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Este blog, no pretende ser un diario de sus autores. Deseamos que sea algo vivo y comunitario. Queremos mostrar cómo Dios alimenta y hace crecer su Reino en todo el mundo.

Aquí encontrarás textos de todo tipo de sensibilidades y movimientos de la Iglesia Católica. Tampoco estamos cerrados a compartir la creencia en el Dios único Creador de forma ecuménica. Más que debatir y polemizar queremos Escuchar la voluntad de Dios y Dar a los demás, sabiendo que todos formamos un sólo cuerpo.

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domingo, 27 de enero de 2008

Espiritualidad misionera de San Pablo / Autor: Hº Jaime Ruiz Castro CM

San Pablo tiene conciencia de haber sido elegido por Dios para consagrarse enteramente al anuncio del Evangelio. Polemizando con los corintios llegará a decirles: «no me envió Cristo a bautizar, sino a predicar el Evangelio» (1 Cor. 1,17). Sabe que su misión consiste en evangelizar, en anunciar a Cristo, poniendo así el fundamento sobre el cual otros continúen construyendo (1 Cor. 3,10).

Las palabras que figuran en el título de este capítulo indican lo mismo: tiene viva conciencia de que ha sido «escogido -por Dios mismo- para el Evangelio», es decir, para el anuncio del Evangelio. La palabra que se traduce por «escoger» significa en realidad «separar», «poner aparte», y es la misma que encontramos en Gal. 1,15 cuando Pablo habla de su vocación: Dios mismo le ha separado de las actividades ordinarias que los hombres realizan en su vida cotidiana para consagrarle enteramente al anuncio del Evangelio; ha sido sustraído a otras tareas para que su vida entera esté dedicada al ministerio de la Palabra.

De hecho, comprobamos que, si bien no tiene inconveniente en trabajar con sus manos para procurarse el sustento y no ser gravoso a nadie, en cuanto tiene posibilidad se deja absorber por la tarea evangelizadora. Así, por ejemplo, durante su estancia en Corinto, Pablo trabaja como tejedor de tiendas (He. 18, 3); pero cuando Silas y Timoteo llegaron de Macedonia trayendo ayudas materiales «Pablo se dedicó enteramente a la Palabra» (He. 18,5)

«La fe viene de la predicación» (Rom. 10,17)

Esta insistencia de San Pablo en la importancia del valor de la evangelización nace de una convicción fundamental: la predicación está en la base de todo; es el cimiento del edificio de la vida cristiana de cada hombre y de la vida de la Iglesia toda (1 Cor. 3,10).

Es muy significativa en el texto de Rom. 10,13-17 la concatenación de los verbos: al «ser enviado» sucede el «predicar»; al «predicar» sucede el «oír»; al «oír» sucede el «creer»; al «creer» sucede el «invocar»; y al «invocar» sucede el «ser salvado». En consecuencia, todo arranca de la predicación. La fe es la que justifica al hombre y le reconcilia con Dios, hace del hombre una criatura nueva; ahora bien, la fe es esencialmente acogida del kerygma, es decir, del anuncio de Cristo muerto y resucitado para nuestra salvación (este es el «Evangelio» que Pablo predica y en el que invita a todos a creer, cuyo resumen más antiguo encontramos en 1 Cor. 15,3-5; ver desde el v. 1 hasta el 11).

Pues bien, es a esta misión sublime a la que Pablo se sabe llamado sobre todo. Pues sin la evangelización -sin el anuncio de Cristo- no puede suscitarse la fe, ni -en consecuencia- tampoco la vida cristiana en toda su extensión, ni puede construirse la comunidad cristiana, ni es posible la salvación... Ciertamente podrá haber «diez mil pedagogos» que eduquen y cultiven la vida en Cristo; pero esta vida no existirá sin alguien que -mediante el anuncio del Evangelio- la «engendre» en el corazón de los hombres (1 Cor. 4,15).

Será preciso que alguien «riegue», abone y cuide la planta de la fe y de la vida nueva en Cristo; pero todo ello sería inútil y sin sentido si no fuera porque alguien antes «ha plantado» mediante la predicación la semilla de la fe y la raíz de la vida nueva (1 Cor. 3,6)

«Anunciar la inescrutable riqueza de Cristo» (Ef. 3,8)

Ya hemos visto cómo el contenido de la predicación de Pablo no es otro que la persona de Jesucristo y su obra de salvación en favor de los hombres: «yo, hermanos, cuando fui a vosotros... a anunciaros el misterio de Dios, no quise saber entre vosotros sino a Jesucristo» (1 Cor. 2,1-2).

Lo que llena de admiración a Pablo es el hecho de que «ahora», precisamente en los días de su vida, haya sido revelado y dado a conocer por Dios el «Misterio», ese maravilloso plan de salvación que Dios tenía concebido en su designio «desde siglos eternos»; ese grandioso e increíble proyecto de ofrecer la salvación a todos, también a los gentiles (y no sólo a los judíos como creían los miembros del pueblo de la antigua alianza), mediante la fe en Jesucristo (Rom. 16,25-27; Ef. 3,3-12).

Pero lo que sobre todo le hace enloquecer es que además haya sido elegido precisamente él para la misión maravillosa de anunciar a los gentiles este misterio y conducirlos así a la fe y a la salvación: «a mí, el menor de todos los santos, me fue concedida esta gracia: anunciar a los gentiles la inescrutable riqueza de Cristo» (Ef. 3,8).

Este hecho le llena de gratitud y de gozo. Pero sobre todo le impulsa a entregar todas sus energías al servicio de la evangelización. Como un hombre que en medio de una epidemia mortal y muy extendida tuviera en sus manos el remedio para curarla de raíz. Pablo sabe que en medio de esta humanidad sumergida en el pecado (Rom. 1,18-3,20; ver especialmente 3,10) es portador de la única medicina capaz de salvar: «el Evangelio, que es fuerza de Dios para la salvación» (Rom.1,16). Y ello por pura gracia, sin mérito alguno de su parte (pues, como vimos, él ha sido el primer sanado por esta medicina: 1 Tim. 1,12-16).

«Heraldo de Cristo» (1 Tim. 2,7)

Para exponer el sentido de su tarea de evangelizador Pablo encuentra una expresión que gusta aplicarse a sí mismo: heraldo (keryx; aunque el sustantivo sólo aparece tres veces, el verbo, Keryssein -«proclamar»- lo usa 19 veces).

El heraldo era un mensajero que en nombre del emperador anunciaba al pueblo un mensaje que les afectaba para su vida; en realidad, él era un instrumento por cuya mediación la voz del gobernante llegaba al pueblo; no proclamaba sus propias convicciones, sino que era el portavoz del rey y hablaba con su autoridad.

Al principio sólo se les exigía tener buena voz, una voz clara y potente. Pero como a veces el heraldo exageraba o deformaba las noticias, comenzó a exigírseles fidelidad a las instrucciones recibidas de su superior, tanto en el contenido como en el modo de anunciarlo; no podían añadir ni quitar nada por propia iniciativa, pues su anuncio no tenía origen en ellos mismos...

Pues bien, Pablo tiene conciencia de hablar como heraldo de Cristo. Pero lo que transmite no es una información cualquiera, sino la noticia de un acontecimiento (la muerte y la resurrección de Jesús) a través del cual Dios ha comenzado su intervención definitiva en la historia; y este acontecimiento es de tal importancia que si no fuera real, toda la predicación carecería de sentido (1 Cor. 15,14). Además, es un mensaje que afecta a toda la humanidad, pues habiendo muerto por nuestros pecados y resucitado para nuestra salvación, Cristo comunica su victoria a los que le acogen por la fe (Rom. 4,23-25).

Como mensajero personal de Cristo, Pablo sabe que él es puro instrumento e intermediario; instrumento necesario, desde luego, pues «¿cómo creerán en Aquel a quien no han oído? ¿Cómo oirán sin que se les predique?» (Rom. 10,14); pero instrumento al fin. Y como tal, es consciente de que está al servicio de un diálogo que debe instaurarse entre Dios y los hombres: a través de él Dios habla a los hombres -a cada hombre-, y estos deben dar una respuesta personal al Dios que les dirige su palabra, mediante lo que Pablo llama la «obediencia de la fe» (Rom. 1,5; 16,26). Por medio de él se inicia ese «diálogo de salvación» en el que los hombres son urgidos a dar la respuesta de fe que les introduzca en el acontecimiento que transformará tanto sus vidas como la historia misma del mundo. La predicación es absolutamente necesaria para que se inicie ese diálogo de fe y salvación: «plugo a Dios salvar a los creyentes por la locura de la predicación» (1 Cor. 1,21). Los hombres sólo pueden ser salvados si les son enviados mensajeros que les anuncien con autoridad la Buena Nueva (Rom. 10,14-17).

«Habla Cristo en mí» (2 Cor. 13,3)

Como heraldo de Cristo, Pablo tiene perfecta conciencia de estar transmitiendo Palabra de Dios, no su propia palabra, fruto de su personal elucubración. Espontáneamente dirá: «os decimos esto como Palabra del Señor» (1 Tes. 4,15). Es y quiere ser fiel a toda costa, transmitiendo todo y sólo aquello que ha recibido (1 Cor. 11,23; 15,3: las palabras «recibir-transmitir» son términos técnicos usados entre los rabinos para expresar la absoluta fidelidad).

En 1 Tes. 2,13 da gracias a Dios porque los tesalonicenses recibieron su predicación «no como palabra de hombre, sino cual es en verdad, como Palabra de Dios». Ciertamente se trataba de un mensaje salido de sus labios, anunciado por un hombre; pero él sabe muy bien que no es su mensaje particular, sino la Palabra de Dios mismo. Porque, como en el caso de los antiguos profetas, Dios mismo ha puesto sus palabras en la boca de su enviado (Jer. 1,9). Y Pablo podría repetir con toda verdad lo que Jesús mismo había dicho: «Mi palabra no es mía, sino del Padre que me ha enviado» (Jn. 7,16; 8,28).

Precisamente por eso, reacciona con tanta energía cuando alguien deforma o trastoca el único Evangelio que salva. Porque lo que él predica no tiene su origen en los hombres, sino en Jesucristo mismo (Gal. 1,11), afirma con violencia: «aun cuando nosotros mismos o un ángel del cielo os anunciara un evangelio distinto del que os hemos anunciado, ¡sea anatema!» (Gal. 1,8).

Pues hay más. No sólo transmite Pablo las palabras de Cristo, sino que afirma que es Cristo mismo quien habla en él (2 Cor. 13,3). Quien afirma: «vivo, no yo, sino que es Cristo quien vive en mí» (Gal.2,20), dice también «habla Cristo en mí». Hay tal identificación entre Cristo y su enviado, que ya no son dos, sino una sola cosa. El evangelizador es como un sacramento de Cristo. En él y a través de él es Dios mismo quien exhorta (2 Cor. 5,20).

