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viernes, 7 de diciembre de 2007

«Jesús de Nazaret, ¿"uno de los profetas"?» / Autor: Raniero Cantalamessa, OFM Cap.


Primera predicación de Adviento del padre Raniero Cantalamessa OFM Cap /
Adviento 2007 en la Casa Pontificia


CIUDAD DEL VATICANO, viernes, 7 diciembre 2007 ( ZENIT.org ).- Publicamos la primera predicación de Adviento que, en presencia de Benedicto XVI, ha pronunciado el padre Raniero Cantalamessa, OFM Cap., predicador de la Casa Pontificia. Eje de estas meditaciones es el tema «Nos ha hablado por medio del Hijo» (Hebreos 1, 2); asisten también a este camino de preparación de la Navidad, en la capilla Redemptoris Mater del Palacio Apostólico del Vaticano, colaboradores del Santo Padre.

* * *


1. La «tercera investigación»

«Muchas veces y de muchos modos habló Dios en el pasado a nuestros Padres por medio de los Profetas: en estos últimos tiempos nos ha hablado por medio del Hijo a quien instituyó heredero de todo, por quien también hizo los mundos; el cual, siendo resplandor de su gloria e impronta de su sustancia, y el que sostiene todo con su palabra poderosa, después de llevar a cabo la purificación de los pecados, se sentó a la diestra de la Majestad en las alturas (Hb 1, 1-3).

Este impulso de la Carta a los Hebreos constituye una síntesis grandiosa de toda la historia de la salvación. Está formada por la sucesión de dos tiempos: el tiempo en que Dios hablaba por medio de los profetas y el tiempo en que Dios habla por medio de su Hijo; el tiempo en que hablaba «por persona intermedia» y el tiempo en que habla «en persona». El Hijo, en efecto, es «resplandor de su gloria e impronta de su sustancia», esto es, como se dirá más tarde, de la misma sustancia del Padre.

Existe continuidad y salto de calidad a la vez. Es el mismo Dios quien habla, la misma revelación; la novedad es que ahora el Revelador se hace revelación; revelación y revelador coinciden. La fórmula de introducción de los oráculos es la mejor demostración de ello: ya no «Dice el Señor», sino «Yo os digo».

A la luz de esta poderosa palabra de Dios que es Hebreos 1,1-3, busquemos, en esta predicación de Adviento, hacer un discernimiento de las opiniones que circulan actualmente sobre Jesús, fuera y dentro de la Iglesia, a fin de poder, en Navidad, unir sin reservas nuestra voz a la de la liturgia que proclama su fe en el Hijo de Dios venido a este mundo. Somos continuamente reconducidos al diálogo de Cesarea de Filipo: ¿para mí Jesús es «uno de los profetas» o es el «Hijo del Dios vivo»? (v. Mt 16,14-16).

En el campo de los estudios históricos sobre Jesús, se está viviendo la llamada «tercera investigación». Se denomina así para distinguirla tanto de la «antigua investigación» histórica de inspiración racionalista y liberal que dominó desde finales del siglo XVIII todo el siglo XIX, como de la llamada «nueva investigación histórica» que empezó hacia mediados del siglo pasado en reacción a la tesis de Bultmann que había proclamado el Jesús histórico inalcanzable y sobre todo irrelevante para la fe cristiana.

¿En qué se diferencia la «tercera investigación» de las precedentes? Ante todo en la convicción de que podemos saber del Jesús de la historia gracias a las fuentes, mucho más de cuanto en el pasado se admitía. Pero sobre todo la tercera investigación se diferencia en los criterios para alcanzar la verdad histórica sobre Jesús. Si antes se pensaba que el criterio fundamental de certificación de la verdad de un hecho o de un dicho de Jesús era que hubiera estado en contraste con cuanto se hacía o se pensaba en el mundo judaico contemporáneo a Él, ahora se ve, al contrario, en la compatibilidad de un dato evangélico con el judaísmo del tiempo. Si antes el sello de autenticidad de un dicho o de un hecho era su novedad e «inexplicabilidad» respecto al ambiente, ahora es, al contrario, su explicabilidad a la luz de nuestros conocimientos del judaísmo y de la situación social de la Galilea del tiempo.

Son evidentes algunas ventajas de esta nueva aproximación. Se reencuentra la continuidad de la revelación. Jesús se sitúa en el interior del mundo judaico, en la línea de los profetas bíblicos. Hace sonreír la idea de que hubo un tiempo en que se creía poder explicar todo el cristianismo con el recurso a influencias helenísticas.

El problema es que se ha llevado tan allá esta conquista que se ha convertido en pérdida. En muchos representantes de esta tercera investigación, Jesús acaba por diluirse completamente en el mundo judaico, sin distinguirse ya más que en algún detalle y por alguna interpretación particular de la Torá. Uno de los profetas judíos, o como gusta decir, de los «carismáticos itinerantes». Significativo el título de un ensayo famoso, el de J. D. Crossmann: «El Jesús histórico. La vida de un campesino judío del Mediterráneo».

Sin llegar a estos excesos, también el autor más conocido y, en cierto sentido, iniciador de la tercera investigación, E. P. Sanders, se encuentra en esta línea [1]. Encontrada de nuevo la continuidad, se ha perdido la novedad. La divulgación, también entre nosotros, en Italia, ha hecho el resto, difundiendo la imagen de un Jesús judío entre judíos, que no hizo casi nada nuevo, pero del que se sigue diciendo (no se sabe cómo) que «cambió el mundo».

