presentes en sus cartas.

La página más célebre es aquella acerca de la defensa, persuasiva y agresiva, de la autenticidad y legitimidad de su apostolado y del ataque, decidido y a menudo sarcástico, contra aquellos que ponen en discusión su misión de apostolado justamente a causa de sus sufrimientos, de su débil aspecto físico, de la falta de poder carismático y de su empeño por predicar el Evangelio gratuitamente.

El verdadero título de gloria es la propia debilidad, porque ella manifiesta de manera evidente, que el éxito en el apostolado no se puede atribuir a uno mismo, sino solamente a Cristo.

Pablo presenta su debilidad como único título que lo hace superior a sus adversarios: “Si hay que gloriarse, en mi flaqueza me gloriaré. Él Dios y Padre del Señor Jesús, ¡Bendito sea por todos los siglos!, sabe que no miento…Cuando estoy débil, entonces es cuando soy fuerte…

Él desarrolla su ministerio “con mucha paciencia en tribulaciones, necesidades, angustias, en azotes, cárceles, sediciones; en fatigas, desvelos, ayunos; en pureza, ciencia, paciencia, bondad; en el Espíritu Santo, en caridad sincera, en la palabra verdad, en el poder de Dios; mediante las armas de la justicia: las de la derecha y las de la izquierda; en gloria e ignominia, en calumnia y en buena fama”.

La serenidad de su espíritu y su paciencia estaban siempre amenazadas por pruebas durísimas, pero él encuentra su fuerza en el amor que tiene por Jesús: “Todo lo puedo en Aquél que me conforta”.

“Les ruego no se desanimen a causa de las tribulaciones que por ustedes padezco”, e indica la finalidad: “Pues ellas son vuestra gloria”, es decir, son para su beneficio y santificación. Y eleva una emocionante acción de gracias a Dios: “Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, Padre de las misericordias y Dios de toda consolación, que nos consuela en toda tribulación nuestra para poder nosotros consolar a los que están en toda tribulación, mediante el consuelo con que nosotros somos consolados por Dios. Pues así como abunda en nosotros los sufrimientos de Cristo, igualmente abunda también por Cristo nuestra consolación. Si somos atribulados, lo somos para consuelo y salvación vuestra; si somos consolados, lo somos para el consuelo vuestro, que les hace soportar con paciencia los mismos sufrimientos que también nosotros soportamos.

El verdadero pastor no se deja vencer por las desilusiones, no se pierde ante los fracasos del primer momento, sino que tiene la fuerza de ánimo y la paciencia de recomenzar desde el inicio con confianza.

El apóstol pone la paciencia como la primera cualidad del amor cristiano: “La caridad es paciente, es servicial, la caridad no es envidiosa, no es jactanciosa, no se engríe; es decorosa, no busca su interés, no se irrita, no toma cuenta del mal; no se alegra de la injusticia, se alegra con la verdad. Todo lo excusa. Todo lo cree. Todo lo espera. Todo lo soporta”.

“No te dejes vencer por el mal, antes bien, vence el mal con el bien…El Dios de la paciencia y del consuelo les conceda tener los unos para con los otros los mismos sentimientos, según Cristo Jesús”.

La propuesta cristiana está fundada en la fe en Dios, pero también en la relación humilde y caritativa hacia los hermanos. La convivencia requiere capacidad de relación con las personas de todo estrato, formación y educación. No es fácil que los ánimos coincidan al unísono, hay que saber esperar, comprender. A los Tesalonicenses Pablo les recomienda: “ser pacientes con todos”, pero en particular con los indisciplinados, con los pusilánimes, con los débiles y también, con aquellos que han sido causa de sufrimiento.

“El Señor dirija vuestros corazones en el amor de Dios y en la paciencia de Cristo”.

La paz es la nota distintiva que caracteriza el estado de ánimo del cristiano, inclusive en las situaciones más tristes.

La paz es la prueba de que sus almas se han configurado en la mansedumbre, tolerancia y paciencia.

En la carta a los Efesios, Pablo repite: “Les exhorto a que vivan de una manera digna la vocación con que han sido llamados, con toda humildad, mansedumbre y paciencia, soportándose unos a otros por amor, poniendo empeño en conservar la unidad del Espíritu con el vínculo de la paz. Un solo Cuerpo y un solo Espíritu, como una es la esperanza a la que han sido llamados”.

Pablo exhorta a preparar el camino de la paciencia, requerida por la vocación cristiana: “Toda acritud, ira, cólera, gritos, maledicencia y cualquier clase de maldad, desaparezca entre ustedes. Sean más bien buenos entre ustedes, entrañables, perdonándose mutuamente como les perdonó Dios en Cristo”. Y añade: “No se ponga el sol mientras estén airados”. La ira es signo de impaciencia.

La paciencia es por lo tanto necesaria para afrontar las contrariedades de la vida, pero es aún más indispensable para vivir cristianamente en el propio contexto existencial, para conservar la paz, la unidad entre los fieles.

“Si tenemos paciencia, con Él reinaremos”. He aquí la recomendación que le brota del corazón: “Huye de las pasiones juveniles”, entre las cuales tiene un puesto importante la irritabilidad; “busca la justicia, la fe, la caridad, la paz junto a aquellos que invocan al Señor con corazón puro; evita las discusiones necias y estúpidas; tú sabes bien que engendran altercados. Y a un siervo del Señor no le conviene altercar, sino ser amable con todos, pronto a enseñar, sufrido, y que corrija con mansedumbre a los adversarios, por si Dios les otorga la conversión que les haga conocer plenamente la verdad”.

“Necesitáis paciencia en el sufrimiento para cumplir la voluntad de Dios y conseguir así lo prometido”. Los pone en guardia ante la infidelidad, ante la flojera y los exhorta a ser “imitadores de aquello que con la fe y la perseverancia se hicieron herederos de las promesas”. No es suficiente con haber comenzado bien, se necesita continuar por el buen camino, resistiendo a todas las seducciones contrarias.

Pablo apela al ejemplo de Abraham que consiguió la promesa, porque supo esperar con paciencia y tuvo fe, esperando contra toda esperanza, creyó firmemente en la promesa del Señor de darle una descendencia, a pesar de su avanzada edad, la vejez y la esterilidad de Sara.

Tener paciencia es esperar hasta el día en que se manifestará el plan de Dios. La paciencia es la virtud por excelencia del cristiano, porque lo sostiene en su arduo camino, en el cual no se ve la meta y no se pueden prever las dificultades. Creer es fiarse completamente de Dios, como hizo Abraham que “partió sin saber a dónde iba”.

Abraham se hizo grande, “en relación a su espera”, es decir, a su paciencia. “Uno se hace grande al esperar lo posible, otro con la espera de los eterno; pero el que espera lo imposible es el más grande de todos”.

domingo, 25 de noviembre de 2007

La “CHRISTIFIDELIS LAICI” de Juan Pablo II / Autor: Hº Jaime Ruiz Castro CM


La exhortación Apostólica del 30 de Diciembre de 1988 nace como fruto del Sínodo de 1987 sobre los laicos, sitúa a los laicos como trabajadores de la Viña del Señor y su misión en este mundo secularizado trabajando en comunión y con corresponsabilidad con los clérigos para anunciar a Cristo en todos los ámbitos de la sociedad.

La exhortación especial a los movimientos laicales que se congregan a modo de comunidad para desarrollar su misión como laicos en esta sociedad.

Características de las nuevas asociaciones y criterios de eclesialidad

– Laicales: La pertenencia al movimiento no se da en virtud de un estado religioso propio (como se da en las órdenes) o por medio de un sacramento (como el presbiterado) sino que sus miembros son laicos, partícipes de la misión de Cristo por el bautismo. De allí la índole secular, propia de estas nuevas comunidades.

– Comunitarias: También los cristianos consagrados y ordenados pueden ser miembros de estas nuevas realidades eclesiales porque, aunque la nota secular es propia de los laicos, no lo es exclusivamente; se trata de una dimensión de toda la Iglesia. Esto enriquece y promueve la comunión eclesial recreando los vínculos y las relaciones entre sus miembros.

– Misioneras: Como carismas al servicio de la Iglesia, los nuevos movimientos participan del llamado a la evangelización (Christifideles laici, 29).

– Ecuménicas: Trabajan por la unidad, sobretodo desde la oración común interconfesional y el ecumenismo de la vida, implicándose en acciones en favor del hombre y la sociedad. Algunas asociaciones explicitan su preocupación ecuménica en los programas y estatutos.

Al hablar de criterios de eclesialidad nos referimos al reconocimiento por parte de la autoridad eclesiástica. No entraremos en el debate sobre la necesidad de una "autentificación oficial" y sobre quién deba ejercer ese derecho; simplemente recogemos aportes y opiniones de teólogos y representantes jerárquicos al respecto. M. González Muñana entiende que el discernimiento corresponde hacerlo a toda la Iglesia, por ser templo del Espíritu, pero reconoce que es tarea propia del ministerio apostólico, que debe emitir un juicio decisorio, tanto sobre la autenticidad como sobre el ejercicio de los carismas. Para el cardenal C. Martini, este discernimiento significa no sólo "evaluación y juicio, sino también acompañamiento con miras a una inserción cordial y orgánica en el conjunto de la actividad formativa y misionera de la Iglesia, y requiere un cierto tiempo y buena voluntad recíproca".

