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miércoles, 23 de abril de 2008

Carta para la Jornada de Oración por la Santificación de los Sacerdotes / Autores: Cardenal Cláudio Hummes, o.f.m. y arzobispo Mauro Piacenza


De la Congregación para el Clero

Publicamos la carta que han enviado Cardenal Cláudio Hummes, o.f.m. y el arzobispo Mauro Piacenza, presidente y secretario de la Congregación vaticana para el Clero con motivo de la Jornada Mundial de Oración por la Santificación de los Sacerdotes que se celebra el 30 de mayo, fiesta del Corazón de Jesús.
* * *
Reverendos y queridos hermanos en el sacerdocio:

En la fiesta del Sacratísimo Corazón de Jesús, con una mirada incesante de amor, fijamos los ojos de nuestra mente y de nuestro corazón en Cristo, único Salvador de nuestra vida y del mundo. Remitirnos a Cristo significa remitirnos a aquel Rostro que todo hombre, consciente o inconscientemente, busca como única respuesta adecuada a su insuprimible sed de felicidad.

Nosotros ya encontramos este Rostro y, en aquel día, en aquel instante, su amor hirió de tal manera nuestro corazón, que no pudimos menos de pedir estar incesantemente en su presencia. «Por la mañana escucharás mi voz, por la mañana te expongo mi causa y me quedo aguardando» (Salmo 5).

La sagrada liturgia nos lleva a contemplar una vez más el misterio de la encarnación del Verbo, origen y realidad íntima de esta compañía que es la Iglesia: el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob se revela en Jesucristo. «Nadie habría podido ver su gloria si antes no hubiera sido curado por la humildad de la carne. Quedaste cegado por el polvo, y con el polvo has sido curado: la carne te había cegado, la carne te cura» (San Agustín, Comentario al Evangelio de san Juan, Homilía 2, 16).

Sólo contemplando de nuevo la perfecta y fascinante humanidad de Jesucristo, vivo y operante ahora, que se nos ha revelado y que sigue inclinándose sobre cada uno con el amor de total predilección que le es propio, se puede dejar que él ilumine y colme ese abismo de necesidad que es nuestra humanidad, con la certeza de la esperanza encontrada, y con la seguridad de la Misericordia que abarca nuestros límites, enseñándonos a perdonar lo que de nosotros mismos ni siquiera lográbamos descubrir. «Una sima grita a otra sima con voz de cascadas» (Salmo 41).

Con ocasión de la tradicional Jornada de oración por la santificación de los sacerdotes, que se celebra en la fiesta del Sacratísimo Corazón de Jesús, quiero recordar la prioridad de la oración con respecto a la acción, en cuanto que de ella depende la eficacia del obrar. De la relación personal de cada uno con el Señor Jesús depende en gran medida la misión de la Iglesia. Por tanto, la misión debe alimentarse con la oración: «Ha llegado el momento de reafirmar la importancia de la oración ante el activismo y el secularismo» (Benedicto XVI, Deus caritas est, 37). No nos cansemos de acudir a su Misericordia, de dejarle mirar y curar las llagas dolorosas de nuestro pecado para asombrarnos ante el milagro renovado de nuestra humanidad redimida.

Queridos hermanos en el sacerdocio, somos los expertos de la Misericordia de Dios en nosotros y, sólo así, sus instrumentos al abrazar, de modo siempre nuevo, la humanidad herida. «Cristo no nos salva de nuestra humanidad, sino a través de ella; no nos salva del mundo, sino que ha venido al mundo para que el mundo se salve por medio de él (cf. Jn 3, 17)» (Benedicto XVI, Mensaje «urbi et orbi», 25 de diciembre de 2006: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 29 de diciembre de 2006, p. 20). Somos, por último, presbíteros por el sacramento del Orden, el acto más elevado de la Misericordia de Dios y a la vez de su predilección.
En segundo lugar, en la insuprimible y profunda sed de él, la dimensión más auténtica de nuestro sacerdocio es la mendicidad: la petición sencilla y continua; se aprende en la oración silenciosa, que siempre ha caracterizado la vida de los santos; hay que pedirla con insistencia. Esta conciencia de la relación con él se ve sometida diariamente a la purificación de la prueba. Cada día caemos de nuevo en la cuenta de que este drama también nos afecta a nosotros, ministros que actuamos in persona Christi capitis. No podemos vivir un solo instante en su presencia sin el dulce anhelo de reconocerlo, conocerlo y adherirnos más a él. No cedamos a la tentación de mirar nuestro ser sacerdotes como una carga inevitable e indelegable, ya asumida, que se puede cumplir «mecánicamente», tal vez con un programa pastoral articulado y coherente. El sacerdocio es la vocación, el camino, el modo a través del cual Cristo nos salva, con el que nos ha llamado, y nos sigue llamando ahora, a vivir con él.