Quizá por esta identificación de Pablo con Cristo es por lo que insiste tantas veces a lo largo de sus cartas: «imitadme» (1 Cor. 4,16; Fil. 3,17; 2 Tes. 3, 7). Lo que podría parecer presunción suya, tiene en realidad un significado muy profundo: «Sed imitadores míos, como yo lo soy de Cristo» (1 Cor. 11,1). De este modo, el Evangelio que Pablo predica no es sólo palabras, sino Palabra hecha carne y vida; el anunciar ese Evangelio hecho realidad; de este modo, él mismo se había convertido en Evangelio, en Palabra; dejando vivir a Cristo en sí mismo (Gal. 2,20), podía presentarse a sí mismo como modelo y ejemplo de una existencia auténticamente cristiana y evangélica.

domingo, 20 de enero de 2008

Aspectos de la Misión de San Pablo / Autor: Hº Jaime Ruiz Castro CM

San Lucas sitúa el envío de la Comunidad Cristiana en el día de Pentecostés (Hch 1,8), donde hubo una conversión masiva al escuchar el anuncio de un Cristo muerto y Resucitado (Hch 2,29-41; 10, 37-43; 1Co 1,18-25) como centro de la fe Cristiana (1Co 15,17)

Hay unos signos de credibilidad sobre esta predicación, voy a citar unos cuantos: Curación de un paralítico (Hch 3,1-10; 14,8-18); Pablo y Silas salieron de la cárcel por intervención de un ángel (Hch 16,25-40); o el mismo Pablo que resucita a un joven que se murió al caerse de una ventana cuando oía una Eucaristía presidida por Pablo (Hch 20,7-12).

El mandato de proclamar el Evangelio se adapta según las circunstancias de la Misión: En primer lugar tienen que hacer una división de funciones y crear el ministerio de la caridad para que los marginados sean atendidos en sus necesidades materiales (Hch 6,1-7)

Tras la Conversión de Pablo hay un reconocimiento expreso por la autoridad que Pablo tendrá como misión prioritaria la Evangelización de los gentiles –Missiones Ad Gentes- y Pedro la Evangelización de los judíos (Ga 2,8), donde se generará una serie de problemas por motivo de la circuncisión (para Pablo, los gentiles no estaban obligados) y se hace una Asamblea en Jerusalén para buscar una norma de Convivencia (Ga 2,1-7.9 = Hch 15,1-29; 16,4)

La Misión de Pablo es itinerante; pero cuando surge en el territorio, ciudad o pueblo misionado una Comunidad Cristiana, ordena a uno de Obispo para que se encargue de la animación y que ellos perseveren en la FE, como fue el caso de Timoteo (2Tim 1,6), que por el contenido de la Primera Carta vemos que supo trabajar muy bien y sacar vocaciones para sacerdotes, diáconos, ministerio de la Caridad y luchar contra los pseudos-predicadores.

Pablo tuvo bien en cuenta la cultura del destinatario y respectarla para hacer suyo aquellos elementos que se pueden iluminar desde la fe Cristiana para anunciar a Jesucristo (Hch 17), de tal manera que la Fe no sea una cosa impuesta desde afuera, sino que surja desde el interior de esa cultura, es lo que actualmente se llama inculturación.

La misión que se desarrolla en este libro de los Hechos, es el modelo que la Iglesia ha recuperado a la luz del Concilio Vaticano II.

martes, 8 de enero de 2008

Los viajes de San Pablo Autor: Hº Jaime Ruiz Castro CM

Pablo inició su predicación en Damasco. Aquí la rabia de los judíos ortodoxos contra este "traidor" era tan fuerte que tuvo que escaparse dejándose bajar de la pared de la ciudad en una canasta. Al bajar a Jerusalén, fue suspiciosamente vigilado por los judíos cristianos porque no podían creer que él que tanto había perseguido se había convertido. De regreso a su ciudad nativa de Tarso, otra vez se unió Bernabé y juntos viajaron a Antioquía siriana, donde encontraron tantos seguidores que fue fundada por la constancia de los primeros cristianos. Fue aquí donde los discípulos de Jesús fueron llamados cristianos por primera vez (del Griego << Christos >>, ungido). Después que regresaron a Jerusalén, una vez más para asistir a los miembros de la iglesia que estaban escasos de alimentos, estos dos misioneros regresaron a Antioquía y después navegaron a la isla de Chipre; durante su estancia convirtieron al procónsul, Sergius Paulus.

Una vez más en tierra de Asia Menor, cruzaron las Montañas Taurus y visitaron muchos pueblos del interior, particularmente aquellos en que habitaban judíos. Generalmente en estos lugares Pablo primero visitaba las sinagogas y predicaba a los judíos; si ellos lo rechazaban entonces predicaba a los gentiles. En Antioquía de Pisidia, Pablo lanzó un discurso memorable a los judíos, concluyendo con estas palabras: Hechos 13,46-47 "Entonces dijeron con valentía Pablo y Bernabé: «Era necesario anunciaros a vosotros en primer lugar la Palabra de Dios; pero ya que la rechazáis y vosotros mismos no os juzgáis dignos de la vida eterna, mirad que nos volvemos a los gentiles. Pues así nos lo ordenó el Señor: Te he puesto como la luz de los gentiles, para que lleves la salvación hasta el fin de la tierra.»

Después de esto Pablo y Bernabé volvieron a Jerusalén donde los ancianos trataban el tema de la posición de la Iglesia, todavía en su mayoría de miembros judíos, hacia los gentiles convertidos. La cuestión de la circuncisión fue problemática porque para los judíos era importante que los gentiles se sometieran a este requisito de la ley judía. Pablo se mostró en contra de la circuncisión, no porque quisiera hacer un cristianismo fácil sino porque comprendía que el Espíritu ahora requería una circuncisión del corazón, una transformación interior. La ley no puede justificar al hombre sino sólo la gracia recibida por medio de Jesucristo. Vivir esta gracia es sin embargo un reto aun más radical que el que presenta la ley y exige entrega total. Esta llamada a la gracia y a la respuesta total hasta la muerte forma parte esencial de su enseñanza y de su vida.

La segunda jornada misionera, la cual duró del año 49 a 52, llevó Pablo a Silas, su nuevo asistente a Frigia, Galacia, Troas, y a través de tierra de Europa, a Filipos en Macedonia. Lucas el médico era ahora un miembro del grupo, y en el libro de los Hechos él nos da un relato que ellos fueron a Tesalónica, y después bajó a Atenas y Corinto. En Atenas Pablo predicó en el Areópago y sabemos que algunos de los estoicos y epicureanos lo escucharon y discutieron con él informalmente atraídos por su intelecto vigoroso, su personalidad magnética, y su enseñanza ética. Pero mas importante, el Espíritu Santo tocaba los corazones de aquellos que abrían su corazón podían comprender que Pablo tenía una sabiduría nunca antes enseñada. Pasando a Corinto, se encontró en el mismo corazón del mundo griego-romano, y sus cartas de este período muestran que él está consciente de la gran ventaja en su contra, de la lucha incesante contra el escepticismo e indiferencia pagana. Él sin embargo se quedó en Corinto por 18 meses, y encontró éxito considerable. Un matrimonio, Aquila y Priscila, se convirtieron y llegaron a ser muy valiosos servidores de Cristo. Volvieron con él al Asia. Fue durante su primer invierno en Corinto que Pablo escribió las primeras cartas misioneras. Estas muestran su suprema preocupación por la conducta y revelan la importancia de que el hombre reciba la inhabitación de Espíritu Santo ya que solo así hay salvación y poder para bien.

La tercera jornada misionera cubrió el periodo del 52 a 56. En Éfeso, ciudad importante de Lidia, donde el culto a la diosa griega Artemisa era muy popular. Pablo fue motivo de un disturbio público ya que los comerciantes veían peligrar sus negocios de imágenes de plata de la diosa que allí florecía. Después, en Jerusalén, causó una conmoción al visitar el templo; fue arrestado, tratado brutalmente y encadenado. Pero cuando fue ante el tribunal, él se defendió de tal forma que sorprendió a sus opresores. Fue llevado a Cesarea por el rumor de algunos judíos en Jerusalén que lo habían acusado falsamente de haber dejado entrar a gentiles en el templo. Así planeaban matarlo. Fue puesto en prisión en Cesarea esperando juicio por aproximadamente dos años bajo el procónsul Félix y Festus. Los gobernadores romanos deseaban evitar problemas entre judíos y cristianos por lo que postergaron su juicio de mes a mes. Pablo al final apeló al Emperador, demandando el derecho legal de un ciudadano romano de tener su juicio escuchado por el mismo Nerón. Fue entonces colocado bajo la custodia de un centurión, el cual lo llevó a Roma. Los Hechos de los Apóstoles lo dejan en la ciudad imperial esperando su tribunal.

Aparentemente la apelación de Pablo fue un éxito porque hay evidencia de otra jornada misionera, probablemente a Macedonia. En esta última visita a las comunidades cristianas, se cree que nombró a Tito obispo en Creta y a Timoteo en Efeso. Volviendo a Roma, fue una vez más arrestado. Su espíritu no decae ante las tribulaciones porque sabe en quien ha puesto su confianza.
Por este motivo estoy soportando estos sufrimientos; pero no me avergüenzo, porque yo sé bien en quién tengo puesta mi fe, y estoy convencido de que es poderoso para guardar mi depósito hasta aquel día. -II Timoteo 1,12

Después de dos años en cadenas (cárcel Mamertina que puede ser aun visitada en Roma) sufrió martirio en Roma al mismo tiempo que el Apóstol Pedro, obispo de la Iglesia de Roma. San Pablo, por ser romano, no fue crucificado sino degollado. Según una antigua tradición su martirio fue cerca de la Via Hostia, donde hoy está la abadia de Tre Fontana (llamada así por tres fuentes que según la tradición surgieron cuando su cabeza, separada ya del cuerpo, rebotó tres veces)

martes, 1 de enero de 2008

La Vida en el Espíritu, la opción de vivir con la libertad de los hijos de Dios (Rm 8; Ga 4-5) / Autor: Hº Jaime Ruiz Castro CM

1. El Espíritu Santo «es Señor y da la vida». Con estas palabras del símbolo niceno-constantinopolitano la Iglesia sigue profesando la fe en el Espíritu Santo, al que san Pablo proclama como «Espíritu que da la vida» (Rm 8, 2).

En la historia de la salvación la vida se presenta siempre vinculada al Espíritu de Dios. Desde la mañana de la creación, gracias al soplo divino, casi un «aliento de vida», «el hombre resultó un ser viviente» (Gn 2, 7). En la historia del pueblo elegido, el Espíritu del Señor interviene repetidamente para salvar a Israel y guiarlo mediante los patriarcas, los jueces, los reyes y los profetas. Ezequiel representa eficazmente la situación del pueblo humillado por la experiencia del exilio como un inmenso valle lleno de huesos a los que Dios comunica nueva vida (cf. Ez 37, 1-14): «y el Espíritu entró en ellos; revivieron y se pusieron en pie» (Ez 37, 10).

Sobre todo en la historia de Jesús el Espíritu Santo despliega su poder vivificante: el fruto del seno de María viene a la vida «por obra del Espíritu Santo» (Mt 1, 18 cf. Lc 1, 35). Toda la misión de Jesús está animada y dirigida por el Espíritu Santo, de modo especial, la resurrección lleva el sello del «Espíritu de Aquel que resucitó a Jesús de entre los muertos» (Rm 8, 11).

2. El Espíritu Santo, al igual que el Padre y el Hijo, es el protagonista del «evangelio de la vida» que la Iglesia anuncia y testimonia incesantemente en el mundo.

En efecto, el evangelio de la vida no es una simple reflexión sobre la vida humana, y tampoco es sólo un mandamiento dirigido a la conciencia; se trata de «una realidad concreta y personal, porque consiste en el anuncio de la persona misma de Jesús», que se presenta como «el camino, la verdad y la vida» (Jn 14, 6). Y, dirigiéndose a Marta, hermana de Lázaro, reafirma: «Yo soy la resurrección y la vida» (Jn 11, 25).

3. «El que me siga —proclama también Jesús— (...) tendrá la luz de la vida» (Jn 8, 12). La vida que Jesucristo nos da es agua viva que sacia el anhelo más profundo del hombre y lo introduce, como hijo, en la plena comunión con Dios. Esta agua viva, que da la vida, es el Espíritu Santo.