Se continúa reprochando a las generaciones de estudiosos del pasado haberse construido cada vez una imagen de Jesús según la moda o los gustos del momento, y no se percibe que se prosigue en la misma línea. Esta insistencia en el Jesús judío entre judíos, de hecho, depende al menos en parte del deseo de reparar los errores históricos cometidos contra este pueblo y de favorecer el diálogo entre judíos y cristianos. Un óptimo objetivo que se persigue, como veremos enseguida, con un medio (por el modo en que se utiliza) equivocado. Se trata en efecto de una tendencia sólo aparentemente filo-judaica. En realidad se termina por cargar al mundo judaico con una responsabilidad más: la de no haber reconocido a uno de ellos, uno cuya doctrina era perfectamente compatible con cuanto el mismo creía.

2. El rabino Neusner y Benedicto XVI

Quien ha evidenciado lo iluso de esta aproximación con la finalidad de un verdadero diálogo entre judaísmo y cristianismo ha sido precisamente un judío, el rabino americano Jacob Neusner. Quien haya leído el libro del Papa Benedicto XVI sobre Jesús de Nazaret sabe ya mucho sobre el pensamiento de este rabino, con quien dialoga en uno de los capítulos más apasionantes del libro. Lo reevoco en sus puntos principales.

El conocidísimo estudioso judío escribió un libro titulado «Un rabino habla con Jesús». En él imagina ser un contemporáneo de Cristo que un día se suma a la multitud que le sigue y escucha el sermón de la montaña. Explica por qué, aún fascinado por la doctrina y por la persona del Galileo, al final comprende, a su pesar, que no puede hacerse discípulo suyo y decide permanecer como discípulo de Moisés y seguidor de la Torá.

Todos los motivos de su decisión al final se reducen a uno solo: para aceptar lo que este hombre dice ha que reconocerle la misma autoridad de Dios. Él no se limita a «cumplirla», sino que sustituye la Torá. Impresionante el intercambio de ideas que el rabino, desde el encuentro con Jesús, tiene con su maestro en la sinagoga:

Maestro: «¿Ha descuidado algo [de la Torá] tu Jesús?»
Rabino Neusner: «Nada»
Maestro: «¿Entonces ha añadido algo?»
Rabino Neusner: «Sí, a sí mismo»

Interesante coincidencia: es la misma respuesta que san Ireneo daba en el siglo II a quienes se preguntaban qué había traído Cristo de nuevo, al venir al mundo. «Ha traído --escribía-toda novedad, trayéndose a sí mismo»: «omnem novitatem attulit semetipsum afferens» [2].

Neusner ha sacado a la luz la imposibilidad de hacer de Jesús un judío «normal» de su tiempo, o uno que se aparta de aquél sólo en puntos de importancia secundaria. Tuvo también otro grandísimo mérito: mostrar la inanidad de todo intento de separar al Jesús de la historia del Cristo de la fe. Hace ver cómo la crítica puede quitar del Jesús de la historia todos los títulos: negar que se haya (o que le hayan) atribuido, en su vida terrena, el título de Mesías, de Señor, de Hijo de Dios. Después de que se le haya quitado todo lo que se quiera, lo que permanece en los evangelios es más que suficiente para demostrar que no se consideraba un simple hombre. Igual que basta con un fragmento de cabello, una gota de sudor o de sangre para reconstruir el ADN completo de una persona, también basta con un dicho, tomado casi por casualidad, del evangelio para demostrar la conciencia que Jesús tenía de actuar con la misma autoridad de Dios.

Neusner, como buen judío, sabe qué quiere decir: «El Hijo del hombre es señor también del sábado», porque el sábado es la «institución» divina por excelencia. Sabe qué implica decir: «Si quieres ser perfecto ven y sígueme»: quiere decir sustituir el antiguo paradigma de santidad, que consiste en la imitación de Dios («Sed santos porque yo, vuestro Dios, soy santo»), con el nuevo paradigma que consiste en la imitación de Cristo. Sabe que sólo Dios puede suspender la aplicación del cuarto mandamiento como hace Jesús cuando pide a uno que renuncie a sepultar a su padre. Comentando estos dichos de Jesús, Neusner exclama: «Es el Cristo de la fe el que habla aquí» [3].

En su libro el Papa responde ampliamente y, para un creyente, de forma convincente e iluminadora, a la dificultad del rabino Neusner. Su respuesta me hace pensar en la que Jesús mismo dio a los que envió donde Juan el Bautista a preguntarle: «¿Eres tú quien debe venir o debemos esperar a otro?». Jesús, en otras palabras, no sólo reivindicó para sí una autoridad divina, sino que también dio señales y garantías de ello: los milagros, su propia enseñanza (que no se agota en el sermón de la montaña), el cumplimiento de las profecías, sobre todo aquella pronunciada por Moisés de un profeta semejante o superior a él; después su muerte, su resurrección y la comunidad nacida de Él que realiza la universalidad de la salvación anunciada por los profetas.

3. «Exhortaos mutuamente»

Sería necesario, en este punto, observar algo: el problema de la relación entre Jesús y los profetas no se plantea sólo en el contexto del diálogo entre cristianismo y judaísmo, sino también dentro de la propia teología cristiana, donde no han faltado intentos de explicar la personalidad de Cristo con el recurso a la categoría de profeta. Estoy convencido de la radical insuficiencia de una cristología que pretenda aislar el título de profeta y refundar sobre él todo el edificio de la cristología.

Además, este intento no es en absoluto nuevo. Lo propuso en la antigüedad Pablo de Samosata, Fotino y otros en términos a veces casi idénticos. Entonces, en una cultura de orientación metafísica, se hablaba del mayor profeta; actualmente, en una cultura de orientación histórica, se habla de profeta escatológico. ¿Pero es tan distinto escatológico de supremo? ¿Puede uno ser el mayor profeta sin ser también el profeta definitivo, y puede el profeta definitivo no ser asimismo el mayor de los profetas?