La única medida adecuada, ante nuestra santa vocación, es la radicalidad. Esta entrega total, con plena conciencia de nuestra infidelidad, sólo puede llevarse a cabo como una decisión renovada y orante que luego Cristo realiza día tras día. Incluso el don del celibato sacerdotal se ha de acoger y vivir en esta dimensión de radicalidad y de plena configuración con Cristo. Cualquier otra postura, con respecto a la realidad de la relación con él, corre el peligro de ser ideológica.

Incluso la cantidad de trabajo, a veces enorme, que las actuales condiciones del ministerio nos exigen llevar a cabo, lejos de desalentarnos, debe impulsarnos a cuidar con mayor atención aún nuestra identidad sacerdotal, la cual tiene una raíz ciertamente divina. En este sentido, con una lógica opuesta a la del mundo, precisamente las condiciones peculiares del ministerio nos deben impulsar a «elevar el tono» de nuestra vida espiritual, testimoniando con mayor convicción y eficacia nuestra pertenencia exclusiva al Señor.

Él, que nos ha amado primero, nos ha educado para la entrega total. «Salí al encuentro de quien me buscaba. Dije: "Heme aquí" a quien invocaba mi nombre». El lugar de la totalidad por excelencia es la Eucaristía, pues «en la Eucaristía Jesús no da "algo", sino a sí mismo; ofrece su cuerpo y derrama su sangre. Entrega así toda su vida, manifestando la fuente originaria de este amor divino» (Sacramentum caritatis, 7).

Queridos hermanos, seamos fieles a la celebración diaria de la santísima Eucaristía, no sólo para cumplir un compromiso pastoral o una exigencia de la comunidad que nos ha sido encomendada, sino por la absoluta necesidad personal que sentimos, como la respiración, como la luz para nuestra vida, como la única razón adecuada a una existencia presbiteral plena.

El Santo Padre, en la exhortación apostólica postsinodal Sacramentum caritatis (n. 66) nos vuelve a proponer con fuerza la afirmación de san Agustín: «Nadie come de esta carne sin antes adorarla (...), pecaríamos si no la adoráramos» (Enarrationes in Psalmos 98, 9). No podemos vivir, no podemos conocer la verdad sobre nosotros mismos, sin dejarnos contemplar y engendrar por Cristo en la adoración eucarística diaria, y el «Stabat» de María, «Mujer eucarística», bajo la cruz de su Hijo, es el ejemplo más significativo que se nos ha dado de la contemplación y de la adoración del Sacrificio divino.

Como la dimensión misionera es intrínseca a la naturaleza misma de la Iglesia, del mismo modo nuestra misión está ínsita en la identidad sacerdotal, por lo cual la urgencia misionera es una cuestión de conciencia de nosotros mismos. Nuestra identidad sacerdotal está edificada y se renueva día a día en la «conversación» con nuestro Señor. La relación con él, siempre alimentada en la oración continua, tiene como consecuencia inmediata la necesidad de hacer partícipes de ella a quienes nos rodean. En efecto, la santidad que pedimos a diario no se puede concebir según una estéril y abstracta acepción individualista, sino que, necesariamente, es la santidad de Cristo, la cual es contagiosa para todos: «Estar en comunión con Jesucristo nos hace participar en su ser "para todos", hace que este sea nuestro modo de ser» (Benedicto XVI, Spe salvi, 28).