En la conversación con la samaritana Jesús anuncia ese don divino: «Si conocieras el don de Dios, y quién es el que te dice: "Dame de beber", tú le habrías pedido a él, y él te habría dado agua viva. (...) Todo el que beba de esta agua, volverá a tener sed; pero el que beba del agua que yo le dé, no tendrá sed jamás, sino que el agua que yo le dé se convertirá en él en fuente de agua que brota para la vida eterna» (Jn 4, 10-14). Luego, con ocasión de la fiesta de los Tabernáculos, al anunciar su muerte y su resurrección, Jesús exclama, también a voz en grito, como para que lo escuchen los hombres de todos los lugares y de todos los tiempos: «Si alguno tiene sed, venga a mí, y beba el que crea en mí. Como dice la Escritura: "De su seno correrán ríos de agua viva". Esto lo decía —advierte el evangelista Juan— refiriéndose al Espíritu que iban a recibir los que creyeran en él» (Jn 7, 37-39).

Jesús, al obtenernos el don del Espíritu con el sacrificio de su vida, cumple la misión recibida del Padre: «He venido para que tengan vida y la tengan en abundancia» (Jn 10,10). El Espíritu Santo renueva nuestro corazón (cf. Ez 36, 25-27; Jr 31, 31-34), conformándolo al de Cristo. Así, el cristiano puede «comprender y llevar a cabo el sentido más verdadero y profundo de la vida: ser un don que se realiza al darse». Ésta es la ley nueva, «la ley del Espíritu, que da la vida en Cristo Jesús» (Rm 8, 2). Su expresión fundamental, a imitación del Señor que da la vida por sus amigos (cf. Jn 15, 13), es la entrega de sí mismo por amor: «Nosotros sabemos que hemos pasado de la muerte a la vida, porque amamos a los hermanos» (1 Jn 3, 14).

4. La vida del cristiano que, mediante la fe y los sacramentos, está íntimamente unido a Jesucristo es una «vida en el Espíritu». En efecto, el Espíritu Santo, derramado en nuestros corazones (cf. Ga 4, 6), se transforma en nosotros y para nosotros en «fuente de agua que brota para la vida eterna» (Jn 4, 14).

Así pues, es preciso dejarse guiar dócilmente por el Espíritu de Dios para llegar a ser cada vez más plenamente lo que ya somos por gracia: hijos de Dios en Cristo (cf. Rm 8, 14-16). «Si vivimos según el Espíritu —nos exhorta san Pablo—, obremos también según el Espíritu» (Ga 5, 25).

En este principio se funda la espiritualidad cristiana, que consiste en acoger toda la vida que el Espíritu nos da. Esta concepción de la espiritualidad nos protege de los equívocos que a veces ofuscan su perfil genuino.

La espiritualidad cristiana no consiste en un esfuerzo de autoperfeccionamiento, como si el hombre con sus fuerzas pudiera promover el crecimiento integral de su persona y conseguir la salvación. El corazón del hombre, herido por el pecado, es sanado por la gracia del Espíritu Santo; y el hombre sólo puede vivir como verdadero hijo de Dios si está sostenido por esa gracia.

La espiritualidad cristiana no consiste tampoco en llegar a ser casi «inmateriales», desencarnados, sin asumir un compromiso responsable en la historia. En efecto, la presencia del Espíritu Santo en nosotros, lejos de llevarnos a una «evasión» alienante, penetra y moviliza todo nuestro ser: inteligencia, voluntad, afectividad, corporeidad, para que nuestro «hombre nuevo» (Ef 4, 24) impregne el espacio y el tiempo de la novedad evangélica.

5. En el umbral del tercer milenio, la Iglesia se dispone a acoger el don siempre nuevo del Espíritu que da la vida, que brota del costado traspasado de Jesucristo, para anunciar a todos con íntima alegría el evangelio de la vida.

Supliquemos al Espíritu Santo que haga que la Iglesia de nuestro tiempo sea un eco fiel de las palabras de los Apóstoles: «Lo que existía desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que contemplamos y tocaron nuestras manos acerca de la Palabra de vida, —pues la Vida se manifestó, y nosotros la hemos visto y damos testimonio y os anunciamos la Vida eterna, que estaba vuelta hacia el Padre y que se nos manifestó— lo que hemos visto y oído, os lo anunciamos, para que también vosotros estéis en comunión con nosotros. Y nosotros estamos en comunión con el Padre y con su Hijo Jesucristo» (1 Jn 1, 1-3).

lunes, 17 de diciembre de 2007

Explicación de la interpretación común de la justificación / Autor: Hº Jaime Ruiz Castro CM

La impotencia y el pecado humanos respecto a la justificación

Juntos confesamos que en lo que atañe a su salvación, el ser humano depende enteramente de la gracia redentora de Dios. La libertad de la cual dispone respecto a las personas y las cosas de este mundo no es tal respecto a la salvación porque por ser pecador depende del juicio de Dios y es incapaz de volverse hacia él en busca de redención, de merecer su justificación ante Dios o de acceder a la salvación por sus propios medios. La justificación es obra de la sola gracia de Dios. Puesto que católicos y luteranos lo confesamos juntos, es válido decir que:

Cuando los católicos afirman que el ser humano «coopera", aceptando la acción justificadora de Dios, consideran que esa aceptación personal es en sí un fruto de la gracia y no una acción que dimana de la innata capacidad humana.

Según la enseñanza luterana, el ser humano es incapaz de contribuir a su salvación porque en cuanto pecador se opone activamente a Dios y a su acción redentora. Los luteranos no niegan que una persona pueda rechazar la obra de la gracia, pero aseveran que solo puede recibir la justificación pasivamente, lo que excluye toda posibilidad de contribuir a la propia justificación sin negar que el creyente participa plena y personalmente en su fe, que se realiza por la Palabra de Dios.

La justificación en cuanto perdón del pecado y fuente de justicia

Juntos confesamos que la gracia de Dios perdona el pecado del ser humano y, a la vez, lo libera del poder avasallador del pecado, confiriéndole el don de una nueva vida en Cristo. Cuando los seres humanos comparten en Cristo por fe, Dios ya no les imputa sus pecados y mediante el Espíritu Santo les transmite un amor activo. Estos dos elementos del obrar de la gracia de Dios no han de separarse porque los seres humanos están unidos por la fe en Cristo que personifica nuestra justificación (1 Co 1:30): perdón del pecado y presencia redentora de Dios. Puesto que católicos y luteranos lo confesamos juntos, es válido decir que:

Cuando los luteranos ponen el énfasis en que la justicia de Cristo es justicia nuestra, por ello entienden insistir sobre todo en que la justicia ante Dios en Cristo le es garantida al pecador mediante la declaración de perdón y tan solo en la unión con Cristo su vida es renovada. Cuando subrayan que la gracia de Dios es amor redentor («el favor de Dios») no por ello niegan la renovación de la vida del cristiano. Más bien quieren decir que la justificación está exenta de la cooperación humana y no depende de los efectos renovadores de vida que surte la gracia en el ser humano.

Cuando los católicos hacen hincapié en la renovación de la persona desde dentro al aceptar la gracia impartida al creyente como un don, quieren insistir en que la gracia del perdón de Dios siempre conlleva un don de vida nueva que en el Espíritu Santo, se convierte en verdadero amor activo. Por lo tanto, no niegan que el don de la gracia de Dios en la justificación sea independiente de la cooperación humana.

Justificación por fe y por gracia

Juntos confesamos que el pecador es justificado por la fe en la acción salvífica de Dios en Cristo. Por obra del Espíritu Santo en el bautismo, se le concede el don de salvación que sienta las bases de la vida cristiana en su conjunto. Confían en la promesa de la gracia divina por la fe justificadora que es esperanza en Dios y amor por él. Dicha fe es activa en el amor y, entonces, el cristiano no puede ni debe quedarse sin obras, pero todo lo que en el ser humano antecede o sucede al libre don de la fe no es motivo de justificación ni la merece.

Según la interpretación luterana, el pecador es justificado sólo por la fe (sola fide). Por fe pone su plena confianza en el Creador y Redentor con quien vive en comunión. Dios mismo insufla esa fe, generando tal confianza en su palabra creativa. Porque la obra de Dios es una nueva creación, incide en todas las dimensiones del ser humano, conduciéndolo a una vida de amor y esperanza. En la doctrina de la «justificación por la sola fe» se hace una distinción, entre la justificación propiamente dicha y la renovación de la vida que forzosamente proviene de la justificación, sin la cual no existe la fe, pero ello no significa que se separen una y otra. Por consiguiente, se da el fundamento de la renovación de la vida que proviene del amor que Dios otorga al ser humano en la justificación. Justificación y renovación son una en Cristo quien está presente en la fe.

En la interpretación católica también se considera que la fe es fundamental en la justificación. Porque sin fe no puede haber justificación. El ser humano es justificado mediante el bautismo en cuanto oyente y creyente de la palabra. La justificación del pecador es perdón de los pecados y volverse justo por la gracia justificadora que nos hace hijos de Dios. En la justificación, el justo recibe de Cristo la fe, la esperanza y el amor, que lo incorporan a la comunión con él. Esta nueva relación personal con Dios se funda totalmente en la gracia y depende constantemente de la obra salvífica y creativa de Dios misericordioso que es fiel a sí mismo para que se pueda confiar en él. De ahí que la gracia justificadora no sea nunca una posesión humana a la que se pueda apelar ante Dios. La enseñanza católica pone el énfasis en la renovación de la vida por la gracia justificadora; esta renovación en la fe, la esperanza y el amor siempre depende de la gracia insondable de Dios y no contribuye en nada a la justificación de la cual se podría hacer alarde ante Él (Ro 3:27).

El pecador justificado

Juntos confesamos que en el bautismo, el Espíritu Santo nos hace uno en Cristo, justifica y renueva verdaderamente al ser humano, pero el justificado, a lo largo de toda su vida, debe acudir constantemente a la gracia incondicional y justificadora de Dios. Por estar expuesto, también constantemente, al poder del pecado y a sus ataques apremiantes (cf. Ro 6:12-14), el ser humano no está eximido de luchar durante toda su vida con la oposición a Dios y la codicia egoísta del viejo Adán (cf. Gá 5:16 y Ro 7:7-10). Asimismo, el justificado debe pedir perdón a Dios todos los días, como en el Padrenuestro (Mt 6:12 y 1Jn 1:9), y es llamado incesantemente a la conversión y la penitencia, y perdonado una y otra vez.

Los luteranos entienden que ser cristiano es ser «al mismo tiempo justo y pecador». El creyente es plenamente justo porque Dios le perdona sus pecados mediante la Palabra y el Sacramento, y le concede la justicia de Cristo que él hace suya en la fe. En Cristo, el creyente se vuelve justo ante Dios pero viéndose a sí mismo, reconoce que también sigue siendo totalmente pecador; el pecado sigue viviendo en él (1 Jn 1:8 y Ro 7:17-20), porque se torna una y otra vez hacia falsos dioses y no ama a Dios con ese amor íntegro que debería profesar a su Creador (Dt 6:5 y Mt 22:36-40). Esta oposición a Dios es en sí un verdadero pecado pero su poder avasallador se quebranta por mérito de Cristo y ya no domina al cristiano porque es dominado por Cristo a quien el justificado está unido por la fe. En esta vida, entonces, el cristiano puede llevar una existencia medianamente justa. A pesar del pecado, el cristiano ya no está separado de Dios porque renace en el diario retorno al bautismo, y a quien ha renacido por el bautismo y el Espíritu Santo, se le perdona ese pecado. De ahí que el pecado ya no conduzca a la condenación y la muerte eterna.[15] Por lo tanto, cuando los luteranos dicen que el justificado es también pecador y que su oposición a Dios es un pecado en sí, no niegan que, a pesar de ese pecado, no sean separados de Dios y que dicho pecado sea un pecado «dominado». En estas afirmaciones coinciden con los católicos romanos, a pesar de la diferencia de la interpretación del pecado en el justificado.