Una cristología que no va más allá de la categoría de Jesús como «profeta escatológico» constituye, sí, como está en las intenciones de quien la propone, una actualización del dato antiguo, pero no del dato definido por los concilios, sino del dato condenado por los concilios.

Sobre este problema no insisto, que lo traté en años pasados en esta misma sede [4]. Más bien desearía pasar inmediatamente a alguna aplicación práctica de las reflexiones hechas hasta ahora que nos ayude a hacer del Adviento un tiempo de conversión y de despertar espiritual.

La conclusión que la Carta a los Hebreos saca de la superioridad de Cristo sobre los profetas y sobre Moisés no es una conclusión triunfalista, sino parenética; no insiste en la superioridad del cristianismo, sino en la mayor responsabilidad de los cristianos ante Dios. Dice:

«Por tanto, es preciso que prestemos mayor atención a lo que hemos oído, para que no nos extraviemos. Pues si la palabra promulgada por medio de ángeles obtuvo tal firmeza que toda trasgresión y desobediencia recibió justo castigo, ¿cómo saldremos absueltos nosotros si descuidamos tan gran salvación?» (Hb 2, 1-3). «Antes bien, exhortaos mutuamente cada día mientras dure este "hoy", para que ninguno de vosotros se endurezca seducido por el pecado» (Hb 3, 13).

Y en el capítulo 10 añade: «Si alguno viola la ley de Moisés, es "condenado a muerte" sin compasión, "por la declaración de dos o tres testigos". ¿Cuánto más grave castigo pensáis que merecerá el que pisoteó al Hijo de Dios, y tuvo como profana "la sangre de la alianza" que le santificó, y ultrajó al Espíritu de la gracia?» (Hb 10, 28-29).

La palabra con la que, recogiendo la invitación del autor, deseamos exhortarnos mutuamente es la que la liturgia nos ha hecho escuchar el pasado domingo y que da el tono a toda la primera semana de Adviento: «¡Velad!». Es interesante observar algo. Cuando se retoma en la catequesis apostólica después de Pascua, esta palabra de Jesús se encuentra casi siempre dramatizada: no velad, sino despertad, ¡espabilaos del sueño! Del estado de vigilia se pasa al acto de despertarse.

Existe en la base la constatación de que en esta vida estamos crónicamente expuestos a recaer en el sueño, o sea, en un estado de suspensión de las facultades, de adormecimiento y de inercia espiritual. Las cosas materiales tienen un efecto narcotizante en el alma. Por eso Jesús recomienda: «¡Guardaos de que no se hagan pesados vuestros corazones por el libertinaje, por la embriaguez y por las preocupaciones de la vida!» (Lc 21, 34).

Puede servirnos de útil examen de conciencia volver a escuchar la descripción que san Agustín hace de este estado de duermevela en las Confesiones: «El fardo del mundo me oprimía como en un deleitoso sueño; y los pensamientos que de Ti me venían eran como esos intentos por despertar que a veces tenemos y que son vencidos por la pesadez del sueño [...]. Así tenía yo por cierto que es mejor entregarme a tu amor que ceder a mis apetitos; pero si tu amor me atraía no llegaba a vencerme, y el apetito, porque me agradaba, me tenía vencido. No tenía respuesta que darte cuando me decías: "¡Despierta, tú que duermes, y levántate de entre los muertos, y te iluminará Cristo!" (Ef 5,14). Y mientras tú me rodeabas con la verdad por todas partes y de ella estaba totalmente convencido, no tenía para responderte sino lentas palabras llenas de sueño: "Si, ya voy, ahora voy; pero, ¡aguárdame un poquito!". Y mientras tanto pasaba el tiempo» [5] .

Sabemos cómo el santo salió al final de este estado. Se encontraba en un jardín en Milán, lacerado por esta lucha entre la carne y el espíritu; oyó las palabras de un canto: «Tolle, lege, tolle, lege». Las tomó como una invitación divina; tenía consigo el libro de las cartas de Pablo; lo abrió decidido a tomar como palabra de Dios para él el primer pasaje sobre el que cayera. Y fue sobre el texto que hemos escuchado el domingo pasado, en la segunda lectura de la Misa:

«Ya es ya hora de levantaros del sueño; que la salvación está más cerca de nosotros que cuando abrazamos la fe. La noche está avanzada; el día se avecina; despojémonos, pues, de las obras de las tinieblas y revistámonos de las armas de la luz. Como en pleno día, procedamos con decoro: nada de comilonas y borracheras; nada de lujurias y desenfrenos; nada de rivalidades y envidias. Revestios más bien del Señor Jesucristo y no os preocupéis de la carne para satisfacer sus concupiscencias» (Rm 13, 11-14). Una luz de serenidad atravesó el cuerpo y el alma de Agustín y comprendió que, con la ayuda de Dios, podía vivir casto.

4. «Dame castidad y continencia»

El caso de Agustín me lleva a introducir en mi reflexión una nota de actualidad. La semana pasada se emitió en «Rai Uno» un espectáculo del cómico Roberto Benigni que registró una audiencia elevadísima. Se trató, en momentos, de una lección de altísima comunicación religiosa, además de artística y literaria, de la que tanto tendríamos que aprender los predicadores: capacidad de dar voz al sentido de lo eterno del hombre, la maravilla frente al misterio, al arte, a la belleza y al simple hecho de existir.

Lamentablemente, sobre un punto, tal vez no premeditado, el cómico lanzó un mensaje que podría ser muy peligroso para los jóvenes y que hay que rectificar. Para apoyar su invitación a no tener miedo de las pasiones, a experimentar el vértigo del amor también en su aspecto carnal, citó la frase de Agustín que dice: «Dame la castidad y la continencia, pero no ahora» [6] . Como si antes hubiera que probar de todo y después, quien sabe si ya ancianos, cuando no cuesta esfuerzo, practicar la castidad.