La exhortación apostólica Christifideles laici, en el contexto del capítulo II titulado "La participación de los fieles laicos en la vida de la Iglesia-Comunión", da una serie de criterios fundamentales para el reconocimiento y discernimiento de todo tipo de asociaciones laicales de fieles: el primado que se da a la vocación de cada cristiano a la santidad; la responsabilidad de confesar la fe católica; el testimonio de una comunión firme y convencida con el papa y el obispo, y las demás formas de apostolado en la Iglesia; la conformidad y la participación en el fin apostólico de la Iglesia; el comprometerse en una presencia en la sociedad humana al servicio de la dignidad integral del hombre (Christifideles laici, 30).
Los movimientos en el decir magisterial

El magisterio referido a los nuevos movimientos está casi exclusivamente ligado a la figura de Juan Pablo II. Sólo últimamente (1999) el tema fue tratado por algunos obispos, respondiendo a una invitación del Consejo Pontificio para los Laicos.

En 1981 se realizó un primer congreso internacional de movimientos en Roma, donde el Papa señaló que "la Iglesia misma es un movimiento". Un segundo encuentro se desarrolló en el "87; en esta ocasión Juan Pablo II afirmó que: "El gran florecimiento de estos movimientos y las manifestaciones de energía y de vitalidad eclesial que los caracterizan han de considerarse ciertamente como uno de los frutos más bellos de la amplia y profunda renovación espiritual, promovida por el último concilio".

En la exhortación apostólica Christifideles Laici sigue esta línea de reconocimiento al decir que "en estos últimos años, el fenómeno asociativo laical se ha caracterizado por una particular variedad y vivacidad" (29). Tras reconocer que el asociacionismo laical es una constante en la historia de la Iglesia señalará que, sin embargo, hoy se observa un nuevo impulso haciendo surgir y difundirse múltiples formas nuevas.

En la Vigilia de Pentecostés de 1996 confirma esta línea de reconocimiento de la realidad asociativa en surgimiento, y solicita la organización de un encuentro de todos los movimientos con el Papa durante la vigilia de Pentecostés de 1998, en el marco de la celebración del Jubileo en el año dedicado al Espíritu Santo. Este acontecimiento, de connotaciones profundas y sugerentes, ha supuesto una especie de reconocimiento por parte del pontífice.

En los años siguientes los movimientos se reunieron para dar continuidad a lo vivido en el 98. Tales encuentros fueron: en Speyer en 1999, en Madrid en el 2000 y en el 2001 para pensar la programación pastoral en los inicios del nuevo milenio a la luz de la Carta Apostólica Novo Milennio Ineunte.

Los movimientos han sido acompañados y alentados llamativamente por Juan Pablo II. Como la realidad misma de estas nuevos grupos, también la posición del Papa frente a esta realidad ha generado actitudes diversas. Hay quienes entienden con él que son los protagonistas de la nueva evangelización a la que el Papa impulsa. Otros, en cambio, los han señalado, tomando una imagen medieval, como los "ejércitos del Papa", de los que se sirve para instaurar un "proceso de restauración" de clara línea "conservadora" en la Iglesia.

Riesgos y límites

No podemos negar las tensiones y conflictos que el surgimiento de los nuevos movimientos ha ocasionado en la Iglesia. Estos son apasionadamente defendidos por unos, y criticados por otros. Todos son conscientes de las incomprensiones. Aún se está ensayando un diálogo de encuentro y clarificación. M. González Muñana señala que "hay que dar tiempo al tiempo, ante un fenómeno que por su muy corta historia no es fácil adoptar posicionamientos definitivos e inalterables". Los mismos fundadores de los movimientos han leído esta realidad como un proceso de crecimiento y madurez. En expresión de L. Giussani –fundador de Comunión y Liberación–, sucede "como cuando en una casa nace un niño no esperado, no previsto, que forzosamente es un desbarajuste para toda la organización familiar", o como la presencia de un adolescente en casa, que crea problemas porque aporta la novedad de una nueva personalidad en la familia, en el decir de Andrea Riccardi –iniciador de la Comunidad de San Egidio.

Sobre todo en el contexto europeo la mayoría de los nuevos miembros de estas asociaciones no tienen vinculación previa al cuerpo eclesial. De aquí la fascinación de estas realidades que se abren al encuentro con personas que quizá nunca hubiesen tomado contacto con la Iglesia si no es por el modo nuevo que les ofrecen los movimientos. Pero de aquí mismo también su límite, pues para ellos el movimiento se convierte en su única experiencia eclesial. Esto puede resultar en la absolutización del modo propio de ser y considerarse Iglesia y convertirse en riesgo de sectarismo y narcisismo.

El resurgir de la experiencia comunitaria puede degenerar en comunitarismo; esto es, desequilibrio en la relación entre personalización y comunitariedad. En algunos casos se advierte el peligro de llegar a la dictadura del grupo o la del líder, y con ella la consiguiente anulación de los individuos, lo que sucede cuando estos quedan limitados en su libertad por el exceso de control, o cuando es suplantada su personalidad por la del grupo.

Por tratarse de experiencias trasladadas de lugar a lugar, el arraigo local y el diálogo con la cultura se observa deficiente. Muchas veces la sensibilidad popular se resiste a una forma "importada" que parece imponerse, más que iluminar la realidad del propio lugar. Al mismo tiempo este límite, en su carga positiva y bien planteado, puede leerse como desafío a integrar experiencias diversas, convirtiéndose así en riqueza para todos.

A las dificultades señaladas, se suma el conflicto de la vinculación con la Iglesia local y las parroquias. Este es, quizás, uno de los puntos neurálgicos en el tema de los movimientos porque refiere a la tensión Iglesia universal-Iglesia local, y conlleva entonces una determinada visión eclesiológica. No nos es posible desarrollar aquí el tema, pero daremos brevemente algunas pistas sobre el estado de la cuestión.

Algunos han señalado que los movimientos podrían tener la tentación de saltar sobre la Iglesia local, dada su dimensión internacional y su visión universalista. Aquí la pregunta es: ¿qué significa una dimensión internacional? ¿qué visión universalista eclesial es válida, si ignora la realidad local? ¿dónde está la Iglesia universal si no en la Iglesia de cada lugar? Hay quienes entienden estas nuevas formas eclesiales como realidades supradiocesanas y legitiman la apelación directa al Papa, en cuanto impulsor de los movimientos. Una posición más dialogal invita a considerar los nuevos movimientos como instancias transdiocesanas en la organización eclesial, que si bien no dependen directamente de la realidad local, han de actuarse en íntima vinculación con la Iglesia en tal lugar. Podemos considerar los nuevos movimientos como un signo de profecía en la Iglesia y para las iglesias. Pero no basta que se integren genéricamente a la misión de la Iglesia, pues sería una abstracción pasar al nivel de la Iglesia universal si no es desde y en la iglesia local.

La pregunta sobre la relación de los movimientos con la Iglesia local deriva enseguida en la cuestión parroquial. Para algunos la parroquia carece, en estos últimos tiempos, de la dinámica vital para expresar con nitidez y transparencia la pertenencia eclesial. Descreídos de la capacidad para ser una auténtica comunidad, estiman que debería ser suplantada o complementada por estructuras alternativas (movimientos y asociaciones). Sin embargo, sin negar la crisis por la que atraviesan las parroquias, otros afirman que es el lugar fundamental de pertenencia e inserción eclesial. Señalan entonces que el ámbito parroquial es insustituible, pero no excluyente; y que debe co-existir con otras realidades eclesiales.

Estamos de acuerdo y confirmamos la importancia y necesidad de todas las formas de vida eclesial, pero señalamos aún la dificultad de armonizarlas en comunión. Hoy todavía no queda claro el modo como estas vinculaciones se desarrollan y realizan en la Iglesia. Es preciso ensayar propuestas de solución en la articulación de los movimientos en la Iglesia local y señalar actitudes y comportamientos a poner en práctica en la convivencia de las asociaciones con las parroquias en la comunidad diocesana.