Los católicos mantienen que la gracia impartida por Jesucristo en el bautismo lava de todo aquello que es pecado «propiamente dicho» y que es pasible de «condenación» (Ro 8:1). Pero de todos modos, en el ser humano queda una propensión (concupiscencia) que proviene del pecado y compele al pecado. Dado que según la convicción católica, el pecado siempre entraña un elemento personal y dado que este elemento no interviene en dicha propensión, los católicos no la consideran pecado propiamente dicho. Por lo tanto, no niegan que esta propensión no corresponda al designio inicial de Dios para la humanidad ni que esté en contradicción con Él y sea un enemigo que hay que combatir a lo largo de toda la vida. Agradecidos por la redención en Cristo, subrayan que esta propensión que se opone a Dios no merece el castigo de la muerte eterna ni aparta de Dios al justificado. Ahora bien, una vez que el ser humano se aparta de Dios por voluntad propia, no basta con que vuelva a observar los mandamientos ya que debe recibir perdón y paz en el Sacramento de la Reconciliación mediante la palabra de perdón que le es dado en virtud de la labor reconciliadora de Dios en Cristo.

Ley y evangelio

Juntos confesamos que el ser humano es justificado por la fe en el evangelio «sin las obras de la Ley» (Ro 3:28). Cristo cumplió con ella y, por su muerte y resurrección, la superó en cuanto medio de salvación. Asimismo, confesamos que los mandamientos de Dios conservan toda su validez para el justificado y que Cristo, mediante su magisterio y ejemplo, expresó la voluntad de Dios que también es norma de conducta para el justificado.

Los luteranos declaran que para comprender la justificación es preciso hacer una distinción y establecer un orden entre ley y evangelio. En teología, ley significa demanda y acusación. Por ser pecadores, a lo largo de la vida de todos los seres humanos, cristianos incluidos, pesa esta acusación que revela su pecado para que mediante la fe en el evangelio se encomienden sin reservas a la misericordia de Dios en Cristo que es la única que los justifica.

Puesto que la ley en cuanto medio de salvación fue cumplida y superada a través del evangelio, los católicos pueden decir que Cristo no es un «legislador» como lo fue Moisés. Cuando los católicos hacen hincapié en que el justo está obligado a observar los mandamientos de Dios, no por ello niegan que mediante Jesucristo, Dios ha prometido misericordiosamente a sus hijos, la gracia de la vida eterna.

Certeza de salvación

Juntos confesamos que el creyente puede confiar en la misericordia y las promesas de Dios. A pesar de su propia flaqueza y de las múltiples amenazas que acechan su fe, en virtud de la muerte y resurrección de Cristo puede edificar a partir de la promesa efectiva de la gracia de Dios en la Palabra y el Sacramento y estar seguros de esa gracia.

Los reformadores pusieron un énfasis particular en ello: En medio de la tentación, el creyente no debería mirarse a sí mismo sino contemplar únicamente a Cristo y confiar tan solo en él. Al confiar en la promesa de Dios tiene la certeza de su salvación que nunca tendrá mirándose a sí mismo.

Los católicos pueden compartir la preocupación de los reformadores por arraigar la fe en la realidad objetiva de la promesa de Cristo, prescindiendo de la propia experiencia y confiando solo en la palabra de perdón de Cristo (cf. Mt 16:19 y 18:18). Con el Concilio Vaticano II, los católicos declaran: Tener fe es encomendarse plenamente a Dios que nos libera de la oscuridad del pecado y la muerte y nos despierta a la vida eterna. Al respecto, cabe señalar que no se puede creer en Dios y, a la vez, considerar que la divina promesa es indigna de confianza. Nadie puede dudar de la misericordia de Dios ni del mérito de Cristo. No obstante, todo ser humano puede interrogarse acerca de su salvación, al constatar sus flaquezas e imperfecciones. Ahora bien, reconociendo sus propios defectos, puede tener la certeza de que Dios ha previsto su salvación.

Las buenas obras del justificado

Juntos confesamos que las buenas obras, una vida cristiana de fe, esperanza y amor, surgen después de la justificación y son fruto de ella. Cuando el justificado vive en Cristo y actúa en la gracia que le fue concedida, en términos bíblicos, produce buen fruto. Dado que el cristiano lucha contra el pecado toda su vida, esta consecuencia de la justificación también es para él un deber que debe cumplir. Por consiguiente, tanto Jesús como los escritos apostólicos amonestan al cristiano a producir las obras del amor.

Según la interpretación católica, las buenas obras, posibilitadas por obra y gracia del Espíritu Santo, contribuyen a crecer en gracia para que la justicia de Dios sea preservada y se ahonde la comunión en Cristo. Cuando los católicos afirman el carácter «meritorio» de las buenas obras, por ello entienden que, conforme al testimonio bíblico, se les promete una recompensa en el cielo. Su intención no es cuestionar la índole de esas obras en cuanto don, ni mucho menos negar que la justificación siempre es un don inmerecido de la gracia, sino poner el énfasis en la responsabilidad del ser humanos por sus actos.

Los luteranos también sustentan el concepto de preservar la gracia y de crecer en gracia y fe, haciendo hincapié en que la justicia en cuanto ser aceptado por Dios y compartir la justicia de Cristo es siempre completa. Asimismo, declaran que puede haber crecimiento por su incidencia en la vida cristiana. Cuando consideran que las buenas obras del cristiano son frutos y señales de la justificación y no de los propios «méritos", también entienden por ello que, conforme al Nuevo Testamento, la vida eterna es una «recompensa» inmerecida en el sentido del cumplimiento de la promesa de Dios al creyente.

La justificación (Rm 3-5) / Autor: Hº Jaime Ruiz Castro CM

El mensaje bíblico de la justificación

Nuestra escucha común de la palabra de Dios en las Escrituras ha dado lugar a nuevos enfoques. Juntos oímos lo que dice el evangelio: «De tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito para que todo aquel que en él cree no se pierda sino que tenga vida eterna» (San Juan 3:16). Esta buena nueva se plantea de diversas maneras en las Sagradas Escrituras. En el Antiguo Testamento escuchamos la palabra de Dios acerca del pecado (Sal 51:1-5; Dn 9:5 y ss; Ec 8:9 y ss; Esd 9:6 y ss.) y la desobediencia humanos (Gn 3:1-19 y Neh 9:16-26), así como la «justicia» (Is 46:13; 51:5-8; 56:1; cf. 53:11; Jer 9:24) y el «juicio» de Dios (Ec 12:14; Sal 9:5 y ss; y 76:7-9).

En el Nuevo testamento se alude de diversas maneras a la «justicia» y la «justificación» en los escritos de San Mateo (5:10; 6:33 y 21:32), San Juan (16:8-11); Hebreos (5:1-3 y 10:37-38), y Santiago (2:14-26). En las epístolas de San Pablo también se describe de varias maneras el don de la salvación, entre ellas: «Estad pues, firmes en la libertad con que Cristo nos hizo libres» (Gá 5:1-13, cf. Ro 6:7); «Y todo esto proviene de Dios que nos reconcilió consigo mismo» (2 Co 5:18-21, cf. Ro 5:11); «tenemos paz para con Dios» (Ro 5:1); «nueva criatura es» (2 Co 5:17); «vivos para Dios en Cristo Jesús» (Ro 6:11-23) y «santificados en Cristo Jesús» (1 Co 1:2 y 1:31; 2 Co 1:1) A la cabeza de todas ellas está la «justificación» del pecado de los seres humanos por la gracia de Dios por medio de la fe (Ro 3:23-25), que cobró singular relevancia en el período de la Reforma.

San Pablo asevera que el evangelio es poder de Dios para la salvación de quien ha sucumbido al pecado; mensaje que proclama que «la justicia de Dios se revela por fe y para fe» (Ro 1:16-17) y ello concede la «justificación» (Ro 3:21-31). Proclama a Jesucristo «nuestra justificación» (1 Co 1:30) atribuyendo al Señor resucitado lo que Jeremías proclama de Dios mismo (23:6). En la muerte y resurrección de Cristo están arraigadas todas las dimensiones de su labor redentora por que él es «Señor nuestro, el cual fue entregado por nuestras transgresiones, y resucitado para nuestra justificación» (Ro 4:25). Todo ser humano tiene necesidad de la justicia de Dios «por cuanto todos pecaron y están destituidos de la gloria de Dios» (Ro 1:18; 2:23 3:22; 11:32 y Gá 3:22). En Gálatas 3:6 y Romanos 4:3-9, San Pablo entiende que la fe de Abraham (Gn 15:6) es fe en un Dios que justifica al pecador y recurre al testimonio del Antiguo Testamento para apuntalar su prédica de que la justicia le será reconocida a todo aquel que, como Abraham, crea en la promesa de Dios. «Mas el justo por la fe vivirá» (Ro 1:17 y Hab 2:4, cf. Gá 3:11). En las epístolas de San Pablo, la justicia de Dios es también poder para aquellos que tienen fe (Ro 1:17 y 2 Co 5:21). Él hace de Cristo justicia de Dios para el creyente (2 Co 5:21). La justificación nos llega a través de Cristo Jesús «a quien Dios puso como propiciación por medio de la fe en su sangre» (Ro 3:2; véase 3:21-28). «Porque por gracia sois salvos por medio de la fe; y esto no de vosotros, pues es don de Dios. No por obras...» (Ef 2:8-9).

La justificación es perdón de los pecados (cf. Ro 3:23-25; Hechos 13:39 y San Lucas 18:14), liberación del dominio del pecado y la muerte (Ro 5:12-21) y de la maldición de la ley (Gá 3:10-14) y aceptación de la comunión con Dios: ya pero no todavía plenamente en el reino de Dios a venir (Ro 5:12). Ella nos une a Cristo, a su muerte y resurrección (Ro 6: 5). Se opera cuando acogemos al Espíritu Santo en el bautismo, incorporándonos al cuerpo que es uno (Ro 8:1-2 y 9-11; y 1 Co 12:12-13). Todo ello proviene solo de Dios, por la gloria de Cristo y por gracia mediante la fe en «el evangelio del Hijo de Dios» (Ro 1:1-3).

Los justos viven por la fe que dimana de la palabra de Cristo (Ro 10:17) y que obra por el amor (Gá 5:6), que es fruto del Espíritu (Gá 5:22) pero como los justos son asediados desde dentro y desde fuera por poderes y deseos (Ro 8:35-39 y Gá 5:16-21) y sucumben al pecado (1 Jn 1:8 y 10) deben escuchar una y otra vez las promesas de Dios y confesar sus pecados (1 Jn 1:9), participar en el cuerpo y la sangre de Cristo y ser exhortados a vivir con justicia, conforme a la voluntad de Dios. De ahí que el Apóstol diga a los justos: «...ocupaos en vuestra salvación con temor y temblor, porque Dios es el que en vosotros produce así el querer como el hacer, por su buena voluntad» (Flp 2:12-13). Pero ello no invalida la buena nueva: «Ahora, pues, ninguna condenación hay para los que están en Cristo Jesús» (Ro 8:1) y en quienes Cristo vive (Gá 2:20). Por la justicia de Cristo «vino a todos los hombres la justificación que produce vida» (Ro 5:18).