No dijo el cómico hasta qué punto Agustín se tuvo que arrepentir después de haber hecho, siendo joven, aquella plegaria, y cuántas lágrimas le costó arrancarse la esclavitud a la que se había entregado. No recordó la oración con la que el santo sustituyó la otra, una vez reconquistada la libertad: «Tú me mandas que sea casto; pues bien: dame lo que me pides y pídeme lo que quieras» [7].

No creo que los jóvenes de hoy necesiten ánimos para «lanzarse», para «experimentar», para romper límites (todo les empuja directamente en esta dirección con los trágicos resultados que conocemos). Tienen necesidad de que se les den motivaciones válidas, no ciertamente a temer su cuerpo y el amor, sino a tener miedo de destruir uno y otro.

En el canto del Infierno que el cómico comentó admirablemente, Dante brinda una de estas motivaciones profundas, sobre la que, sin embargo, se ha pasado de largo. El mal es someter la razón al instinto, en lugar del instinto a la razón. «Supe que a un tal tormento / sentenciados eran los pecadores carnales / que la razón al deseo sometieron». El deseo tiene su función si es regulado por la razón; en caso contrario se convierte en el enemigo, no en el aliado, del amor, llevando a los crímenes más brutales de los que las crónicas recientes nos han dado ejemplos.

Pero vayamos más directamente a nuestra reflexión. La vida espiritual no se reduce ciertamente sólo a la castidad y a la pureza; sin embargo es verdad que sin ellas todo esfuerzo en otras direcciones resulta imposible. Se trata, verdaderamente, como la llama Pablo en el texto citado, un «arma de la luz»: una condición para que la luz de Cristo se difunda alrededor de nosotros y a través de nosotros.

Hoy se tiende a contraponer entre sí los pecados contra la pureza y los pecados contra el prójimo, y se tiende a considerar verdadero pecado sólo aquél contra el prójimo; se ironiza, a veces, sobre el culto excesivo dado en el pasado a la «bella virtud». Esta actitud, en parte, es explicable; la moral había acentuado demasiado unilateralmente, con anterioridad, los pecados de la carne hasta crear, a veces, auténticas neurosis, en perjuicio de la atención a los deberes hacia el prójimo y también en perjuicio de la misma virtud de la pureza que era, de tal manera, empobrecida y reducida a virtud casi sólo negativa, la virtud de saber decir no.

Pero ahora se ha pasado al exceso opuesto y se tiende a minimizar los pecados contra la pureza en beneficio (frecuentemente sólo verbal) de una atención al prójimo. Es iluso creer que se puede armonizar un auténtico servicio a los hermanos --que requiere siempre sacrificio, altruismo, olvido de sí y generosidad-- y una vida personal desordenada, toda orientada a complacerse a uno mismo y a las propias pasiones. Se acaba, inevitablemente, por instrumentalizar a los hermanos, como se instrumentaliza el propio cuerpo. No sabe decir «sí» a los hermanos quien no sabe decir «no» a uno mismo.

Una de las «excusas» que más contribuyen a favorecer el pecado de impureza, en la mentalidad de la gente, y a descargarlo de toda responsabilidad es que, total, no hace mal a nadie, no viola los derechos ni las libertades de los demás, a menos --se dice-- que se trate de violencia carnal. Pero aparte del hecho de que viola el derecho fundamental de Dios de dar una ley a sus criaturas, esta «excusa» es falsa también respecto al prójimo. No es verdad que el pecado de impureza se quede en quien lo comete.

En el «Talmud» judaico se lee un apólogo que ilustra bien la solidaridad que existe en el pecado y el daño que cada pecado, incluso personal, acarrea a los demás: «Algunas personas se encontraban a bordo de una barca. Una de ellas tomó un taladro y empezó a hacer un agujero. Los demás pasajeros, al verlo, le dijeron: - ¿Qué heces? - Él respondió: - ¿Qué os importa? ¿Acaso no es bajo mi asiento donde estoy perforando? - Pero ellos replicaron: - ¡Sí, pero el agua entrará y nos anegará a todos!». ¿No es lo que está ocurriendo en nuestra sociedad? También la Iglesia sabe algo del mal que se puede ocasionar a todo el Cuerpo con los errores personales cometidos en este terreno.

Uno de los acontecimientos espirituales de mayor relevancia de estos últimos meses ha sido la publicación de los «escritos personales» de la Madre Teresa de Calcuta. El título elegido para el libro que los reúne es la palabra que Cristo le dirigió en el momento de llamarla a su nueva misión: «Come, be my light»; Ven, sé mi luz en el mundo. Es una palabra que Jesús dirige a cada uno de nosotros y que, con la ayuda de la Virgen Santísima y la intercesión de la beata de Calcuta, queremos recibir con amor y procurar poner en práctica este Adviento.

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[1] E.P. Sanders, Jesus and Judaism, London 1985, trad. italiana Gesù e il giudaismo, Marietti 1992.
[2] S. Ireneo, Adv. Haer. IV,34,1
[3] J. Neusner, op. cit. 84.
[4] V. Meditaciones de Adviento de 1989 recogidas en el libro Gesú Cristo, il Santo di Dio, cap. VII, Edizioni San Paolo 1999.
[5] S. Agustín, Confesiones, VIII, 5,12.
[6] S. Agustín, Confesiones, VIII, 6,17.
[7] Ib. X, 29:

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Traducción del original italiano por Marta Lago

martes, 11 de marzo de 2008

«Acoged la Palabra»: / Autor: Raniero Cantalamessa, O.F.M. Cap.