Esta nueva realidad eclesial, como son los movimientos, nos remite y sitúa en la etapa post-conciliar. Y nos confirma que aún estamos transitando las líneas eclesiológicas inicialmente. El surgimiento de grupos y comunidades laicales concreta en cierto sentido la nueva orientación teológica sobre el lugar del laico en la Iglesia, la conciencia de su vocación y misión y el reconocimiento de la universal llamada a la santidad. Habrá que verificar también con el Concilio la recuperación de la importancia de la Iglesia local y su valor, para que la universalidad no signifique centralización sino verdaderamente catolicidad, es decir, comunión de todos.

domingo, 27 de enero de 2008

Espiritualidad misionera de San Pablo / Autor: Hº Jaime Ruiz Castro CM

San Pablo tiene conciencia de haber sido elegido por Dios para consagrarse enteramente al anuncio del Evangelio. Polemizando con los corintios llegará a decirles: «no me envió Cristo a bautizar, sino a predicar el Evangelio» (1 Cor. 1,17). Sabe que su misión consiste en evangelizar, en anunciar a Cristo, poniendo así el fundamento sobre el cual otros continúen construyendo (1 Cor. 3,10).

Las palabras que figuran en el título de este capítulo indican lo mismo: tiene viva conciencia de que ha sido «escogido -por Dios mismo- para el Evangelio», es decir, para el anuncio del Evangelio. La palabra que se traduce por «escoger» significa en realidad «separar», «poner aparte», y es la misma que encontramos en Gal. 1,15 cuando Pablo habla de su vocación: Dios mismo le ha separado de las actividades ordinarias que los hombres realizan en su vida cotidiana para consagrarle enteramente al anuncio del Evangelio; ha sido sustraído a otras tareas para que su vida entera esté dedicada al ministerio de la Palabra.

De hecho, comprobamos que, si bien no tiene inconveniente en trabajar con sus manos para procurarse el sustento y no ser gravoso a nadie, en cuanto tiene posibilidad se deja absorber por la tarea evangelizadora. Así, por ejemplo, durante su estancia en Corinto, Pablo trabaja como tejedor de tiendas (He. 18, 3); pero cuando Silas y Timoteo llegaron de Macedonia trayendo ayudas materiales «Pablo se dedicó enteramente a la Palabra» (He. 18,5)

«La fe viene de la predicación» (Rom. 10,17)

Esta insistencia de San Pablo en la importancia del valor de la evangelización nace de una convicción fundamental: la predicación está en la base de todo; es el cimiento del edificio de la vida cristiana de cada hombre y de la vida de la Iglesia toda (1 Cor. 3,10).

Es muy significativa en el texto de Rom. 10,13-17 la concatenación de los verbos: al «ser enviado» sucede el «predicar»; al «predicar» sucede el «oír»; al «oír» sucede el «creer»; al «creer» sucede el «invocar»; y al «invocar» sucede el «ser salvado». En consecuencia, todo arranca de la predicación. La fe es la que justifica al hombre y le reconcilia con Dios, hace del hombre una criatura nueva; ahora bien, la fe es esencialmente acogida del kerygma, es decir, del anuncio de Cristo muerto y resucitado para nuestra salvación (este es el «Evangelio» que Pablo predica y en el que invita a todos a creer, cuyo resumen más antiguo encontramos en 1 Cor. 15,3-5; ver desde el v. 1 hasta el 11).

Pues bien, es a esta misión sublime a la que Pablo se sabe llamado sobre todo. Pues sin la evangelización -sin el anuncio de Cristo- no puede suscitarse la fe, ni -en consecuencia- tampoco la vida cristiana en toda su extensión, ni puede construirse la comunidad cristiana, ni es posible la salvación... Ciertamente podrá haber «diez mil pedagogos» que eduquen y cultiven la vida en Cristo; pero esta vida no existirá sin alguien que -mediante el anuncio del Evangelio- la «engendre» en el corazón de los hombres (1 Cor. 4,15).

Será preciso que alguien «riegue», abone y cuide la planta de la fe y de la vida nueva en Cristo; pero todo ello sería inútil y sin sentido si no fuera porque alguien antes «ha plantado» mediante la predicación la semilla de la fe y la raíz de la vida nueva (1 Cor. 3,6)

«Anunciar la inescrutable riqueza de Cristo» (Ef. 3,8)

Ya hemos visto cómo el contenido de la predicación de Pablo no es otro que la persona de Jesucristo y su obra de salvación en favor de los hombres: «yo, hermanos, cuando fui a vosotros... a anunciaros el misterio de Dios, no quise saber entre vosotros sino a Jesucristo» (1 Cor. 2,1-2).

Lo que llena de admiración a Pablo es el hecho de que «ahora», precisamente en los días de su vida, haya sido revelado y dado a conocer por Dios el «Misterio», ese maravilloso plan de salvación que Dios tenía concebido en su designio «desde siglos eternos»; ese grandioso e increíble proyecto de ofrecer la salvación a todos, también a los gentiles (y no sólo a los judíos como creían los miembros del pueblo de la antigua alianza), mediante la fe en Jesucristo (Rom. 16,25-27; Ef. 3,3-12).

Pero lo que sobre todo le hace enloquecer es que además haya sido elegido precisamente él para la misión maravillosa de anunciar a los gentiles este misterio y conducirlos así a la fe y a la salvación: «a mí, el menor de todos los santos, me fue concedida esta gracia: anunciar a los gentiles la inescrutable riqueza de Cristo» (Ef. 3,8).

Este hecho le llena de gratitud y de gozo. Pero sobre todo le impulsa a entregar todas sus energías al servicio de la evangelización. Como un hombre que en medio de una epidemia mortal y muy extendida tuviera en sus manos el remedio para curarla de raíz. Pablo sabe que en medio de esta humanidad sumergida en el pecado (Rom. 1,18-3,20; ver especialmente 3,10) es portador de la única medicina capaz de salvar: «el Evangelio, que es fuerza de Dios para la salvación» (Rom.1,16). Y ello por pura gracia, sin mérito alguno de su parte (pues, como vimos, él ha sido el primer sanado por esta medicina: 1 Tim. 1,12-16).

«Heraldo de Cristo» (1 Tim. 2,7)

Para exponer el sentido de su tarea de evangelizador Pablo encuentra una expresión que gusta aplicarse a sí mismo: heraldo (keryx; aunque el sustantivo sólo aparece tres veces, el verbo, Keryssein -«proclamar»- lo usa 19 veces).

El heraldo era un mensajero que en nombre del emperador anunciaba al pueblo un mensaje que les afectaba para su vida; en realidad, él era un instrumento por cuya mediación la voz del gobernante llegaba al pueblo; no proclamaba sus propias convicciones, sino que era el portavoz del rey y hablaba con su autoridad.

Al principio sólo se les exigía tener buena voz, una voz clara y potente. Pero como a veces el heraldo exageraba o deformaba las noticias, comenzó a exigírseles fidelidad a las instrucciones recibidas de su superior, tanto en el contenido como en el modo de anunciarlo; no podían añadir ni quitar nada por propia iniciativa, pues su anuncio no tenía origen en ellos mismos...

Pues bien, Pablo tiene conciencia de hablar como heraldo de Cristo. Pero lo que transmite no es una información cualquiera, sino la noticia de un acontecimiento (la muerte y la resurrección de Jesús) a través del cual Dios ha comenzado su intervención definitiva en la historia; y este acontecimiento es de tal importancia que si no fuera real, toda la predicación carecería de sentido (1 Cor. 15,14). Además, es un mensaje que afecta a toda la humanidad, pues habiendo muerto por nuestros pecados y resucitado para nuestra salvación, Cristo comunica su victoria a los que le acogen por la fe (Rom. 4,23-25).

Como mensajero personal de Cristo, Pablo sabe que él es puro instrumento e intermediario; instrumento necesario, desde luego, pues «¿cómo creerán en Aquel a quien no han oído? ¿Cómo oirán sin que se les predique?» (Rom. 10,14); pero instrumento al fin. Y como tal, es consciente de que está al servicio de un diálogo que debe instaurarse entre Dios y los hombres: a través de él Dios habla a los hombres -a cada hombre-, y estos deben dar una respuesta personal al Dios que les dirige su palabra, mediante lo que Pablo llama la «obediencia de la fe» (Rom. 1,5; 16,26). Por medio de él se inicia ese «diálogo de salvación» en el que los hombres son urgidos a dar la respuesta de fe que les introduzca en el acontecimiento que transformará tanto sus vidas como la historia misma del mundo. La predicación es absolutamente necesaria para que se inicie ese diálogo de fe y salvación: «plugo a Dios salvar a los creyentes por la locura de la predicación» (1 Cor. 1,21). Los hombres sólo pueden ser salvados si les son enviados mensajeros que les anuncien con autoridad la Buena Nueva (Rom. 10,14-17).

«Habla Cristo en mí» (2 Cor. 13,3)

Como heraldo de Cristo, Pablo tiene perfecta conciencia de estar transmitiendo Palabra de Dios, no su propia palabra, fruto de su personal elucubración. Espontáneamente dirá: «os decimos esto como Palabra del Señor» (1 Tes. 4,15). Es y quiere ser fiel a toda costa, transmitiendo todo y sólo aquello que ha recibido (1 Cor. 11,23; 15,3: las palabras «recibir-transmitir» son términos técnicos usados entre los rabinos para expresar la absoluta fidelidad).