En la fe, juntos tenemos la convicción de que la justificación es obra del Dios trino. El Padre envió a su Hijo al mundo para salvar a los pecadores. Fundamento y postulado de la justificación es la encarnación, muerte y resurrección de Cristo. Por lo tanto, la justificación significa que Cristo es justicia nuestra, en la cual compartimos mediante el Espíritu Santo, conforme con la voluntad del Padre. Juntos confesamos: «Solo por gracia mediante la fe en Cristo y su obra salvífica y no por algún mérito nuestro, somos aceptados por Dios y recibimos el Espíritu Santo que renueva nuestros corazones, capacitándonos y llamándonos a buenas obras».

Todos los seres humanos somos llamados por Dios a la salvación en Cristo. Solo a través de Él somos justificados cuando recibimos esta salvación en fe. La fe es en sí don de Dios mediante el Espíritu Santo que opera en palabra y sacramento en la comunidad de creyente y que, a la vez, les conduce a la renovación de su vida que Dios habrá de consumar en la vida eterna.

También compartimos la convicción de que el mensaje de la justificación nos orienta sobre todo hacia el corazón del testimonio del Nuevo Testamento sobre la acción redentora de Dios en Cristo: Nos dice que en cuanto pecadores nuestra nueva vida obedece únicamente al perdón y la misericordia renovadora que de Dios imparte como un don y nosotros recibimos en la fe y nunca por mérito propio cualquiera que este sea.

Por consiguiente, la doctrina de la justificación que recoge y explica este mensaje es algo más que un elemento de la doctrina cristiana y establece un vínculo esencial entre todos los postulados de la fe que han de considerarse internamente relacionados entre sí. Constituye un criterio indispensable que sirve constantemente para orientar hacia Cristo el magisterio y la práctica de nuestras iglesias. Cuando los luteranos resaltan el significado sin parangón de este criterio, no niegan la interrelación y el significado de todos los postulados de la fe. Cuando los católicos se ven ligados por varios criterios, tampoco niegan la función peculiar del mensaje de la justificación. Luteranos y católicos compartimos la meta de confesar a Cristo en quien debemos creer primordialmente por ser el solo mediador (1 Ti 2:5-6) a través de quien Dios se da a sí mismo en el Espíritu Santo y prodiga sus dones renovadores.

Final del seminario de Misiones con una síntesis de lo tratado / Autor: Hº Jaime Ruiz Castro CM
















ASPECTOS DE MISIÓN DEL CONCILIO PROVINCIAL TARRACONENSE DE 1995


El Concilio Provincial Tarraconense nace con la vocación de impulsar a la Iglesia que vive en el seno de una sociedad plural y secularizada que ha reducido la fe en un ámbito privado a anunciar a Jesucristo con un lenguaje sencillo (CPT 1), en continua renovación para adaptarlas a las circunstancias de la época (CPT 15), estando toda la acción de la Iglesia tanto la litúrgica como la Pastoral Social orientados para dicho fin.

La Iglesia local tiene su proyección universal y por lo tanto tiene su Missio Ad Gentes con aquellas diócesis que la Iglesia no está implanta y recomienda en la Facultad de Teología hacer la asignatura de misionología para que los fieles tengamos esta dimensión misionera de la Iglesia.

EL DIRECTORIO GENERAL
DE CATEQUESIS (DGC) Y EL PROYECTO GLOBAL
DE PASTORAL CATEQUÉTICA DE CATALUNYA
Y BALEARES (PGPC)


El DGC de 1998, nace con la misión de dar nuevas respuestas y de asumir los nuevos desafíos desde la fe que se nos presenta en los destinatarios de la catequesis parroquial que viven inmersos en un mundo secularizado, cumpliéndose de esta manera la propuesta del Concilio Vaticano II de hacer un catecismo previo a un Directorio de Catequesis. Este Catecismo es Catecismo de la Iglesia católica de 1992.

El PGPC, fue una propuesta del Primer Congreso de Catequesis de Catalunya y las Islas (1991) y la recogió el Concilio Provincial Tarraconense (1995) y aparece como una aplicación del DGC en 1999.

El DGC sitúa la catequesis dentro de la Evangelización de la Iglesia, siendo un proceso de formación permanente que desemboca en la maduración de la Fe, de los que han acogido el mensaje de la Salvación. Esta catequesis debe ser inculturizada de tal manera que la Fe surge como un elemento más de esa cultura y no es impuesta. Este proceso tiene tres etapas:

Primer anuncio (61-62): A los no creyentes, a los que tienen indiferencia religiosa. En los países de Missiones Ad Gentes, lo tiene en forma de precatecumenado y en los países de tradición cristiana que se han secularizado es a través de la Nueva Evangelización con las Catequesis Kerigmáticas, es decir, el anuncio explícito de Jesucristo.

Es preciso resituar el concepto de Missiones Ad Gentes, motivado por el fuerte movimiento inmigratorio, el mismo Barrio de “El Raval” tiene una Parroquia Personal Filipina, se habla 77 lenguas y es un compendio de distintas tradiciones religiosas, siendo muchas de ellas no cristianas y en la mayor parte de los casos, la Iglesia se dedica a hacer efectivo el Evangelio sirviendo a estos pobres, sin llegar a pensar en hacer jornadas de dialogo y oración interreligiosas. También hay que recordar que recientemente se ha instituido el catecumenado de adultos en las diócesis de España.

El PGPC incluye el primer anuncio a los niños en edad escolar, llamándose “el despertar en la Fe”, recibiendo este anuncio por manos de sus padres, antes de entrar en el catecumenado Infantil.

La catequesis de Iniciación Cristiana (63-68): Que tiene como finalidad de iniciar al catequizando a una vida cristiana, que viva su fe como un compromiso personal en medio de la sociedad de tal forma que sea luz para el mundo, sal de la tierra y levadura de caridad. El destinatario tiene que ser iniciado a la vida Comunitaria de la Iglesia y la Misión de la Iglesia.

Formación Permanente (69-72): Con toda su variedad y riqueza que tiene.

SÍNTESIS DE LO EXPUESTO
Y LECTURA DESDE LOS DOCUMENTOS ACTUALES


A) COMUNIDAD CRISTIANA: La Comunidad Cristiana es una Fraternidad constituida para la Misión donde la autoridad está al servicio de la Comunidad y que confiesa la fe de Pedro que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios que celebra el día del Señor y tiene su origen en el grupo de los Doce y que no tiene el monopolio del Espíritu Santo.

La autoridad Superior es el Papa que tiene la misma función que Pedro de animar a toda la Iglesia en la tarea de la Evangelización de dar a conocer a Cristo y llevar a todos los rincones de la tierra la misericordia y el amor de Dios.

Es el Pueblo de Dios que es sensible por los problemas de la gente (GS1) y principalmente de los pobres que son los destinatarios privilegiados del Evangelio, dando esta orientación de socorrer al pobre como culto agradable a Dios (Mt 6) a través de la catequesis, la oración, la liturgia y compartiendo los bienes.

Cada uno de nosotros con nuestros talentos y dones nos sentimos agentes de la Evangelización.

Es una Comunidad que sigue y continúa la obra de Cristo, a pesar de las dificultades que nos encontramos por el camino y es el Espíritu que nos hace superar estas dificultades.

B) MISIÓN: Una tarea que nos concierne a todos: Hacer efectivo el Evangelio

B.1) Vocación del clérigo: Una vida de amor y solidaridad: Explicación del Celibato a la luz de la sexualidad interna: El tema lo voy a tratar desde la sexualidad para ver la riqueza de este don que vivió Nuestro Señor y el diagnóstico confrontarlo con los textos del Evangelio. Podemos distinguir tres clases de sexualidades que tienen que ir muy integradas: La sexualidad personal (nuestra propia identidad de hombre y mujer), la sexualidad afectiva (aquí está el terreno de las amistades; amor, noviazgos...) y la sexualidad genital: Jesús renunció a un 2% de su sexualidad; es decir, a la genital y parte de la afectiva para no tener raíces en ningún sitio y poder estar disponible a ir a donde el Padre le enviase; es aquella máxima que dice Jesús: "El Hijo del hombre no tiene donde reclinar la cabeza" ; pensemos que para Marta, María y Lázaro podrían haber retenido a Jesús para que no fuera a Jerusalén o hacerle las típicas preguntas del millón que no tiene una lógica humana en su respuesta: ¿Estás a gusto entre nosotros? Si lo estás: ¿Porqué te vas?. Son las preguntas que se suele hacer cuando un sacerdote o un religioso ha caído en gracia en la Comunidad y lo han destinado; ya que él tiene que ir " a aquellos lugares que Cristo tenía que ir" y eso nos duele.

La sexualidad genital es un signo de un verdadero amor; ya que como signo tiene como finalidad en crear y dar la Vida (el nacimiento de un niño es una donación de una nueva vida); lo que Cristo hizo fue canalizar esta sexualidad de otras formas de manera que nos ha salido un prototipo de hombre que ha sido solidario hasta el extremo; dando su vida por los amigos y la creatividad de ese amor va más allá de amar a sus amigos; ya que nos dice y él lo hizo así que amemos a nuestros enemigos, poder clasificar a los pobres de felices y a los cristianos nos invita a ser mendigos delante de Dios, es decir, pobres de espíritu . Hay que contemplar la renuncia en su aspecto original; ya que viene del latín Renuntiare que significa volver anunciar y por lo tanto Cristo vivió la castidad como una Buena Noticia y con toda su radicalidad tal como hemos visto

El Sacerdote siguiendo esta imitación de Cristo tiene un gran Celo por la salvación de las almas y su caridad inmensa se traduce en la Pastoral de la Caridad; que él sea el promotor de socorrer en sus necesidades espirituales y temporales a los pobres; en definitiva hacer efectivo el Evangelio. La vocación del clérigo misionero es totalmente evangelizadora y es el promotor y animador de dicha evangelización de los pobres con la añadidura de realizar su ministerio sacerdotal convocando a la Comunidad Cristiana a celebrar y a participar de los diferentes aspectos de la Salvación, dando un culto de alabanza a Dios y "son colaboradores diligentes del orden episcopal y en cierta manera, puede decirse que pertenecen al clero Diocesano en la medida que toman parte en el cuidado de la gente y en las obras de apostolado bajo la dirección del obispo" (Christus Dominus, 34)

La Caridad Pastoral y la Pastoral de Caridad: Un sacerdote diocesano acepta ser casto por amor al Reino de los Cielos (Mt 19,1 2c). En el caso de los religiosos y en los que vivimos a modo de ello, hemos hecho voto de castidad y esto nos conduce a tener un amor ardiente, solidario y misericordioso para la humanidad. Este signo del amor de Dios se hace visible y latente en la Pastoral de la Caridad que es, en definitiva, hacer efectivo el Evangelio.

El sacerdote por su aceptación de ser casto es el primer animador de la Pastoral de la Caridad y el laico contribuye en comunión con su pastor, y en el caso de una comunidad religiosa o de similares que esté al servicio de los pobres, a causa del voto de castidad; toda la Comunidad es animadora de la Pastoral de la Caridad; y en las que hay sacerdotes y laicos, se cumplen las dos condiciones: la primera por cuestión del voto y la segunda porque los hermanos trabajan en comunión con los clérigos y en las sociedades clericales de Derecho Pontificio, como es la nuestra, el clérigo es animador de la Comunidad y por lo tanto de la Evangelización que efectúa su Comunidad, su con la colaboración de los demás laicos.