III Meditación de Cuaresma al Papa y a la Curia

«Viva y eficaz es la Palabra de Dios» (Hebreos, 4, 12) es el tema de las meditaciones que siguen esta Cuaresma Benedicto XVI y sus colaboradores de la Curia por el predicador de la Casa Pontifica. La preparación al Sínodo de los obispos (del 5 al 26 de octubre) orienta también estas reflexiones.

Ante el Papa, el padre Raniero Cantalamessa O.F.M. Cap. ha pronunciado este viernes la tercera de ellas, cuyo contenido ofrecemos íntegramente.


* * *

Cuaresma 2008 en la Casa Pontificia

Tercera predicación

«ACOGED LA PALABRA»

La Palabra de Dios como camino de santificación personal

1. La lectio divina


En esta meditación reflexionamos sobre la Palabra de Dios como camino de santificación personal. Los Lineamenta redactados en preparación del Sínodo de los obispos (octubre de 2008) tratan de ello en un párrafo del capítulo II, dedicado a «la Palabra de Dios en la vida del creyente».

Se trata de un tema cuánto más querido a la tradición espiritual de la Iglesia. «La Palabra de Dios --decía san Ambrosio-- es la sustancia vital de nuestra alma; la alimenta, la apacienta y la gobierna; no hay nada que pueda hacer vivir el alma del hombre fuera de la Palabra de Dios» [1]. «Es tanta la eficacia que radica en la palabra de Dios --añade la Dei Verbum--, que es, en verdad, apoyo y vigor de la Iglesia, y fortaleza de la fe para sus hijos, alimento del alma, fuente pura y perenne de la vida espiritual» [2].

«Es necesario, en particular --escribía Juan Pablo II en la Novo millennio ineunte--, que la escucha de la Palabra se convierta en un encuentro vital, en la antigua y siempre válida tradición de la lectio divina, que permite encontrar en el texto bíblico la palabra viva que interpela, orienta y modela la existencia» [3]. Sobre el tema se ha expresado también el Santo Padre Benedicto XVI con ocasión del Congreso internacional sobre la Sagrada Escritura en la vida de la Iglesia: «La asidua lectura de la Sagrada Escritura acompañada de la oración realiza ese íntimo coloquio en el que, leyendo, se escucha a Dios que habla, y orando se le responde con confiada apertura de corazón» [4].

Con las reflexiones que siguen me introduzco en esta rica tradición, partiendo de lo que dice sobre este punto la propia Escritura. En la Carta de Santiago leemos este texto sobre la Palabra de Dios:

«Nos engendró por su propia voluntad, con Palabra de verdad, para que fuéramos como las primicias de sus criaturas. Tenedlo presente, hermanos míos queridos: que cada uno sea diligente para escuchar y tardo para hablar, tardo para la ira... Por eso, desechad toda inmundicia y abundancia de mal y acoged con docilidad la Palabra sembrada en vosotros, que es capaz de salvar vuestras almas. Poned por obra la Palabra y no os contentéis sólo con oírla, engañándoos a vosotros mismos. Porque si alguno se contenta con oír la Palabra sin ponerla por obra, ése se parece al que contempla su imagen en un espejo: se contempla, pero, en cuanto se va, se olvida de cómo es. En cambio el que fija la mirada en la Ley perfecta de la libertad y se mantiene firme, no como oyente olvidadizo sino como cumplidor de ella, ése, practicándola, será feliz» (St 1,18-25).

2. Acoger la Palabra

Del texto de Santiago deducimos un esquema de lectio divina en tres etapas u operaciones sucesivas: acoger la palabra, meditar la palabra, poner por obra la palabra.

La primera etapa es, por lo tanto, la escucha de la Palabra: «Acoged con docilidad la Palabra sembrada en vosotros». Esta primera etapa abraza todas las formas y modos con que el cristiano entra en contacto con la Palabra de Dios: escucha de la Palabra en la liturgia, facilitada ya por el uso de la lengua vulgar y por la sabia elección de los textos distribuidos a lo largo del año; además, escuelas bíblicas, apoyos escritos e, insustituible, la lectura personal de la Biblia en la propia casa. Para quien está llamado a enseñar a otros, a todo ello se añade el estudio sistemático de la Biblia: exégesis, crítica textual, teología bíblica, estudio de las lenguas originales.

En esta fase hay que guardarse de dos peligros. El primero es el de quedarse en este primer estadio y transformar la lectura personal de la Palabra de Dios en una lectura «impersonal». Este peligro actualmente es muy fuerte, sobre todo en los lugares de formación académica.

Santiago compara la lectura de la Palabra de Dios con contemplarse en el espejo; pero, observa Kierkegaard, quien se limita a estudiar las fuentes, las variantes, los géneros literarios de la Biblia, sin hacer nada más, se parece a quien se pasa todo el tiempo mirando el espejo --examinando con atención su forma, el material, el estilo, la época-- sin mirarse jamás en el espejo. Para él el espejo no cumple su función. La Palabra de Dios ha sido dada para que la pongas en práctica y no para que te ejercites en la exégesis de sus oscuridades. Existe una «inflación de hermenéutica» y, lo que es peor, se cree que lo más importante, respecto a la Biblia, es la hermenéutica, no la práctica [5].

El estudio crítico de la Palabra de Dios es indispensable y jamás se darán bastantes gracias a quienes emplean su vida en allanar el camino para una comprensión cada vez mejor del texto sagrado, pero esto no agota por sí solo el sentido de las Escrituras; es necesario, pero no suficiente.

El otro peligro es el fundamentalismo: tomar todo lo que se lee en la Biblia a la letra, sin mediación hermenéutica alguna. Este segundo riesgo es mucho menos inocuo de cuanto pueda parecer a simple vista; el actual debate sobre creacionismo y evolucionismo es dramática prueba de ello.