En 1 Tes. 2,13 da gracias a Dios porque los tesalonicenses recibieron su predicación «no como palabra de hombre, sino cual es en verdad, como Palabra de Dios». Ciertamente se trataba de un mensaje salido de sus labios, anunciado por un hombre; pero él sabe muy bien que no es su mensaje particular, sino la Palabra de Dios mismo. Porque, como en el caso de los antiguos profetas, Dios mismo ha puesto sus palabras en la boca de su enviado (Jer. 1,9). Y Pablo podría repetir con toda verdad lo que Jesús mismo había dicho: «Mi palabra no es mía, sino del Padre que me ha enviado» (Jn. 7,16; 8,28).

Precisamente por eso, reacciona con tanta energía cuando alguien deforma o trastoca el único Evangelio que salva. Porque lo que él predica no tiene su origen en los hombres, sino en Jesucristo mismo (Gal. 1,11), afirma con violencia: «aun cuando nosotros mismos o un ángel del cielo os anunciara un evangelio distinto del que os hemos anunciado, ¡sea anatema!» (Gal. 1,8).

Pues hay más. No sólo transmite Pablo las palabras de Cristo, sino que afirma que es Cristo mismo quien habla en él (2 Cor. 13,3). Quien afirma: «vivo, no yo, sino que es Cristo quien vive en mí» (Gal.2,20), dice también «habla Cristo en mí». Hay tal identificación entre Cristo y su enviado, que ya no son dos, sino una sola cosa. El evangelizador es como un sacramento de Cristo. En él y a través de él es Dios mismo quien exhorta (2 Cor. 5,20).

Quizá por esta identificación de Pablo con Cristo es por lo que insiste tantas veces a lo largo de sus cartas: «imitadme» (1 Cor. 4,16; Fil. 3,17; 2 Tes. 3, 7). Lo que podría parecer presunción suya, tiene en realidad un significado muy profundo: «Sed imitadores míos, como yo lo soy de Cristo» (1 Cor. 11,1). De este modo, el Evangelio que Pablo predica no es sólo palabras, sino Palabra hecha carne y vida; el anunciar ese Evangelio hecho realidad; de este modo, él mismo se había convertido en Evangelio, en Palabra; dejando vivir a Cristo en sí mismo (Gal. 2,20), podía presentarse a sí mismo como modelo y ejemplo de una existencia auténticamente cristiana y evangélica.

lunes, 17 de diciembre de 2007

Explicación de la interpretación común de la justificación / Autor: Hº Jaime Ruiz Castro CM

La impotencia y el pecado humanos respecto a la justificación

Juntos confesamos que en lo que atañe a su salvación, el ser humano depende enteramente de la gracia redentora de Dios. La libertad de la cual dispone respecto a las personas y las cosas de este mundo no es tal respecto a la salvación porque por ser pecador depende del juicio de Dios y es incapaz de volverse hacia él en busca de redención, de merecer su justificación ante Dios o de acceder a la salvación por sus propios medios. La justificación es obra de la sola gracia de Dios. Puesto que católicos y luteranos lo confesamos juntos, es válido decir que:

Cuando los católicos afirman que el ser humano «coopera", aceptando la acción justificadora de Dios, consideran que esa aceptación personal es en sí un fruto de la gracia y no una acción que dimana de la innata capacidad humana.

Según la enseñanza luterana, el ser humano es incapaz de contribuir a su salvación porque en cuanto pecador se opone activamente a Dios y a su acción redentora. Los luteranos no niegan que una persona pueda rechazar la obra de la gracia, pero aseveran que solo puede recibir la justificación pasivamente, lo que excluye toda posibilidad de contribuir a la propia justificación sin negar que el creyente participa plena y personalmente en su fe, que se realiza por la Palabra de Dios.

La justificación en cuanto perdón del pecado y fuente de justicia

Juntos confesamos que la gracia de Dios perdona el pecado del ser humano y, a la vez, lo libera del poder avasallador del pecado, confiriéndole el don de una nueva vida en Cristo. Cuando los seres humanos comparten en Cristo por fe, Dios ya no les imputa sus pecados y mediante el Espíritu Santo les transmite un amor activo. Estos dos elementos del obrar de la gracia de Dios no han de separarse porque los seres humanos están unidos por la fe en Cristo que personifica nuestra justificación (1 Co 1:30): perdón del pecado y presencia redentora de Dios. Puesto que católicos y luteranos lo confesamos juntos, es válido decir que:

Cuando los luteranos ponen el énfasis en que la justicia de Cristo es justicia nuestra, por ello entienden insistir sobre todo en que la justicia ante Dios en Cristo le es garantida al pecador mediante la declaración de perdón y tan solo en la unión con Cristo su vida es renovada. Cuando subrayan que la gracia de Dios es amor redentor («el favor de Dios») no por ello niegan la renovación de la vida del cristiano. Más bien quieren decir que la justificación está exenta de la cooperación humana y no depende de los efectos renovadores de vida que surte la gracia en el ser humano.

Cuando los católicos hacen hincapié en la renovación de la persona desde dentro al aceptar la gracia impartida al creyente como un don, quieren insistir en que la gracia del perdón de Dios siempre conlleva un don de vida nueva que en el Espíritu Santo, se convierte en verdadero amor activo. Por lo tanto, no niegan que el don de la gracia de Dios en la justificación sea independiente de la cooperación humana.

Justificación por fe y por gracia

Juntos confesamos que el pecador es justificado por la fe en la acción salvífica de Dios en Cristo. Por obra del Espíritu Santo en el bautismo, se le concede el don de salvación que sienta las bases de la vida cristiana en su conjunto. Confían en la promesa de la gracia divina por la fe justificadora que es esperanza en Dios y amor por él. Dicha fe es activa en el amor y, entonces, el cristiano no puede ni debe quedarse sin obras, pero todo lo que en el ser humano antecede o sucede al libre don de la fe no es motivo de justificación ni la merece.

Según la interpretación luterana, el pecador es justificado sólo por la fe (sola fide). Por fe pone su plena confianza en el Creador y Redentor con quien vive en comunión. Dios mismo insufla esa fe, generando tal confianza en su palabra creativa. Porque la obra de Dios es una nueva creación, incide en todas las dimensiones del ser humano, conduciéndolo a una vida de amor y esperanza. En la doctrina de la «justificación por la sola fe» se hace una distinción, entre la justificación propiamente dicha y la renovación de la vida que forzosamente proviene de la justificación, sin la cual no existe la fe, pero ello no significa que se separen una y otra. Por consiguiente, se da el fundamento de la renovación de la vida que proviene del amor que Dios otorga al ser humano en la justificación. Justificación y renovación son una en Cristo quien está presente en la fe.

En la interpretación católica también se considera que la fe es fundamental en la justificación. Porque sin fe no puede haber justificación. El ser humano es justificado mediante el bautismo en cuanto oyente y creyente de la palabra. La justificación del pecador es perdón de los pecados y volverse justo por la gracia justificadora que nos hace hijos de Dios. En la justificación, el justo recibe de Cristo la fe, la esperanza y el amor, que lo incorporan a la comunión con él. Esta nueva relación personal con Dios se funda totalmente en la gracia y depende constantemente de la obra salvífica y creativa de Dios misericordioso que es fiel a sí mismo para que se pueda confiar en él. De ahí que la gracia justificadora no sea nunca una posesión humana a la que se pueda apelar ante Dios. La enseñanza católica pone el énfasis en la renovación de la vida por la gracia justificadora; esta renovación en la fe, la esperanza y el amor siempre depende de la gracia insondable de Dios y no contribuye en nada a la justificación de la cual se podría hacer alarde ante Él (Ro 3:27).

El pecador justificado

Juntos confesamos que en el bautismo, el Espíritu Santo nos hace uno en Cristo, justifica y renueva verdaderamente al ser humano, pero el justificado, a lo largo de toda su vida, debe acudir constantemente a la gracia incondicional y justificadora de Dios. Por estar expuesto, también constantemente, al poder del pecado y a sus ataques apremiantes (cf. Ro 6:12-14), el ser humano no está eximido de luchar durante toda su vida con la oposición a Dios y la codicia egoísta del viejo Adán (cf. Gá 5:16 y Ro 7:7-10). Asimismo, el justificado debe pedir perdón a Dios todos los días, como en el Padrenuestro (Mt 6:12 y 1Jn 1:9), y es llamado incesantemente a la conversión y la penitencia, y perdonado una y otra vez.