B.2) La Vocación y Misión de los laicos: Principio de corresponsabilidad

El Concilio Vaticano II define como laico: " Por el nombre de laicos se entiende aquí todos los fieles cristianos, a excepción de los miembros que han recibido un orden sagrado y los que están en estado religioso reconocido por la Iglesia, es decir, los fieles cristianos que, por estar incorporados a Cristo mediante el bautismo, constituidos en Pueblo de Dios y hechos partícipes a su manera de la función sacerdotal, profética y real de Jesucristo, ejercen, por su parte, la misión de todo el Pueblo cristiano en la Iglesia y en el mundo." . Algunos de estos laicos para efectuar con más eficacia su apostolado seglar se han asociado formando un instituto secular viviendo los consejos evangélicos y otros como misioneros estando dispuestos a ir a cualquier sitio del mundo para efectuar su tarea de apostolado.

Todo esto bajo un clima de Comunión: En primer lugar una Comunión con Dios, por medio de Jesucristo, en el Espíritu, luego, cada uno de los miembros de la Iglesia con Cristo y entre nosotros mismos como amigos que se quieren bien, trabajando en unidad dentro de la diversidad y en coordinación..

B.3) El estado religioso como signo profético de Reino y vivir las Bienaventuranzas: El estado religioso y el casi religioso (Sociedad de Vida Apostólica), los que viven a modo de religiosos, está enmarcado en los parasacramentales, aunque el efecto es una vinculación fuerte con Cristo y en cierta manera imprime carácter, ya que el voto de estabilidad para permanecer en un instituto y en el caso de las religiosas contemplativas en la misma Comunidad toda la vida, se podría comparar con aquellos sacramentos que se reciben una sola vez en la vida.

Las Comunidades religiosas y similares miran de reproducir en su interior el modelo de vida teórico que tenía la Comunidad Cristiana Primitiva: Formación, Oración, Eucaristía y compartir los bienes y este estilo de vida viene de una vivencia o vivir las felicidades del Reino teniendo a Dios como posesión personal. El estado religioso permite vivir con plenitud el Reino de Dios y tiende a mostrar que esta realidad del Reino esta visible, actúa y lo pone radicalmente al servicio de la Evangelización

B.4) Vilanova i la Geltrú y la Pastoral Social de las Misiones: Vilanova tiene la fama en colaborar con las diferentes ONG-D a favor de los países en vías de desarrollo y en especial con dos ONG-D católicas: Manos Unidas e Intermón (para las Misiones de los Jesuitas). Intermón ha creado la red del Comercio Justo, para que el campesino de allá pueda vivir en unas condiciones dignas.

Una gran parte de los caramelos que tiramos en el Domingo de Carnaval (Les comparses) han sido vendidos en las teresianas de Vilanova en beneficio de los proyectos de Manos Unidas; aparentemente es una contradicción pero en el fondo estamos haciendo dos actividades simultáneas: reactivar la economía de nuestro país (damos de comer a una empresa de golosinas) y por otro lado miramos por el desarrollo y el progreso de los pueblos.

ACTIVIDAD

Describe como es tu Comunidad Parroquial y diseña unas líneas de acción de cara a la Evangelización de su territorio parroquial a nivel de anuncio y con algún proyecto social que de respuesta a una inquietud de la gente que vive en el territorio parroquial.

miércoles, 12 de diciembre de 2007

Los sacramentos y la oración en las cartas de San Pablo / Autor: Hº Jaime Ruiz Castro CM

Los Sacramentos a la luz de las cartas de San Pablo (Rm 6; 1Co 11; Ef 5; 2 Tim 1,6; Hch 18)

La palabra que San Pablo utiliza como sacramento es la palabra “Misterio” que quiere expresar la unión de dos partes que están separadas.

En primer lugar nos presenta a Cristo como sacramento de Dios Padre, ya que es “el único mediador entre Dios y los hombres” (1Tm 2,4) y a la Iglesia como Sacramento de Cristo (Ef. 5,32) y la Iglesia celebra la Salvación.

En la Iglesia primitiva observamos que se celebran 6 Sacramentos, estando la confirmación unida al bautismo y el Sacramento del matrimonio nace a partir de Trento y en aquella época era una bendición de los novios. La relectura de esta bendición de novios con toda la carga bíblica que tiene formar una familia fundamentada en el amor de Dios ha hecho que se instituya como sacramento que nos viene del Señor.

San Pablo compara el bautismo como una participación de la muerte y Resurrección de Cristo (Rom 6,3): sepultar al hombre viejo y nacer como hombre nuevo que habiendo recibido el don del Espíritu Santo ejecuta los dones y carismas recibidos al servicio de la Comunidad cristiana.

San Pablo atribuye a la Eucaristía como una tradición que procede del Señor (1Co 11,23), en la cual había una comida de Hermandad recordando la Cena Pascual que hizo el Señor. En la Comunidad de Corintio corrige los abusos que había en aquella comida (1Co 11,17-22) y se celebraba en Domingo (Hch 20,7)

Para San Pablo la Eucaristía es Memorial, es decir, una actualización de aquellos días santos (1Co 11,25-26): “Celebramos nuestra identidad de pueblo de Dios salvado por Cristo” y también es punto de encuentro donde se centra y parte toda la actividad de la Comunidad Cristiana, San Pablo fue enviado a la Misión en una celebración eucarística (Hch 13,1-3)

En 1Co 11,27-29 vemos como San Pablo refleja la forma judicial romana de cuando se condena a uno, que se tiene que tragar el papel que contiene su condena y la aplica a la gente que comulga sin estar en condiciones optimas para ello (pecado mortal)

Quería hacer extensiva la recomendación de San Pablo a Timoteo al hacer memoria de su ordenación (2Tim 1,6): La imposición de las manos es común en varios sacramentos y en especial el de la Confirmación para recibir el Don del Espíritu (Hch 8,17s) o para conferir alguna función o ministerio comunitario (Hch 6,6) con la ayuda y el soporte del Espíritu. Como San Pablo está en el Seno de las Comunidades carismáticas, la podemos hacer extensiva en la oración carismática: recibimos el Don del Espíritu Santo (1Tim 4,14; 5,22) y lo tenemos que reavivar para vivir como tal.

La Oración según San Pablo

Cada conversión es un milagro de la gracia. San Pablo lo sabía muy bien. Por propia experiencia. ¿Acaso no había sido precisa «una luz venida del cielo» (He. 9,3) para hacerle salir de su ceguera y de su oscuridad?

Por eso él acudirá continuamente a la oración. Ante el Padre dobla sus rodillas (Ef. 3,14) sin cesar para mendigar la gracia que abra los corazones a la predicación de Evangelio. Toda su inmensa -y admirable- actividad está fecundada desde dentro por la oración. Él sabía que era un medio indispensable para dar cumplimiento a su labor misionera. Estaba convencido de que sólo Dios mismo podía realizar sus inmensos designios de salvación. Y por eso su oración es esencialmente apostólica.

Impresiona la cantidad de textos sobre la oración que aparecen en las cartas de Pablo (en la mayor parte de los casos oraciones en que él mismo se dirige directamente a Dios). Son testimonio de la importancia capital de la oración en la tarea apostólica. ¿No era en el fondo su propia conversión fruto de la oración de Esteban pidiendo el perdón para sus enemigos (He. 7, 60- 8,1)?

E impresiona igualmente que muchas veces en los textos sobre la oración -tanto cuando exhorta a sus cristianos a orar como cuando les asegura que ora por ellos- aparecen los adverbios «siempre», «incesantemente», «noche y día»... Se trata de una oración insistente, literalmente continua. Nos refleja a un hombre en comunión permanentemente con su Señor.

«Visiones y revelaciones» (2 Cor. 12,1)

La imagen de San Pablo viajero incansable y lleno de una actividad inagotable no dice ni mucho menos toda la verdad acerca de él. Porque él era en el fondo un contemplativo. Era un hombre de profunda oración, y esta constituía el manantial de donde extraía sus energías para la lucha cotidiana.

Es verdad que no hay muchos textos en este sentido, pero sí son suficientemente expresivos. En 2 Cor. 12,1-6, en contexto de polémica contra los falsos apóstoles y hablando de sí mismo en tercera persona, afirma que podría presumir de «visiones y revelaciones del Señor», de «haber sido arrebatado hasta el tercer cielo», de haber oído «palabras inefables que el hombre no puede pronunciar»... Decide no presentar esas credenciales, pues prefiere gloriarse de su debilidad, pero ahí queda como testimonio de la altura de su oración.

De hecho, también en los Hechos de los Apóstoles se nos dice que Pablo «estando en oración en el templo» de Jerusalén cayo en éxtasis (22,17), y se nos habla de visiones en que el Señor le conforta (18,9-10) y que son decisivas para la orientación posterior de su apostolado (16,9-10).

Quizá a la contemplación del Señor se aluda en 2 Cor. 3,18, que parece ser una réplica de Ex. 34,29-35: de la misma manera que Moisés volvía de la presencia del Señor con el rostro resplandeciente -aunque él mismo no se daba cuenta- , Pablo tiene conciencia de reflejar como un espejo la gloria del Señor. La intimidad y la contemplación del Señor le hacen testigo, le hacen luminoso, aun sin él mismo percatarse de ello...

«Doy gracias a mi Dios» (Fil. 1,3)

Es significativa en las cartas de San Pablo la presencia abundante de la acción de gracias: todas las cartas excepto Gálatas y Tito comienzan con una oración de acción de gracias (1 Tes. 1,2; 2,13; 2 Tes. 1,3; Rom. 1,8; 1 Cor. 1,4; Col. 1,3; Ef. 1,16; Fil. 1, 3-4; Flm. 4;2 Tim. 1,3). Ella nos testimonia que -a pesar de las innumerables deficiencias que Pablo detecta en sus comunidades- es capaz de percibir los signos positivos de conversión, de vida cristiana, de crecimiento; y es capaz de descubrir, tras esos signos, la acción amorosa y benevolente del Padre que ha derramado su gracia desbordante en sus cristianos.

Pablo da gracias a Dios por la obra de la redención, por la elección y predestinación a ser hijos de Dios... La fe, el amor mutuo, la esperanza constituyen el motivo más frecuente de la gratitud de Pablo: ellas ponen al hombre en contacto con Dios, le levantan a un nivel nuevo de existencia, y Pablo da gracias por ello como el máximo beneficio otorgado por Dios.

Juntamente con la acción de gracias brota de los labios de Pablo la oración de bendición (2 Cor. 1,3ss; Ef. 1,3ss). Esta oración, típicamente judía, es expresión de una mirada contemplativa que se admira ante los planes maravillosos y las obras grandes de Dios.

Tanto la acción de gracias como la bendición nos descubren al apóstol que es capaz de reconocer la acción de Dios en los acontecimientos y en las personas y se asombra ante ella. Una y otra son la reacción espontánea a la intervención de Dios que realiza su designio de salvación en medio de los avatares y vicisitudes de la historia humana.

«Doblo las rodillas ante el Padre» (Ef. 3,14)

En los primeros capítulos de la carta a los Romanos san Pablo ha mostrado que todos los hombres son pecadores, incapaces de salvarse a sí mismos y necesitados de que Dios se acerque a ellos con su gracia.

De esta conciencia de la necesidad acuciante de auxilio de Dios y de su gracia brota la oración apostólica de Pablo. Pues todo su apostolado, ordenado como está a la salvación, sólo puede obtener su eficacia como gracia, como don de Dios.