Los que defienden la lectura literal del Génesis (el mundo creado hace algunos miles de años, en seis días, como es ahora), causan un inmenso daño a la fe. «Los jóvenes que han crecido en familias y en iglesias que insisten en esta forma de creacionismo --escribió el científico creyente Francis Collins, director del proyecto que llevó al descubrimiento del genoma humano--, antes o después descubren la aplastante evidencia científica en favor de un universo bastante más antiguo y la conexión entre sí de todas las criaturas vivientes a través del proceso de evolución y de selección natural. ¡Qué terrible e inútil elección afrontan!... No hay que sorprenderse si muchos de estos jóvenes dan la espalda a la fe, concluyendo que no se puede creer en un Dios que les pide que rechacen lo que la ciencia les enseña con tanta evidencia en torno mundo natural» [6] .

Sólo en apariencia los dos excesos, hipercriticismo y fundamentalismo, se oponen; tienen en común el hecho de quedarse en la letra, descuidando el Espíritu.

3. Contemplar la Palabra

La segunda etapa sugerida por Santiago consiste en «fijar la mirada» en la Palabra, permanecer largamente ante el espejo, en resumen, en la meditación o contemplación de la Palabra. Los Padres utilizaban al respecto las imágenes de masticar y de rumiar. «La lectura --escribe Guigo II, el teórico de la lectio divina-- ofrece a la boca un alimento sustancioso, la meditación lo mastica y lo tritura» [7]. «Cuando uno trae a la memora las cosas oídas y dulcemente las piensa en su corazón, se hace similar al rumiante», dice Agustín [8].

El alma que se mira en el espejo de la Palabra aprende a conocer «cómo es», aprende a conocerse a sí misma, descubre su deformidad respecto a la imagen de Dios y de Cristo. «Yo no busco mi gloria», dice Jesús (Jn 8,50): he aquí el espejo ante ti, en inmediatamente ves qué lejos estás de Jesús; «Bienaventurados los pobres de espíritu»: el espejo vuelve a estar delante de ti e inmediatamente te descubres lleno todavía de apegamientos y de cosas superfluas; «la caridad es paciente...», y te das cuenta de lo impaciente que eres, envidioso, interesado.

Más que «escrutar la Escritura» (Jn 5,39) se trata de dejarse escrutar por la Escritura. La Palabra de Dios, dice la Carta a los Hebreos, «penetra hasta las fronteras entre el alma y el espíritu, hasta las junturas y médulas; y escruta los sentimientos y pensamientos del corazón» (Hb 4,12-13). La mejor oración para iniciar el momento de la contemplación de la Palabra es repetir con el salmista:

«Sóndame, oh Dios, mi corazón conoce,

pruébame, conoce mis deseos;

mira no haya en mí camino de dolor,

y llévame por el camino eterno» (Sal 139).


Pero en el espejo de la Palabra no sólo nos vemos a nosotros mismos; vemos el rostro de Dios; mejor: vemos el corazón de Dios. La Escritura, dice san Gregorio Magno, es «una carta de Dios omnipotente a su criatura; en ella se aprende a conocer el corazón de Dios en las palabras de Dios» [9]. También en cuanto a Dios es válido lo que dijo Jesús: «De lo que rebosa el corazón habla la boca» (Mt 12,34); Dios nos ha hablado, en la Escritura, de lo que rebosa su corazón, y lo que colma su corazón es el amor.

La contemplación de la Palabra nos procura de tal modo los dos conocimientos más importantes para avanzar por el camino de la verdadera sabiduría: el conocimiento de sí y el conocimiento de Dios. «Que me conozca a mí y que te conozca a ti, noverim me, noverim te --decía a Dios san Agustín--; que me conozca a mí para humillarme y que te conozca a ti para amarte».

Un ejemplo extraordinario de este doble conocimiento, de sí y de Dios, que se obtiene de la Palabra de Dios es la carta a la Iglesia de Laodicea en el Apocalipsis, que vale la pena meditar de vez en cuando, especialmente en este tiempo de Cuaresma (Ap 3,14-20). El Resucitado pone al descubierto ante todo la situación real del fiel típico de esta comunidad: «Conozco tu conducta; no eres ni frío ni caliente. ¡Ojalá fueras frío o caliente! Ahora bien, puesto que eres tibio, y no frío ni caliente, voy a vomitarte de mi boca». Impresionante el contraste entre lo que este fiel piensa de sí y lo que piensa Dios de él: «Tu dices: "Soy rico; me he enriquecido; nada me falta". Y no te das cuenta de que eres un desgraciado, digno de compasión , pobre, ciego y desnudo».

Una página de una dureza insólita, que sin embargo inmediatamente sobresale por una de las descripciones absolutamente más conmovedoras del amor de Dios: «Mira que estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y me abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo». Una imagen que revela su significado real y no sólo metafórico, si se lee, como sugiere el texto, pensando en el banquete eucarístico.

Además de servir para verificar el estado personal de nuestra alma, esta página del Apocalipsis nos puede valer para poner al descubierto la situación espiritual de gran parte de la sociedad moderna ante Dios. Es como una de esas fotografías tomadas con infrarrojos desde un satélite artificial, que revelan un panorama completamente distinto del habitual, observado a la luz natural.

También este mundo nuestro, fuerte en sus conquistas científicas y tecnológicas (como los laodicenos lo estaban en sus fortunas comerciales), se siente satisfecho, rico, sin necesidad de nadie, tampoco de Dios. Es necesario que alguien le haga conocer el verdadero diagnóstico de su estado: «No sabes que eres un desgraciado, digno de compasión , pobre, ciego y desnudo». Necesita que alguien le grite, como hace el niño en el cuento de Andersen: «¡El rey está desnudo!». Pero por amor y con amor, como hace el Resucitado con los la odicenos.