Los luteranos entienden que ser cristiano es ser «al mismo tiempo justo y pecador». El creyente es plenamente justo porque Dios le perdona sus pecados mediante la Palabra y el Sacramento, y le concede la justicia de Cristo que él hace suya en la fe. En Cristo, el creyente se vuelve justo ante Dios pero viéndose a sí mismo, reconoce que también sigue siendo totalmente pecador; el pecado sigue viviendo en él (1 Jn 1:8 y Ro 7:17-20), porque se torna una y otra vez hacia falsos dioses y no ama a Dios con ese amor íntegro que debería profesar a su Creador (Dt 6:5 y Mt 22:36-40). Esta oposición a Dios es en sí un verdadero pecado pero su poder avasallador se quebranta por mérito de Cristo y ya no domina al cristiano porque es dominado por Cristo a quien el justificado está unido por la fe. En esta vida, entonces, el cristiano puede llevar una existencia medianamente justa. A pesar del pecado, el cristiano ya no está separado de Dios porque renace en el diario retorno al bautismo, y a quien ha renacido por el bautismo y el Espíritu Santo, se le perdona ese pecado. De ahí que el pecado ya no conduzca a la condenación y la muerte eterna.[15] Por lo tanto, cuando los luteranos dicen que el justificado es también pecador y que su oposición a Dios es un pecado en sí, no niegan que, a pesar de ese pecado, no sean separados de Dios y que dicho pecado sea un pecado «dominado». En estas afirmaciones coinciden con los católicos romanos, a pesar de la diferencia de la interpretación del pecado en el justificado.

Los católicos mantienen que la gracia impartida por Jesucristo en el bautismo lava de todo aquello que es pecado «propiamente dicho» y que es pasible de «condenación» (Ro 8:1). Pero de todos modos, en el ser humano queda una propensión (concupiscencia) que proviene del pecado y compele al pecado. Dado que según la convicción católica, el pecado siempre entraña un elemento personal y dado que este elemento no interviene en dicha propensión, los católicos no la consideran pecado propiamente dicho. Por lo tanto, no niegan que esta propensión no corresponda al designio inicial de Dios para la humanidad ni que esté en contradicción con Él y sea un enemigo que hay que combatir a lo largo de toda la vida. Agradecidos por la redención en Cristo, subrayan que esta propensión que se opone a Dios no merece el castigo de la muerte eterna ni aparta de Dios al justificado. Ahora bien, una vez que el ser humano se aparta de Dios por voluntad propia, no basta con que vuelva a observar los mandamientos ya que debe recibir perdón y paz en el Sacramento de la Reconciliación mediante la palabra de perdón que le es dado en virtud de la labor reconciliadora de Dios en Cristo.

Ley y evangelio

Juntos confesamos que el ser humano es justificado por la fe en el evangelio «sin las obras de la Ley» (Ro 3:28). Cristo cumplió con ella y, por su muerte y resurrección, la superó en cuanto medio de salvación. Asimismo, confesamos que los mandamientos de Dios conservan toda su validez para el justificado y que Cristo, mediante su magisterio y ejemplo, expresó la voluntad de Dios que también es norma de conducta para el justificado.

Los luteranos declaran que para comprender la justificación es preciso hacer una distinción y establecer un orden entre ley y evangelio. En teología, ley significa demanda y acusación. Por ser pecadores, a lo largo de la vida de todos los seres humanos, cristianos incluidos, pesa esta acusación que revela su pecado para que mediante la fe en el evangelio se encomienden sin reservas a la misericordia de Dios en Cristo que es la única que los justifica.

Puesto que la ley en cuanto medio de salvación fue cumplida y superada a través del evangelio, los católicos pueden decir que Cristo no es un «legislador» como lo fue Moisés. Cuando los católicos hacen hincapié en que el justo está obligado a observar los mandamientos de Dios, no por ello niegan que mediante Jesucristo, Dios ha prometido misericordiosamente a sus hijos, la gracia de la vida eterna.

Certeza de salvación

Juntos confesamos que el creyente puede confiar en la misericordia y las promesas de Dios. A pesar de su propia flaqueza y de las múltiples amenazas que acechan su fe, en virtud de la muerte y resurrección de Cristo puede edificar a partir de la promesa efectiva de la gracia de Dios en la Palabra y el Sacramento y estar seguros de esa gracia.

Los reformadores pusieron un énfasis particular en ello: En medio de la tentación, el creyente no debería mirarse a sí mismo sino contemplar únicamente a Cristo y confiar tan solo en él. Al confiar en la promesa de Dios tiene la certeza de su salvación que nunca tendrá mirándose a sí mismo.

Los católicos pueden compartir la preocupación de los reformadores por arraigar la fe en la realidad objetiva de la promesa de Cristo, prescindiendo de la propia experiencia y confiando solo en la palabra de perdón de Cristo (cf. Mt 16:19 y 18:18). Con el Concilio Vaticano II, los católicos declaran: Tener fe es encomendarse plenamente a Dios que nos libera de la oscuridad del pecado y la muerte y nos despierta a la vida eterna. Al respecto, cabe señalar que no se puede creer en Dios y, a la vez, considerar que la divina promesa es indigna de confianza. Nadie puede dudar de la misericordia de Dios ni del mérito de Cristo. No obstante, todo ser humano puede interrogarse acerca de su salvación, al constatar sus flaquezas e imperfecciones. Ahora bien, reconociendo sus propios defectos, puede tener la certeza de que Dios ha previsto su salvación.

Las buenas obras del justificado

Juntos confesamos que las buenas obras, una vida cristiana de fe, esperanza y amor, surgen después de la justificación y son fruto de ella. Cuando el justificado vive en Cristo y actúa en la gracia que le fue concedida, en términos bíblicos, produce buen fruto. Dado que el cristiano lucha contra el pecado toda su vida, esta consecuencia de la justificación también es para él un deber que debe cumplir. Por consiguiente, tanto Jesús como los escritos apostólicos amonestan al cristiano a producir las obras del amor.

Según la interpretación católica, las buenas obras, posibilitadas por obra y gracia del Espíritu Santo, contribuyen a crecer en gracia para que la justicia de Dios sea preservada y se ahonde la comunión en Cristo. Cuando los católicos afirman el carácter «meritorio» de las buenas obras, por ello entienden que, conforme al testimonio bíblico, se les promete una recompensa en el cielo. Su intención no es cuestionar la índole de esas obras en cuanto don, ni mucho menos negar que la justificación siempre es un don inmerecido de la gracia, sino poner el énfasis en la responsabilidad del ser humanos por sus actos.

Los luteranos también sustentan el concepto de preservar la gracia y de crecer en gracia y fe, haciendo hincapié en que la justicia en cuanto ser aceptado por Dios y compartir la justicia de Cristo es siempre completa. Asimismo, declaran que puede haber crecimiento por su incidencia en la vida cristiana. Cuando consideran que las buenas obras del cristiano son frutos y señales de la justificación y no de los propios «méritos", también entienden por ello que, conforme al Nuevo Testamento, la vida eterna es una «recompensa» inmerecida en el sentido del cumplimiento de la promesa de Dios al creyente.

viernes, 21 de septiembre de 2007

La comunidad cristiana en las Cartas de San Pablo / Autor: Hº Jaime Ruiz castro CM

COMUNIDAD CRISTIANA: Nos encontramos con Comunidades formadas por gente sencilla, pobre, algunas de estas comunidades son carismáticas (Corintio, Galacia), la mayoría de ellas participan de la Eucaristía. Pablo la define como el cuerpo místico: Algunos actúan como las manos de Jesús (Catequistas, servicio a los pobres), otros como pies (Misioneros), la cabeza es Cristo y el corazón es el amor de Dios que hace moverlo todo.

En esta Comunidad no tiene que haber discriminaciones, ya que todos somos iguales delante de Cristo Jesús. Tú como cristiano eres una parte de ese cuerpo y estás llamado a hacer activar el don de ser profeta que el Espíritu te dio en el bautismo para ser luz para los demás y anunciar a Cristo en los ambientes que desarrollas tu vida dando un testimonio de vida.

LA MISIÓN DE GALACIA Y EL SECTARISMO

1. INTRODUCCIÓN: Me ha parecido oportuno de los múltiples viajes misionales de Pablo en centralizarme en la Misión a los Gálatas, motivado por un paludismo y los Gálatas en lugar en lugar de despreciarlo lo acogen como si fuera un ángel o mensajero de Dios. También aborda un tipo de Comunidad Cristiana que observamos en los países de Misión que los seglares llamados “Catequistas” en África, “Delegados de la Palabra” en Latinoamérica, o “Laicos en Misión Pastoral” tal como se ha comenzado a denominar en Catalunya son los responsables de animar a la Comunidad Cristiana.

Estamos hablando de “macroparroquias” y el presbítero va de gira por las diferentes Comunidades para celebrar la Eucaristía y administrar otros Sacramentos, reavivando la fe de estos cristianos

2. LA MISIÓN DE GALACIA: Los gálatas evangelizados por Pablo durante su segundo viaje misionero, hacia el año 50, eran descendientes de los celtas o galos, un pueblo extremadamente belicoso que en el siglo III a. C. se había instalado en la meseta central de Asia Menor. La estadía de Pablo en Galacia se prolongó por algunos meses, debido a una enfermedad que lo obligó a permanecer allí hasta su curación (4,13-15). Fuera de esto, no conocemos otros detalles sobre la actividad del Apóstol en esa región y sobre las Iglesias allí fundadas.