Todas las cartas están empapadas de esta súplica insistente y confiada por el bien espiritual de los cristianos y por las necesidades de las diversas comunidades (1 Tes. 3,11-13; 5,23; 2 Tes. 1,11-12; 2,16-17; 3,5-16; Col 1, 9-10; Ef. 1,16-18; 3,16-19; Fil. 1,9-11).

Los dones que pide para sus cristianos son: conocimiento de Dios, de su amor, de sus planes, de su voluntad; que crezca su fe y su caridad; que se hagan dignos de su vocación agradando a Dios y realizando en su vida frutos de buenas obras; que Cristo sea glorificado en ellos y ellos en Él; que lleguen santos e irreprensibles al día de Cristo...

Como se ve, en muchos de los textos citados, san Pablo espera de Dios a través de la oración que sus cristianos alcancen la plenitud y la perfección de la vida en Cristo; su ardiente deseo era el crecimiento continuo de los que le habían sido confiados; para ellos pide expresamente esta plenitud y suplica a Dios que puedan presentarse «santos e irreprensibles» al encuentro definitivo con el Señor. Pues también esto es gracia de Dios. San Pablo sabe muy bien que el que ha iniciado la obra buena debe llevarla también a su consumación (Fil. 1,6), pues es Dios mismo quien obra en los hombres tanto el querer como el obrar (Fil. 2, 13).

En su oración entra también el pedir a Dios que realice sus proyectos de viaje (1 Tes. 3,10-11; Rom 1,9-10; 2 Tim. 1,3-4). Ello expresa su confianza en la Providencia en medio de las incontable dificultades, así como la convicción del poder de la oración para cambiar el curso de los acontecimientos y permitir el cumplimiento de los planes de Dios.

«Luchad conmigo» (Rom. 15,30)

Sin embargo, San Pablo no sólo hace a sus comunidades beneficiarias y receptoras de su oración, sino que les invita a que ayuden en su tarea evangelizadora apoyando y sosteniendo su apostolado con la oración.

Comprobamos así la humildad de Pablo, que se reconoce débil y tiene la conciencia clarísima de que la misión encomendada supera ilimitadamente sus propias fuerzas (cf. 2 Cor. 2,16). Cuando le vemos solicitando la oración de sus cristianos no nos encontramos ante una mera fórmula vacía, sino ante la convicción de que necesita de esta oración y de que la intercesión de las comunidades es una ayuda inestimable para realizar su misión evangelizadora. En el fondo subyace la convicción -seguramente basada también en la experiencia- de la eficacia y de la fuerza de la oración hecha en nombre de Cristo y guiada por el Espíritu (cf. Rom. 8,26-27).

Y comprobamos también algo típico del espíritu de Pablo -como veremos más adelante-: el ansia de incorporar a sus evangelizados como miembros activos y colaboradores positivos en la inmensa obra de la evangelización.

Quizá sorprenda la expresión «luchad juntamente conmigo en vuestras oraciones» (Rom. 15,30 cf. Col. 4,12). Sin embargo, si la consideramos atentamente nos damos cuenta que es sumamente reveladora. La imagen, que hunde sus raíces en el A.T, (Ex. 17,8-13; 32,11-14; Gen. 18,17s.), sugiere que las grandes batallas se ganan en la oración. Pablo, que vive todo su apostolado como un combate (Col. 1,29; 2,1; 2 Tim. 4,7), ve en la súplica el arma decisiva (Ef. 6,13-18). Y está persuadido de que, lo mismo que el pueblo de Israel vencía cuando Moisés estaba intercediendo ante Dios con las manos elevadas en la cima del monte, el Evangelio avanzará de manera imparable si logra que todo un pueblo interceda incesantemente sin desfallecer en la plegaria (2 Tes. 3,1).

También es revelador lo que indica a sus comunidades que pidan. Hemos visto que en su oración no pedía por sí mismo, sino por sus cristianos; y cuando suplicaba algo para sí -por ejemplo, por sus proyectos de viaje-, tampoco era en realidad para sí mismo, sino en función de su tarea apostólica. Su vida no existe más que para el Evangelio. El único anhelo que arde en su corazón es la salvación de los hombres. Y esto se refleja también en lo que les indica que deben pedir.

Desde luego, pide para sí mismo. Pero no para intereses suyos particulares -menos aún egoístas-. Sólo desea que le sea otorgada la gracia de que Dios mismo ponga su Palabra en su boca (Ef. 6,19) y pueda dar a conocer el Misterio de Cristo como conviene (Col. 4,4).

Ante las continuas dificultades y persecuciones en la tarea evangelizadora, pide sobre todo el don de la «parresía» (ardor, valentía, seguridad, confianza en la predicación del Evangelio). Esta es sin duda una de las cualidades más necesarias en el evangelizador (1 Tes. 2,2; 2 Cor. 3,12; 7,4; Fil. 1,20; Col. 2,15; Ef. 3,12; 6,19-20; Flm. 8), y por eso insiste en que pidan para él que «pueda dar a conocer con valentía el Misterio del Evangelio» y «pueda hablar de él valientemente como conviene» (Ef. 6,19-20).

Asimismo espera de la oración de sus cristianos que alcance la gracia de que «Dios abra una puerta a la Palabra» (Col,. 4,3). La imagen significa (1 Cor. 16,9; 2 Cor. 2,12) una ocasión para predicar, una circunstancia que favorezca la difusión del Evangelio de Cristo. También esto es gracia de lo alto. Y Pablo espera lograrla por la intercesión de sus comunidades.

Incluso cuando les pide que supliquen «para que nos veamos libres de los hombres perversos y malignos» (2 Tes. 3,2; cf. Rom. 15,30-32; 2 Cor. 1, 10-11) es con el deseo de que desaparezcan los estorbos en el camino del Evangelio y en la tarea apostólica.
Otros textos: 1 Tes. 5,25; Fil. 1,19; Flm. 22; 1 Tim. 2,1-7.

La dimensión misionera de la Eucaristia / Autor: Hº Jaime Ruiz Castro CM

LA EUCARISTÍA
PRINCIPIO Y PROYECTO DE «MISIÓN»


“Los dos discípulos de Emaús, tras haber reconocido al Señor, «se levantaron al momento» (Lc 24,33) para ir a comunicar lo que habían visto y oído. Cuando se ha tenido verdadera experiencia del Resucitado, alimentándose de su cuerpo y de su sangre, no se puede guardar la alegría sólo para uno mismo. El encuentro con Cristo, profundizado continuamente en la intimidad eucarística, suscita en la Iglesia y en cada cristiano la exigencia de evangelizar y dar testimonio. Lo subrayé precisamente en la homilía en que anuncié el Año de la Eucaristía, refiriéndome a las palabras de Pablo: «Cada vez que coméis de este pan y bebéis de la copa, proclamaréis la muerte del Señor, hasta que vuelva» (1Co 11,26). El Apóstol relaciona íntimamente el banquete y el anuncio: entrar en comunión con Cristo en el memorial de la Pascua significa experimentar al mismo tiempo el deber de ser misioneros del acontecimiento actualizado en el rito. La despedida al finalizar la Misa es como una consigna que impulsa al cristiano a comprometerse en la propagación del Evangelio y en la animación cristiana de la sociedad.

La Eucaristía no sólo proporciona la fuerza interior para dicha misión, sino también, en cierto sentido, su proyecto. En efecto, la Eucaristía es un modo de ser que pasa de Jesús al cristiano y, por su testimonio, tiende a irradiarse en la sociedad y en la cultura. Para lograrlo, es necesario que cada fiel asimile, en la meditación personal y comunitaria, los valores que la Eucaristía expresa, las actitudes que inspira, los propósitos de vida que suscita. ¿Por qué no ver en esto la consigna especial que podría surgir del Año de la Eucaristía?

Acción de gracias

Un elemento fundamental de este «proyecto» aparece ya en el sentido mismo de la palabra «eucaristía»: acción de gracias. En Jesús, en su sacrificio, en su «sí» incondicional a la voluntad del Padre, está el «sí», el «gracias», el «amén» de toda la humanidad. La Iglesia está llamada a recordar a los hombres esta gran verdad. Es urgente hacerlo sobre todo en nuestra cultura secularizada, que respira el olvido de Dios y cultiva la vana autosuficiencia del hombre. Encarnar el proyecto eucarístico en la vida cotidiana, donde se trabaja y se vive —en la familia, la escuela, la fábrica y en las diversas condiciones de vida—, significa, además, testimoniar que la realidad humana no se justifica sin referirla al Creador: «Sin el Creador la criatura se diluye». Esta referencia trascendente, que nos obliga a un continuo «dar gracias» —justamente a una actitud eucarística— por lo todo lo que tenemos y somos, no perjudica la legítima autonomía de las realidades terrenas, sino que la sitúa en su auténtico fundamento, marcando al mismo tiempo sus propios límites.

En este Año de la Eucaristía los cristianos se han de comprometer más decididamente a dar testimonio de la presencia de Dios en el mundo. No tengamos miedo de hablar de Dios ni de mostrar los signos de la fe con la frente muy alta. La «cultura de la Eucaristía» promueve una cultura del diálogo, que en ella encuentra fuerza y alimento. Se equivoca quien cree que la referencia pública a la fe menoscaba la justa autonomía del Estado y de las instituciones civiles, o que puede incluso fomentar actitudes de intolerancia. Si bien no han faltado en la historia errores, inclusive entre los creyentes, como reconocí con ocasión del Jubileo, esto no se debe a las «raíces cristianas», sino a la incoherencia de los cristianos con sus propias raíces. Quien aprende a decir «gracias» como lo hizo Cristo en la cruz, podrá ser un mártir, pero nunca será un torturador.

El camino de la solidaridad

La Eucaristía no sólo es expresión de comunión en la vida de la Iglesia; es también proyecto de solidaridad para toda la humanidad. En la celebración eucarística la Iglesia renueva continuamente su conciencia de ser «signo e instrumento» no sólo de la íntima unión con Dios, sino también de la unidad de todo el género humano. La Misa, aun cuando se celebre de manera oculta o en lugares recónditos de la tierra, tiene siempre un carácter de universalidad. El cristiano que participa en la Eucaristía aprende de ella a ser promotor de comunión, de paz y de solidaridad en todas las circunstancias de la vida. La imagen lacerante de nuestro mundo, que ha comenzado el nuevo Milenio con el espectro del terrorismo y la tragedia de la guerra, interpela más que nunca a los cristianos a vivir la Eucaristía como una gran escuela de paz, donde se forman hombres y mujeres que, en los diversos ámbitos de responsabilidad de la vida social, cultural y política, sean artesanos de diálogo y comunión.

Al servicio de los últimos

Hay otro punto aún sobre el que quisiera llamar la atención, porque en él se refleja en gran parte la autenticidad de la participación en la Eucaristía celebrada en la comunidad: se trata de su impulso para un compromiso activo en la edificación de una sociedad más equitativa y fraterna. Nuestro Dios ha manifestado en la Eucaristía la forma suprema del amor, trastocando todos los criterios de dominio, que rigen con demasiada frecuencia las relaciones humanas, y afirmando de modo radical el criterio del servicio: «Quien quiera ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de todos» (Mc 9,35). No es casual que en el Evangelio de Juan no se encuentre el relato de la institución eucarística, pero sí el «lavatorio de los pies» (cf. Jn 13,1-20): inclinándose para lavar los pies a sus discípulos, Jesús explica de modo inequívoco el sentido de la Eucaristía. A su vez, san Pablo reitera con vigor que no es lícita una celebración eucarística en la cual no brille la caridad, corroborada al compartir efectivamente los bienes con los más pobres (cf. 1 Co 11,17-22.27-34).