La Palabra de Dios asegura a toda alma que lo desea una dirección espiritual fundamental y en sí infalible. Existe una dirección espiritual, por así decirlo, ordinaria y cotidiana que consiste en descubrir qué quiere Dios en las diversas situaciones en las que el hombre, habitualmente, se encuentra en la vida. Tal dirección está asegurada por la meditación de la Palabra de Dios acompañada de la unción interior del Espíritu que traduce la Palabra en buena «inspiración», y la buena inspiración en resolución práctica. Es lo que expresa el versículo del Salmo tan querido a los que aman la Palabra: «Para mis pies lámpara es tu palabra, luz para mi sendero» (Sal 119,105).

Una vez predicaba una misión en Australia. El último día vino a verme un hombre, un inmigrante italiano que trabajaba allí. Me dijo: «Padre, tengo un grave problema: tengo un hijo de once años que aún está sin bautizar. La cuestión es que mi esposa se ha hecho testigo de Jehová y no quiere oír hablar de bautismo en la Iglesia católica. Si le bautizo, habrá una crisis; si no le bautizo, no me siento tranquilo, porque cuando nos casamos ambos éramos católicos y habíamos prometido educar en la fe a nuestros hijos. ¿Qué debo hacer?». Le dije: «Déjame reflexionar esta noche; vuelve mañana y vemos qué hacer». Al día siguiente este hombre regresó visiblemente sereno y me dijo: «Padre, encontré la solución. Ayer por tarde, en casa, oré un rato; después abrí la Biblia al azar. Salió el pasaje en el que Abrahán lleva a su hijo Isaac a la inmolación, y vi que cuando Abrahán lleva a su hijo a inmolarlo no dice nada a su esposa». Era un discernimiento exegéticamente perfecto. Bauticé yo mismo al chico y fue un momento de gran alegría para todos.

Abrir al Biblia al azar es algo delicado que hay que hacer con discreción, en un clima de fe y no antes de haber orado largamente. No se puede, en cambio, ignorar que, en estas condiciones, ello ha dado con frecuencia maravillosos frutos y lo han practicado también los santos. De Francisco de Asís se lee, en las fuentes, que descubrió el género de vida al que Dios le llamaba abriendo tres veces al azar, «después de haber orado devotamente», el libro de los Evangelios «dispuestos a poner por obra el primer consejo que se les diera» [10]. Agustín interpretó las palabras «Tolle lege», toma y lee, que oyó de una casa cercana, como una orden divina de que abriera el libro de las Cartas de san Pablo y leyera el versículo que primero saltara a su vista [11].

Ha habido almas que se han hecho santas con el único director espiritual de la Palabra de Dios. «En el Evangelio --escribió santa Teresa de Lisieux-- encuentro todo lo necesario para mi pobre alma. Descubro siempre en él luces nuevas, significados escondidos y misteriosos. Entiendo y sé por experiencia que "el reino de Dios está dentro de nosotros" (Lc 17, 21). Jesús no necesita de libros ni de doctores para instruir a las almas; Él, el Doctor de los doctores, enseña sin ruido de palabras» [12]. Fue a través de la Palabra de Dios, leyendo uno después del otro, los capítulos 12 y 13 de la Primera Carta a los Corintios, como la santa descubrió su vocación profunda y exclamó jubilosa: «¡En el cuerpo místico de Cristo yo seré el corazón que ama!».

La Biblia nos ofrece una imagen plástica que resume todo lo que se ha dicho sobre meditar la Palabra: la del libro comido, según se lee en Ezequiel:

«Yo miré; vi una mano que estaba tendida hacia mí, y tenía dentro un libro enrollado. Lo desenrolló ante mi vista: estaba escrito por el anverso y por el reverso; había escrito: "Lamentaciones, gemidos y ayes". Y me dijo: "Hijo de hombre, como lo que se te ofrece; come este rollo y ve luego a hablar a la casa de Israel". Yo abrí mi boca y él me hizo comer el rollo, y me dijo: "Hijo de hombre, aliméntate y sáciate de este rollo que yo te doy". Lo comí y fue en mi boca dulce como la miel. » (Ez 2,9-3, 3; v. también Ap 12,10).

Existe una diferencia enorme entre el libro simplemente leído o estudiado y el libro comido. En el segundo caso, la Palabra se convierte verdaderamente, como decía san Ambrosio, en «la sustancia de nuestra alma», aquello que informa los pensamientos, plasma el lenguaje, determina las acciones, crea el hombre «espiritual». La Palabra comida es una Palabra «asimilada» por el hombre, aunque se trata de una asimilación pasiva (como en el caso de la Eucaristía), esto es, «ser asimilado» por la Palabra, subyugado y vencido por ella, que es el principio vital más fuerte.

En la contemplación de la Palabra tenemos un modelo dulcísimo, María; guardaba todas estas cosas (literalmente: estas palabras) meditándolas en su corazón (Lc 2,19). En Ella la metáfora del libro comido se ha transformado en realidad hasta física. La Palabra literalmente le «sació».

4. Poner por obra la Palabra

Llegamos así a la tercera fase del camino propuesto por el apóstol Santiago, aquella en la que el apóstol insiste más: «Poned por obra la Palabra..., si alguno se contenta con oír la Palabra sin ponerla por obra...; el que considera atentamente la Ley perfecta de la libertad y se mantiene firme... como cumplidor de ella, ése, practicándola, será feliz». Es también lo que le importa más a Jesús: «Mi madre y mis hermanos son aquellos que oyen la Palabra de Dios y la cumplen» (Lc 8,21). Sin este «poner por ora la Palabra», todo se queda en ilusión, construcción en arena. No se puede siquiera decir que se ha comprendido la Palabra porque, como escribe san Gregorio Magno, la Palabra de Dios se entiende verdaderamente sólo cuando se comienza a practicarla [13].