Las circunstancias que motivaron la intervención de Pablo están suficientemente expresadas en la Carta. Las comunidades de Galacia habían sido perturbadas por algunos predicadores cristianos venidos de Jerusalén. Estos, erróneamente, se consideraban respaldados por Santiago, «el hermano del Señor» (1,19), que era una de las «columnas de la Iglesia» junto con Pedro y Juan (2,9)

Según ellos, los fieles convertidos del paganismo debían someterse a la Ley de Moisés y a la práctica de la circuncisión, para llegar a ser verdaderos hijos de Abraham y herederos de las promesas divinas. Al mismo tiempo, trataban de desacreditar la persona y la autoridad apostólica de Pablo, mostrándolo en desacuerdo con los demás Apóstoles. La crisis provocada por estos «judaizantes» en Galacia es una de las expresiones típicas de la dificultad que tuvo la Iglesia para desvincularse cada vez más del Judaísmo y adquirir su fisonomía propia.

3. LAS COMUNIDADES CRISTIANAS DE GALACIA:

Una comunidad viva

Ese impacto personal tan profundo en la vida de Pablo hará todavía más dramática la crisis de Galacia, que nos documenta la carta correspondiente

Varias «Iglesias»

Sobre todo si se trataba de una comunidad viva y fuerte, como nos demuestran algunos indicios. Entre otros, que se formaron varias comunidades: «las Iglesias de Galacia» (Ga 1,2 y 1Cor 16,1). Los gálatas no son «cuatro gatos», que Pablo ha convertido -como quien dice- desde la cama, sino que han llegado a formar distintas Comunidades Cristianas. Pablo debió de estar allí más tiempo del que nos imaginamos y debió de dejar algún continuador de su obra, responsable de la extensión del cristianismo en las ciudades del entorno.

Si ese hombre fue Tito nos explicaremos mejor algunas cosas:

- Que sea nombrado en la Carta a Gálatas (2,1.3) Y en la Segunda a los Corintios (2,13; 7,6.13s; 8,6.16.23; 12,18), pero no en las cartas anteriores (las dos a los Tesalonicenses y la Primera a los Corintios): podría haber quedado en Galacia hasta la crisis, para después no volver;

- Si Tito es quien ha traído la noticia de la crisis y después no vuelve a Galacia, ni a llevarles la carta, comprenderemos que en la salutación de Gálatas no se citen otros nombres (como se hace en las cartas a los Tesalonicenses y a los Corintios) sino que se diga simplemente: «y todos los hermanos que están conmigo» (Ga 1,2);

- El nombre de Tito aparece sólo en las dos cartas más estridentes de Pablo (Gálatas y Segunda Corintios), que responden a dos grandes crisis.

- Según Ga 2,1-5, Tito acompañó a Pablo en el viaje que hizo a Jerusalén para someter el evangelio que anunciaba entre los paganos a la consideración de Pedro, Juan y Santiago, los cuales no exigieron que Tito fuese circuncidado, ya que sabemos que es un pagano convertido al Cristianismo y tal vez por el mismo Pablo. Por lo que nos dice 2Co 7,6-16; 8,6; 12,17-18, Tito debía ser un hombre emprendedor y con capacidad reconciliadora.

Lucas, en los Hechos, hace lo posible por hacer olvidar las estridencias de Pablo: no habla ni de la evangelización de Galacia ni de los momentos conflictivos que se mencionan en Segunda Corintios. Quizás por eso mismo ni siquiera menciona la figura de Tito.

Comunidades carismáticas

Volviendo a las Iglesias de Galacia, tenemos otro indicio de vitalidad: los tiempos presentes en Ga 3,5. Después de haber dicho (v. 2) que «recibieron» el Espíritu por haber "escuchado» la fe, les dice: “El que os está otorgando el Espíritu y está realizando milagros entre vosotros, ¿lo hace por causa de las obras de la Ley o por causa de la fe que habéis escuchado?”

Otro tiempo presente, en 4,6: “Porque sois hijos, Dios ha enviado el Espíritu de su Hijo en vuestros corazones, el cual grita: «Abbá, Padre»”

Parece claro que los cristianos tenían sus propias reuniones, en las cuales experimentaban aquellos dones del Espíritu.

Llevadas por laicos en misión pastoral

Todo eso, si no queremos atribuirlo a un milagro continuado, nos hará pensar en la presencia de unos líderes, que instruían a aquellas comunidades (¡se les presuponen buenos conocimientos de historia sagrada!) y las acompañaban en su crecimiento.

En cuanto a la forma de aquella enseñanza, Gálatas usa dos términos que han pasado a la posteridad: «catequista» y «catecúmeno», dos derivados de la palabra griega êkhô) «eco»: el maestro pronuncia unas palabras y el discípulo las va repitiendo hasta que las aprende. Con todo, la relación entre uno y otro debió de ser más profunda: “Que el catequizado comparta toda clase de bienes con aquel que lo catequiza en la palabra” (Ga 6,6).

Es decir: que el catequizado no sólo tiene que preocuparse de la manutención de aquel que lo catequiza (recordemos que Pablo, personalmente, renunciaba a ello), sino que le tiene que contar sus alegrías y sus penas.

4. LOS LAICOS EN MISIÓN PASTORAL: Monseñor Luís Martínez Sistach en su carta dirigida a toda la diócesis de Tarragona el 18 de Abril del 2001 titulada: “Reorganització de la Diòcesi davant de la disminució de preveres” escribió: “En referencia al don profético que se recibe en el bautismo, los laicos pueden realizar el servicio de la catequesis, puede recibir el nombramiento de enseñar ciencias sagradas, pueden ser llamados para cooperar con el obispo y los presbíteros en el ministerio de la Palabra, ser admitidos a predicar en una iglesia u oratorio, pueden ser enviados a una tarea misional […] Con relación al Don sacerdotal, los laicos pueden recibir los ministerios de lector y acolitado; puede administrar el bautismo un laico catequista [delegado de la Palabra] u otro designado por el obispo, si está ausente o impedido el ministro ordinario, pueden ser ministros extraordinarios de la Eucaristía, ser delegados para matrimonios, allá donde no haya ni presbíteros ni diáconos, previo el voto favorable de la Conferencia Episcopal y la licencia de la Santa Sede” . Estos ministerios que se desprende del don sacerdotal, son tareas de suplencia que realizan los laicos.

Mons. Luís prosigue: “En referencia a aquella primera categoría de las tareas intraeclesiales propias de los laicos, es necesario que el campo sea muy amplio para todos los ámbitos, pero especialmente en el parroquial y en el arciprestal. Será innumerable la lista de participación que está haciendo el laico en el Seno de la Iglesia colaborando con los sacerdotes y diáconos. Como afirma Pere Tena: ‘la capacidad de colaborar con el ministerio jerárquico viene de la misma condición sacramental del cristiano, será tan amplia como lo pidan las necesidades de la vida cristiana, en el marco de la comunión eclesial’ ‘El ejercicio de estas tareas no hace del laico un pastor: en realidad no es la tarea que constituye un ministerio, sino al orden sacerdotal’ . Así mismo es preciso evitar el peligro de clericalizar a los laicos asumiendo indebidamente tareas eclesiales que corresponden a los clérigos”

5. LA PREDICACIÓN DE PABLO: Su predicación es ante todo el «kerigma» apostólico, Hch 2,22ss, proclamación de Cristo crucificado y resucitado conforme a las Escrituras, 1Co 2,2; 15,3-4; Ga 3,1. «Su» evangelio, Rm 2,16; 16,25, no es cosa suya; es el evangelio de la fe común, Ga 1,6-9; Ga 2,2; Col 1,5-7, sólo que con una aplicación especial a la conversión de los gentiles, Ga 1 16; 2 7-9, en la línea universalista inaugurada en Antioquía. Pablo se siente solidario de las tradiciones apostólicas; las cita cuando se le presenta la ocasión, 1Co 11,23-25; 15,3-7, las supone siempre, y ciertamente les debe mucho. Parece no haber visto en vida a Cristo, ver 2Co 5,16ss, pero conoce sus enseñanzas, 1Co 7 10s; 9 14. Además, es también un testigo directo, y su irresistible convicción se apoya en una experiencia personal: porque también él ha «visto» a Cristo, 1Co 9,1; 15,8. Ha sido favorecido con revelaciones y éxtasis, 2Co 12,1-4. Lo que ha recibido de la tradición, puede también atribuirlo y con entera verdad a las comunicaciones directas del Señor, Ga 1,12; 1Co 11,23.