¿Por qué, pues, no hacer de este Año de la Eucaristía un tiempo en que las comunidades diocesanas y parroquiales se comprometan especialmente a afrontar con generosidad fraterna alguna de las múltiples pobrezas de nuestro mundo? Pienso en el drama del hambre que atormenta a cientos de millones de seres humanos, en las enfermedades que flagelan a los Países en desarrollo, en la soledad de los ancianos, la desazón de los parados, el trasiego de los emigrantes. Se trata de males que, si bien en diversa medida, afectan también a las regiones más opulentas. No podemos hacernos ilusiones: por el amor mutuo y, en particular, por la atención a los necesitados se nos reconocerá como verdaderos discípulos de Cristo (cf. Jn 13,35; Mt 25,31-46). En base a este criterio se comprobará la autenticidad de nuestras celebraciones eucarísticas” .

martes, 4 de diciembre de 2007

Los grandes temas de la Fe según San Pablo (III) / Autor: Hº Jaime Ruiz Castro CM

Discernimiento de espíritus, carisma importante

Ante la diversidad de carismas o dones del Espíritu, es necesario el carisma de discernimiento de espíritus (1 Co 12, 10) a fin de probarlo todo y quedarse con lo bueno (1 Ts 5, 12. 19-21). Deben los pastores de la Iglesia "reconocer los servicios y carismas de los fieles" (LG 30); "el juicio de su autenticidad y de su ejercicio razonable pertenece a quienes tienen la autoridad en la Iglesia" (LG 12). Los criterios de discernimiento son fundamentalmente dos, como indica San Pablo: La fe en Jesucristo Resucitado, como Señor.. "Nadie puede decir: ¡Jesús es Señor!, si no es bajo la acción del Espíritu Santo" (1 Co 12, 3; 1 In 4, 2-3). Y también: El carácter de "servicio" que debe acompañar a todo carisma auténtico. Se trata de edificar la Iglesia, crear comunidad (1 Co 12, 7; 14, 1-33).

Carisma y vocación

Con frecuencia el don del Espíritu, o carisma, tiene todos los caracteres de una llamada. Es lo que dentro de la Iglesia entendemos por vocación: una llamada de Dios que invita al hombre a un género de vida especial, y de una manera permanente. La respuesta a la vocación exige una entrega total. Son ejemplos típicos de vocación, la vocación para la vida religiosa o para el ministerio sacerdotal. Pero no se debe restringir la realidad de la vocación a esos casos clásicos: "La vida de todo hombre es una vocación dada por Dios para una misión concreta" (Pablo VI, Populorum Progressio, n. 15). Nuestro Dios es esencialmente un Dios vivo que llama, que inicia el diálogo con el hombre, que escoge a personas para hacer avanzar la historia de la salvación con su actividad, su testimonio y su estilo de vida.

 Apóstoles: Como los grandes animadores y guardianes o centinelas de la Comunidad Cristiana, y son los administradores de la gracia de Cristo a través de los sacramentos.

 Sacramentos que se administran en la Comunidad de Efeso: Bautismo (Ef. 4,5; Ef. 5,26; Hch 19,1-6) – Confirmación (Ef. 1,13)– Eucaristía; Penitencia – Unción de enfermos (Ef. 1,7)

 Sacramentales o parasacramentos : Oración de Sanación y de liberación (perdón de pecados) (Ef. 1,7; Hch 19,11-20) y la bendición de los esposos (Ef. 5,21-32)

 Los cuatro fundamentos de la Comunidad Cristiana: Es una Comunidad que tiene cuatro elementos que constituye su propia identidad (Catequesis, Oración, Eucaristía y compartir los bienes), constituida como exigencia de la Misión, para hacer con eficacia el mandato de Jesús, con capacidad creativa y de adaptación a los nuevos retos de la Misión.

 Las cuatro notas de la Comunidad Cristiana: Las diferentes Comunidades Cristianas estaban impregnadas por las huellas y el estilo del Apóstol que la había fundado, entonces podría variar la forma de celebrar la liturgia y esto es una gran riqueza cultural.

San Pablo nos habla de la unidad de la fe en el conocimiento del Hijo de Dios (Ef. 4,13), por lo tanto estamos hablando de una sola Iglesia que es plural, que tiene vocación de ser universal (Católica), es Santa y fundamentada en la Fe de los Apóstoles que es la única Fe de la Iglesia (EF 4,6)

 Configuración interna de la Comunidad: La Comunidad Cristiana es una Fraternidad donde la autoridad está al servicio de la Comunidad y que confiesa la fe de Pedro que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios que celebra el día del Señor y tiene su origen en el grupo de los Doce [y que no tiene el monopolio del Espíritu Santo]

Generalmente, San Pablo cuando acaba la misión dejaba a un obispo al cargo de esta nueva Comunidad, y éste ordenaba a los sacerdotes y había diáconos para la atención de los pobres. La segunda carta a Timoteo se da recomendaciones para ellos.

En la Comunidad Cristiana de Galacia, tenemos otro indicio de vitalidad: los tiempos presentes en Ga 3,5. Después de haber dicho (v. 2) que «recibieron» el Espíritu por haber "escuchado» la fe, les dice: “El que os está otorgando el Espíritu y está realizando milagros entre vosotros, ¿lo hace por causa de las obras de la Ley o por causa de la fe que habéis escuchado?”

Otro tiempo presente, en 4,6: “Porque sois hijos, Dios ha enviado el Espíritu de su Hijo en vuestros corazones, el cual grita: «Abbá, Padre»”

Parece claro que los cristianos tenían sus propias reuniones, en las cuales experimentaban aquellos dones del Espíritu.

Llevadas por laicos en misión pastoral

Todo eso, si no queremos atribuirlo a un milagro continuado, nos hará pensar en la presencia de unos líderes, que instruían a aquellas comunidades (¡se les presuponen buenos conocimientos de historia sagrada!) y las acompañaban en su crecimiento.

En cuanto a la forma de aquella enseñanza, Gálatas usa dos términos que han pasado a la posteridad: «catequista» y «catecúmeno», dos derivados de la palabra griega êkhô) «eco»: el maestro pronuncia unas palabras y el discípulo las va repitiendo hasta que las aprende. Con todo, la relación entre uno y otro debió de ser más profunda: “Que el catequizado comparta toda clase de bienes con aquel que lo catequiza en la palabra” (Ga 6,6).

Es decir: que el catequizado no sólo tiene que preocuparse de la manutención de aquel que lo catequiza (recordemos que Pablo, personalmente, renunciaba a ello), sino que le tiene que contar sus alegrías y sus penas.

Monseñor Luís Martínez Sistach en su carta dirigida a toda la diócesis de Tarragona el 18 de Abril del 2001 titulada: “Reorganització de la Diòcesi davant de la disminució de preveres” escribió: “En referencia al don profético que se recibe en el bautismo, los laicos pueden realizar el servicio de la catequesis, puede recibir el nombramiento de enseñar ciencias sagradas, pueden ser llamados para cooperar con el obispo y los presbíteros en el ministerio de la Palabra, ser admitidos a predicar en una iglesia u oratorio, pueden ser enviados a una tarea misional […] Con relación al Don sacerdotal, los laicos pueden recibir los ministerios de lector y acolitado; puede administrar el bautismo un laico catequista [delegado de la Palabra] u otro designado por el obispo, si está ausente o impedido el ministro ordinario, pueden ser ministros extraordinarios de la Eucaristía, ser delegados para matrimonios, allá donde no haya ni presbíteros ni diáconos, previo el voto favorable de la Conferencia Episcopal y la licencia de la Santa Sede” . Estos ministerios que se desprende del don sacerdotal, son tareas de suplencia que realizan los laicos.

Mons. Luís prosigue: “En referencia a aquella primera categoría de las tareas intraeclesiales propias de los laicos, es necesario que el campo sea muy amplio para todos los ámbitos, pero especialmente en el parroquial y en el arciprestal. Será innumerable la lista de participación que está haciendo el laico en el Seno de la Iglesia colaborando con los sacerdotes y diáconos. Como afirma Pere Tena: ‘la capacidad de colaborar con el ministerio jerárquico viene de la misma condición sacramental del cristiano, será tan amplia como lo pidan las necesidades de la vida cristiana, en el marco de la comunión eclesial’ ‘El ejercicio de estas tareas no hace del laico un pastor: en realidad no es la tarea que constituye un ministerio, sino al orden sacerdotal’ . Así mismo es preciso evitar el peligro de clericalizar a los laicos asumiendo indebidamente tareas eclesiales que corresponden a los clérigos”

La “REDEMPTORIS MISSIO” de Juan Pablo II / Autor: Hº Jaime Ruiz Castro CM

Del 7 de Diciembre de 1990, recoge toda la trayectoria bíblica y la actualiza a la luz del Concilio Vaticano II y la situación actual, presentando a la Iglesia como continuadora de la obra de Cristo.

El primer areópago del tiempo moderno es el mundo de al comunicación, que está unificando a la humanidad convirtiéndola en una "aldea global."

Los medios de comunicación social tienen tanta importancia que se han llegado a ser para muchos el instrumento principal de información y formación, guía e inspiración para el comportamiento individual, familiar y social.

Las nuevas generaciones crecen condicionadas por ellos. Es una pena que todavía haya gente que piense que son secundarios en la evangelización. La evangelización de la cultura moderna depende en gran parte de su influjo. No basta usarlos para difundir el mensaje cristiano y el Magisterio de la Iglesia, sino que hay que integrar el propio mensaje en esta "nueva cultura" creada por la comunicación moderna.

Es un problema complejo, ya que esta cultura nace, antes incluso que sus contenidos, del hecho mismo de que existan nuevos modos de comunicar con lenguajes nuevos, técnicas nuevas y nuevos impulsos psicológicos.

Son muchos los areópagos del mundo moderno hacia los que se debe orientar la actividad misionera de la Iglesia. Por ejemplo, el compromiso por la paz y el desarrollo de los pueblos; los derechos del hombre y de los pueblos, sobre todos los de las minorías; la promoción de la mujer y de niño; la salvaguardia del medio ambiente son sectores que se deben iluminar con la luz del Evangelio.

Hay que recordar el vastísimo areópago de la cultura...en la que los hombres están llamados a una mayor unidad y solidaridad: las soluciones a los problemas existenciales se estudian, se discuten, se experimentan con el concurso de todos. He aquí por qué los organismos y convenciones internacionales se muestran cada vez más importantes en muchos sectores de la vida humana, desde la cultura a la política, desde la economía a la investigación. Los cristianos, que viven y trabajan en esta dimensión internacional, deben recordar siempre su deber de testimoniar el Evangelio.

Animación y formación misionera del Pueblo de Dios

La formación misionera es obra de la Iglesia local con la ayuda de los misioneros y de sus Institutos, así como del personal de las Iglesias jóvenes.

Este trabajo debe entenderse no como marginal, sino como central en la vida cristiana. Para la misma nueva evangelización de los pueblos cristianos, el tema misionero puede ser de gran ayuda: el testimonio de los misioneros conserva su encanto incluso para los alejados y los no creyentes y transmite valores cristianos.

Las Iglesias locales inserten la animación misionera como elemento-cardinal de su pastoral ordinaria en las parroquias, asociaciones y grupos, especialmente juveniles.

Para este fin vale la información mediante la prensa misionera y los subsidios audiovisuales. Su papel es de gran importancia en cuanto que dan a conocer la vida de al Iglesia universal, las voces y experiencias de los misioneros y de las Iglesia locales, con las que ellos trabajan.

En las Iglesia más jóvenes, que no tienen dinero para la prensa y otros subsidios, los Institutos misioneros dediquen personal, medios e iniciativas.