Esta tercera etapa consiste, en la práctica, en obedecer la Palabra. El término griego empleado en el Nuevo Testamento para designar la obediencia (hypakouein) traducido literalmente significa «dar escucha», en el sentido de efectuar aquello que se ha escuchado. «Mi pueblo no escuchó mi voz, Israel no me quiso obedecer», se lamenta Dios en la Biblia (Sal 81,12).

En cuanto se prueba a buscar, en el Nuevo Testamento, en qué consiste el deber de la obediencia, se hace un descubrimiento sorprendente: la obediencia se ve casi siempre como obediencia a la Palabra de Dios. San Pablo habla de obediencia a la doctrina (Rm 6,17), de obediencia al Evangelio (Rm 10,16; 2 Ts 1,8), de obediencia a la verdad (Gal 5,7), de obediencia a Cristo (2 Co 10,5). Encontramos el mismo lenguaje también en otras partes: en los Hechos de los Apóstoles se habla de obediencia a la fe (Hch 6,7); la Primera Carta de Pedro habla de obediencia a Cristo (1 P 1,2) y de obediencia a la verdad (1 P 1,22).

La obediencia misma de Jesús se ejerce sobre todo a través de la obediencia a las palabras escritas. En el episodio de las tentaciones del desierto, la obediencia de Jesús consiste en recordar las palabras de Dios y atenerse a ellas: «¡Está escrito!». Su obediencia se ejerce, de modo particular, en las palabras que están escritas sobre Él y para Él «en la ley, en los profetas y en los salmos», y que Él, como hombre, descubre a medida que avanza en la compresión y en el cumplimiento de su misión. Cuando quieren oponerse a su prendimiento, Jesús dice: «Mas, ¿cómo se cumplirían las Escrituras de que así debe suceder?» (Mt 26,54). La vida de Jesús está como guiada por una estela luminosa que los demás no ven y que está formada por las palabras escritas para Él; deduce de las Escrituras el «debe» (dei) que rige toda su vida.

Las palabras de Dios, bajo la acción actual del Espíritu, se convierten en expresión de la voluntad viva de Dios para mí, en un momento dado. Un pequeño ejemplo ayudará a entenderlo. En una situación me di cuenta de que, en comunidad, alguien había tomado por error un objeto de mi uso. Me disponía a hacerlo notar y a pedir que me fuera devuelto cuando me topé por casualidad (pero tal vez no fue verdaderamente por casualidad) con la palabra de Jesús, que dice: «A todo el que te pida, da, y al que tome lo tuyo, no se lo reclames» (Lc 6,30). Comprendí que esa palabra no se aplicaba universalmente y en todos los casos, pero que ciertamente se aplicaba a mí en aquel momento. Se trataba de obedecer la Palabra.

La obediencia a la Palabra de Dios es la obediencia que podemos realizar siempre. Obedecer órdenes o a autoridades visibles, ocurre sólo cada tanto, tres o cuatro veces en la vida, si se trata de obediencias graves; pero obedecer la Palabra de Dios puede presentarse a cada momento. Es también la obediencia que podemos hacer todos, súbditos y superiores, clérigos y laicos. Los laicos no tienen, en la Iglesia, un superior a quien obedecer --al menos no en el sentido con el que lo hacen los religiosos y los clérigos--; ¡pero tienen, por otra parte, un «Señor» a quien obedecer! ¡Tienen su palabra!

Terminamos esta meditación haciendo nuestra la oración que san Agustín eleva a Dios, en sus Confesiones, para obtener la compresión de la Palabra de Dios: «Sean tus Escrituras mis castas delicias: no me engañe yo en ellas, ni engañe a nadie con ellas... Atiende a mi alma, y óyela, que clama desde lo profundo... Concédeme tiempo para meditar sobre los secretos de tu Ley, y no cierres sus puertas a los que llaman... Mira que tu voz es mi gozo; tu voz es un deleite superior a cualquier otro. Dame lo que amo... No deprecies a esta hierba sedienta... Que al llamar, se me abran las interioridades de tus palabras... Lo pido por nuestro Señor Jesucristo... en quien están escondidos todos los tesoros de la sabiduría y ciencia de Dios (Col 2,3). A Éste busco en tus libros» [14].

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[Traducción del original italiano por Marta Lago]

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[1] S. Ambrogio, Exp. Ps. 118, 7,7 (PL 15, 1350).

[2] Dei Verbum, 21.

[3] Giovanni Paolo II, Novo millennio ineunte, 39).

[4] Benedetto XVI, in AAS 97, 2005, p. 957).

[5] S. Kierkegaard, Per l'esame di se stessi. La Lattera di Giacomo, 1,22, in Opere, a cura di C. Fabro, Firenze 1972, pp. 909 ss.

[6] F. Collins, Le language of God, Free Press 2006, pp. 177 s.

[7] Guigo II, Lettera sulla vita contemplativa (Scala claustralium), 3, in Un itinerario di contemplazione. Antologia di autori certosini, Edizioni Paoline, 1986, p.22.

[8] S. Agostino, Enarr. in Ps. 46, 1 (CCL 38, 529).

[9] S. Gregorio Magno, Registr. Epist. IV, 31 (PL 77, 706).

[10] Celano, Vita Seconda, X, 15

[11] S. Agostino, Confessioni, 8, 12.

[12] S. Teresa di Lisieux, Manoscritto A, n. 236.

[13] S. Gregorio Magno, Su Ezechiele, I, 10, 31 (CCL 142, p. 159).

[14] S. Agostino, Conf. XI, 2, 3-4.