Se ha querido atribuir estos fenómenos místicos a un temperamento exaltado y enfermizo. Pero sin fundamento alguno. La enfermedad que le detuvo en Galacia, Ga 4,13-15, sólo parece haber sido un ataque de paludismo; y «el aguijón de la carne», 2Co 12,7, pudo ser muy bien la oposición en el seno de sus comunidades. No era hombre imaginativo, a juzgar por las imágenes que emplea, pocas y corrientes: el estadio, 1Co 9,24-27; Flp 3 ,2-14; 2Tm 4,7s, el mar, Ef 4 14, la agricultura, 1Co 3 6-8, y la construcción, 1Co 3 10-17; Rm 15 20; Ef 2,20-22, dos temas que fácilmente asocia y combina, 1Co 3,9; Col 2,7; Ef 3,17; ver Col 2 ,9; Ef 4,16. Es más bien un cerebral. A un corazón ardiente se une en él una inteligencia lúcida, lógica, exigente, solícita por exponer la fe según las necesidades de sus oyentes. A esto se deben las admirables exposiciones teológicas de que rodea al Kerigma según las circunstancias. Cierto que esa lógica no es la nuestra. Pablo argumenta en ocasiones como rabino, según los métodos exegéticos recibidos de su ambiente y de su educación (por ejemplo, Ga 3,16; 4,21-31).Pero su genio hace saltar los límites de aquella herencia tradicional, y hace pasar una doctrina profunda a través de canales un tanto anticuados para nosotros.

Por otra parte, este semita también posee una cultura griega aceptable, recibida quizá desde su infancia en Tarso, enriquecida por reiterados contactos con el mundo grecorromano. Esta influencia se refleja en su modo de pensar lo mismo que en su lenguaje y en su estilo. Cita autores clásicos si la ocasión se presenta, 1Co 15 3, y conoce ciertamente la filosofía popular basada en el estoicismo. Debe a la «diatriba» cínico-estoica su estilo de razonamiento riguroso por medio de breves preguntas y respuestas, Rm 3,1-9.27-31, o sus amplificaciones por acumulación retórica, 2Co 6 4-10; y cuando por el contrario emplea frases largas y recargadas, donde las proposiciones se empujan en oleadas sucesivas, Ef 1,3-14; Col 1,9-20, puede también tener sus modelos en la literatura religiosa helenista. Maneja corrientemente el griego con pocos semitismos. Es el griego de su tiempo, la «koiné» elegante, pero sin pretensiones aticistas. Pues desprecia la afectación de la elocuencia humana y sólo quiere atribuir su fuerza de persuasión al poder de la Palabra de fe confirmada por los signos del Espíritu, 1Ts 1,5; 1Co 2,4s; 2Co 11,6; Rm 15,18.Incluso, a veces, su expresión es incorrecta e incompleta, 1Co 9,15, pues el molde del lenguaje resulta incapaz de contener la presión de un pensamiento demasiado rico o de emociones demasiado vivas.

Salvo raras excepciones, Flm 19, dicta, Rm 16,22, en la forma acostumbrada por los antiguos, contentándose con escribir el saludo final, 2Ts 3,17; Ga 6,11; 1Co 16, 21; Col 4 18; y si bien algunos fragmentos parecen fruto de una redacción largamente meditada, muchos otros producen la impresión de un primer impulso espontáneo y sin retoques. A pesar de estos defectos, o quizá precisamente por ellos, este estilo fogoso es de una densidad extraordinaria. Un pensamiento tan elevado, expresado de manera tan ardorosa, ofrece al lector más de una dificultad (2 P 3,16); pero también le ofrece textos cuyo vigor religioso y aun literario no tienen quizá igual en la historia de los epistolarios humanos

6. LAS SECTAS HOY: La crisis de los Gálatas fue desencadenada por unos pseudosmensajeros de los apóstoles que bajo la autoridad y la tradición bíblica del judaísmo obligaban a los Cristianos provenientes del paganismo a circuncidarse, también manipulaban el contenido de la Predicación realizada por Pablo, manipulando la interpretación de la Biblia Judía, ya que en ninguna escuela rabínica se oía tales disparates, por eso Pablo les mete la bronca (Ga 1,6-9), y con la carta tiende a situar los puntos sobre las “íes” sobre los temas que habían manipulado. Esta carta a diferencia de 2Co no tiene un carácter reconciliador.

Hoy en día, las sectas paracristianas que se adhieren a una supuesta autoridad bíblica hacen que algunos católicos cambien de Evangelio y tenemos que recodar aquello que dijo Pedro: “Acerca de lo cual también os ha escrito nuestro querido hermano Pablo, según la sabiduría que Dios le ha dado. En cada una de sus cartas os ha hablado de esto, aunque hay en ellas puntos difíciles de entender que los ignorantes y los débiles en la fe tuercen, como tuercen las demás Escrituras, para su propia perdición.” (2Pe 3,15b-16)

lunes, 22 de octubre de 2007

La Constitución dogmática “LUMEN GENTIUM” / Autor: Hº Jaime Ruiz Castro CM


INTRODUCCIÓN.

En la Constitución Lumen Gentuim, la Iglesia se ha propuesto declarar con toda precisión a sus fieles y a todo el mundo su naturaleza y su misión universal. En este breve informe, se abordará este documento magisterial desde una visión global, entregando algunos elementos de su estructura que nos ayuden para que el acercamiento a él, sea lo más sencillo posible y a su vez se compartirán algunos comentarios a algunos números que nos hablan del concepto de Santidad que nos aporta este concilio.

Siento que antes de acercarnos al documento propiamente y antes de seguir en la lectura de este comentario, es muy necesario realizar una mirada retrospectiva en la historia de nuestra Iglesia. Situarnos en todo el ambiente que rodeó la realización del Concilio Vaticano II, los conceptos que hasta ese momento se manejaban en nuestro lenguaje, en nuestra enseñanza y en nuestra vida de cristianos. Sin hacer este recorrido previo por la historia, no se podrán reconocer los aportes del este Concilio en el pensamiento de la Iglesia, ya que será muy probable, que para las generaciones post-conciliares, este documento, y otros más, no signifiquen aportes sustanciales a nuestras vidas y conocimientos.

Como un breve anticipo, y con esto fundamento el enfoque de esta reflexión, lo que me llamó la atención del documento en cuestión, fue el gran cambio de visión en el concepto y la vivencia de la Santidad, vista ahora, no como algo distante, inalcanzable, sino como algo mucho más cercano, que lo vivimos en nuestra práctica del amor cotidiano, como se acercó a la realidad algo que parecía tan ajeno a ella.

Reconociendo de antemano lo complejo y árido que puede llegar a ser la lectura de la L.G., creo poder hacer un pequeño aporte para que esta lectura pueda hacerse un poco más accesible y cercana.

BREVE RESEÑA Y ESTRUCTURA DEL DOCUMENTO.

El Concilio Vaticano II se desarrolló entre los años 1962 y 1965 y el documento de la Lumen Gentium se elaboró entre la primera y la tercera sesión. Juan XXIII, al convocar al Concilio pidió propuestas de temas. Uno de ellas fue un documento sobre la Iglesia.

La forma de trabajo era reunirse cada año desde el 08 de septiembre al 08 de diciembre. Una comisión presentaba los documentos que eran estudiados por los padres conciliares.

Luego de varias propuestas, el día 24 de noviembre de 1964, este documento magisterial (L.G.) fue aprobado casi por unanimidad.

Para obtener una visión general de este documento, podemos decir que, a lo largo de sus 8 primeros capítulos se pretende dar respuesta a la Naturaleza y la Finalidad de la Iglesia. Luego, se le adhieren dos decretos más, uno sobre el Ecumenismo y otro sobre las Iglesias Orientales, los cuales le dan la integridad necesaria para ser “Luz para los Pueblos”.

ALGUNOS CONCEPTOS IMPORTANTES.

De una forma muy global intentaré dar una definición de algunos términos que están presentes en la L.G. que me llamaron la atención, y que algunos a simple vista, no están explícitamente graficados en él.

Misterio. (Manifestación progresiva)

.En el contexto bíblico, la palabra Misterio se entiende como el plan salvador de Dios, preparado desde toda la eternidad, el cual se resume en Cristo encarnado que en su Cuerpo y en su Cruz reúne todo, manifestando el amor de Dios y la reconciliación de toda la humanidad.

Eclesiológicamente le podemos llamar a la Iglesia Misterio, porque es el lugar donde se manifiesta, se revela a la humanidad el plan de salvación de Dios. Lo característico de este misterio, no es lo oculto, sino lo propio de una verdad que revela progresivamente, con el paso del tiempo y de las experiencias, es algo que solo podemos entender retrospectivamente. Este misterio quiere acentuarnos que el plan salvador de Dios no es inmediato, no lo podemos comprender rápidamente, reconocemos su paso por nuestras vidas, pero no son más que eso, pasos, marcas, que nos invitan a estar atentos a una nueva manifestación. La L.G. describe a la Iglesia-Misterio, como la concretación del plan de Salvación.

Sacramento. (Signo, instrumento, medio eficaz)

La Iglesia es en Cristo como un Sacramental. La Iglesia en Cristo ilumina y en Cristo es Sacramento. Señala y concreta la unión de Dios con los hombres y de los hombres entre sí.

Para entender esto, debemos tener en cuenta lo siguiente: El Primer Sacramento en la Iglesia es Cristo, pero para que Cristo se manifieste, necesita de la Iglesia, por ende, la Iglesia es un medio necesario, no es un fin. El único fin es manifestar el reino de Cristo.

Decir que la Iglesia es como un Sacramento, es reconocer que la Iglesia es signo o instrumento de comunión entre Dios y los hombres.

Comunión. (Participación de algo en común.)La Iglesia es Sacramento de comunión. Es el espacio donde nos sentimos congregados bajo un mismo Espíritu, reconociendo nuestras diferencias. Es una unión especial en donde cada uno aporta desde su propia realidad y experiencia, así como la imagen de la Vid y los sarmientos, todos estamos unidos por un mismo tronco (Cristo), pero somos distintas ramas (nosotros). Es Unidad, no Uniformidad.

El documento nos aporta las siguientes ideas: Comunión de los fieles: entiende como algo fundamental en la Iglesia la igualdad de todos por medio del Bautismo, por él nos integramos todos a la misma Iglesia y dentro de ella compartimos todos la misma unión en Cristo.

Comunión de las Iglesias: se acentúa la aceptación y la comunión con otras Iglesias particulares (cristianas) por la unión Universal (que no es unión Plena).

Comunión de la Jerarquía: por el ministerio cetrino nos mantenemos todos los miembros de la Iglesia en Unidad. Es el reconocer que necesitamos de alguien concreto que nos guíe, oriente y pastoree.

Comunión Abierta: es la invitación a dialogar y relacionarnos con el mundo, desde el amor y la solidaridad. Es aceptar la invitación de ser signos del reino para todo el mundo, no es para un grupo selecto.

SANTIDAD SEGÚN LA L.G.
.
El capítulo quinto del documento, hace un análisis exclusivo al tema de la santidad y sus diversos, el cual me parece personalmente interesante destacar. Comienza este capítulo, entregándonos a groso modo la idea de que todos estamos llamados a ser Santos. Ser Santos como Cristo fue Santo, no significa solamente ser devoto, religioso, piadoso o rigorista, es mucho más que simples actos externos. Es una actitud de vida. Es una llamado que Dios nos hace (vocación) y es con nuestra vida concreta y cotidiana que nosotros le respondemos. En este mismo número el documento pone las bases de la existencia de la Santidad en la Iglesia Católica, que aunque el concepto católico no aparece explícitamente en este número, lo podemos interpretar debido a la explicación de la santidad en su sentido Universal, tanto dentro de la jerarquía de la Iglesia, como en el mundo de los fieles, ya que en ellos el Espíritu Santo se manifiesta depositando semillas y recogiendo frutos de caridad

Posteriormente el documento nos quiere aclarar más detalladamente y con una explicación muy lógica el origen y el por qué de esta invitación a ser Santos. Nos pone nuevamente como referente a Cristo, el Maestro y Modelo de Perfección. Es decir, nosotros debemos seguir a Cristo en sus enseñanzas y en sus obras, debemos no solamente hacer lo que Cristo hizo, sino también, como lo Él lo hizo. El por qué de esta invitación, se radica en el Bautismo, es en este Sacramento que compartimos la Naturaleza de Divina, y es por esto que debemos cuidar y potenciar este gran regalo a lo largo de nuestra vida.

Es desde este número 40 como se fundamenta el número siguiente, que nos habla de los diversos estados de vida en que se puede ejercitar esta vocación a la Santidad. En este número se va describiendo gráficamente, como los obispos, los presbíteros, los diáconos, los clérigos, los cónyuges, los solteros, los enfermos y pobres, pueden alcanzar a vivir la Santidad desde sus diversas realidades. Me llama profundamente la atención como se integra y se describe la vivencia de la santidad para los laicos. Creo que este ha sido uno de los grandes pasos que se ha dado en el pensamiento de nuestra Iglesia, por ende, ha sido uno de los grandes aportes de este Concilio Vaticano II, ya que en otros documentos, también se resalta fuertemente la presencia y participación activa de los laicos en la Iglesia[ En este número solo les quiero compartir una simple percepción. Siento que aún existe una buena cuota de clericalismo en nuestro medio, el cual dificulta una mayor integración y participación activa de los laicos en nuestra Iglesia, aunque en muchas ocasiones esta es una responsabilidad compartida, entre nuestra jerarquía y el pueblo de Dios, ya que a ellos, en ciertas ocasiones se les brindan los espacios y no los han sabido resguardar y aprovechar. Este mismo capítulo culmina, con un tono de reconocimiento y también de exhortación, sobre la vivencia de la caridad, dirigida explícitamente a quienes la han querido vivir de una forma más radical abrazando como horizonte de su vida los Consejos Evangélicos. Es una bonita ilustración sobre la esencia de la vivencia del Amor, resumida en los tres ámbitos que abarcan nuestra integridad de personas.

CONCLUSIÓN.

Son tres las ideas que me quedan después de elaborar este informe con respecto a la santidad. La primera es como nosotros a pesar de nuestra humanidad frágil, vulnerable, pecadora, estamos siendo cooperadores de la voluntad de Dios y de la construcción de su reino. El pensar esto, ser cooperadores de Dios, me evoca fuertemente uno de los principios de nuestra espiritualidad franciscana, el ser Instrumentos de su bondad, de su justicia, de su misericordia, de su consuelo.

Lo segundo es que siento que la Santidad es una invitación concreta que Dios nos hace para ser mejores personas, para relacionarnos de mejor forma, para llevar a cabo una forma distinta nuestro diario vivir. El Señor nos dice: “Ámense los unos a los otros, como yo los he amado” (Jn. 15,12). Esta invitación nos propone el vivir la Compasión, la Misericordia y la Humildad.

Somos Humildes cuando nos aceptamos ser pobres, limitados, frágiles, carentes y no lo somos, cuando pensamos ser alguien superior, ya sea por nuestra condición social, económica, política, cultural o religiosa.; cuando nos juzgamos mejores que los demás. Somos misericordiosos cuando hemos vivenciado profundamente la misericordia que proviene de Dios hacia nosotros, al descubrirnos pobres y débiles y no lo somos cuando dejamos reinar en nosotros los prejuicios, la indiferencia, el pesimismo. Somos compasivos cuando somos capaces de acercarnos con sincero corazón al que sufre, al necesitado, al enfermo, y no lo somos cuando aislamos a nuestros hermanos, cuando los dejamos solos en sus dificultades, cuando no nos interesa lo que le pasa, lo que siente, lo que vive.

Lo tercero que pienso es, que la santidad al ser una invitación de Dios, es una invitación que no se piensa, ni se vive en un pasado o un futuro, solo le pertenece al presente. Es decir, Dios nos invita a ser Santo como Él es Santo, nos invita a amarnos mutuamente, pero en nuestro tiempo, en una realidad concreta y específica. En muchas ocasiones nosotros pensamos que podríamos haber logrado la Santidad en tiempos pretéritos, cuando existían otras formas de vida religiosa y consagrada, cuando eran otros los parámetros y las inquietudes de la época y no reconocemos que Dios se encarnó en un tiempo concreto y que su palabra se hace actual en nuestra realidad. También solemos creer que seremos Santos cuando seamos mayores, cuando tengamos más tiempo para rezar, cuando vivamos más tranquilos, sin las actividades cotidianas. En ambas aspiraciones siento que perdemos el horizonte. La Santidad como tal, es una invitación de Dios para vivirla ahora, en el presente, con la conciencia que Dios nos ama por sobre todas las cosas y sin condiciones, nos ama con nuestras imperfecciones, debilidades, limitaciones, flaquezas y nos invita a amar con toda esta realidad, nos invita a hacer el bien hoy día, no ayer ni mañana, nos promueve a servir ahora y a amar ahora, en el presente, a pesar de nuestras limitaciones, ya que estas son parte de la humanidad, de la Iglesia y de la condición de discípulo, que sigue a su maestro para aprender, para mejorar, para crecer.

En síntesis, la Santidad para mí, no es algo que se alcanza al final de nuestra vida, por nuestros propios méritos. No es el resultado de la suma de los buenos actos realizados en la vida, es mucho más desafiante que una simple meta a alcanzar. La Santidad es una invitación constante, un proceso de descubrimiento del amor de Dios en nuestra vida. La Santidad es una forma de vida, a la que todos estamos llamados y que debemos seguir.

Por último, me gustaría terminar con las mismas palabras que utiliza el documento para cerrar el número 42: “Todos los fieles cristianos, en cualquier condición de vida, de oficio de circunstancias, y precisamente por medio de todo eso, se podrán santificar de día en día, con tal de recibirlo todo con fe de la mano del Padre Celestial, con tal de cooperar con la voluntad divina, manifestando a todos incluso en una servidumbre temporal, la caridad con que Dios amó al mundo”.