Este «ser para todos» de Cristo se realiza, para nosotros, en los tria munera de los que somos revestidos por la naturaleza misma del sacerdocio. Esos tria munera, que constituyen la totalidad de nuestro ministerio, no son el lugar de la alienación o, peor aún, de un mero reduccionismo funcionalista de nuestra persona, sino la expresión más auténtica de nuestro ser de Cristo; son el lugar de la relación con él. El pueblo que nos ha sido encomendado para que lo eduquemos, santifiquemos y gobernemos, no es una realidad que nos distrae de «nuestra vida», sino que es el rostro de Cristo que contemplamos diariamente, como para el esposo es el rostro de su amada, como para Cristo es la Iglesia, su esposa. El pueblo que nos ha sido encomendado es el camino imprescindible para nuestra santidad, es decir, el camino en el que Cristo manifiesta la gloria del Padre a través de nosotros.

«Si a quien escandaliza a uno solo y al más pequeño conviene que se le cuelgue al cuello una piedra de molino y sea arrojado al mar (...), ¿qué deberán sufrir y recibir como castigo los que mandan a la perdición (...) a un pueblo entero?» (San Juan Crisóstomo, De sacerdotio VI, 1.498). Ante la conciencia de una tarea tan grave y una responsabilidad tan grande para nuestra vida y salvación, en la que la fidelidad a Cristo coincide con la «obediencia» a las exigencias dictadas por la redención de aquellas almas, no queda espacio ni siquiera para dudar de la gracia recibida. Sólo podemos pedir que se nos conceda ceder lo más posible a su amor, para que él actúe a través de nosotros, pues o dejamos que Cristo salve el mundo, actuando en nosotros, o corremos el riesgo de traicionar la naturaleza misma de nuestra vocación. La medida de la entrega, queridos hermanos en el sacerdocio, sigue siendo la totalidad. «Cinco panes y dos peces» no son mucho; sí, pero son todo. La gracia de Dios convierte nuestra poquedad en la Comunión que sacia al pueblo. De esta «entrega total» participan de modo especial los sacerdotes ancianos o enfermos, los cuales, diariamente, desempeñan el ministerio divino uniéndose a la pasión de Cristo y ofreciendo su existencia presbiteral por el verdadero bien de la Iglesia y la salvación de las almas.

Por último, el fundamento imprescindible de toda la vida sacerdotal sigue siendo la santa Madre de Dios. La relación con ella no puede reducirse a una piadosa práctica de devoción, sino que debe alimentarse con un continuo abandono de toda nuestra vida, de todo nuestro ministerio, en los brazos de la siempre Virgen. También a nosotros María santísima nos lleva de nuevo, como hizo con san Juan bajo la cruz de su Hijo y Señor nuestro, a contemplar con ella el Amor infinito de Dios: «Ha bajado hasta aquí nuestra Vida, la verdadera Vida; ha cargado con nuestra muerte para matarla con la sobreabundancia de su Vida» (San Agustín, Confesiones IV, 12).

Dios Padre escogió como condición para nuestra redención, para el cumplimiento de nuestra humanidad, para el acontecimiento de la encarnación del Hijo, la espera del «fiat» de una Virgen ante el anuncio del ángel. Cristo decidió confiar, por decirlo así, su vida a la libertad amorosa de su Madre: «Concibiendo a Cristo, engendrándolo, alimentándolo, presentándolo al Padre en el templo, sufriendo con su Hijo que moría en la cruz, colaboró de manera totalmente singular a la obra del Salvador por su obediencia, su fe, su esperanza y su amor ardiente, para restablecer la vida sobrenatural de los hombres. Por esta razón es nuestra madre en el orden de la gracia» (Lumen gentium, 61).

El Papa san Pío X afirmó: «Toda vocación sacerdotal viene del corazón de Dios, pero pasa por el corazón de una madre». Eso es verdad con respecto a la evidente maternidad biológica, pero también con respecto al «alumbramiento» de toda fidelidad a la vocación de Cristo. No podemos prescindir de una maternidad espiritual para nuestra vida sacerdotal: encomendémonos con confianza a la oración de toda la santa madre Iglesia, a la maternidad del pueblo, del que somos pastores, pero al que está encomendada también nuestra custodia y santidad; pidamos este apoyo fundamental.

Se plantea, queridos hermanos en el sacerdocio, la urgencia de «un movimiento de oración, que ponga en el centro la adoración eucarística continuada, durante las veinticuatro horas, de modo tal que, de cada rincón de la tierra, se eleve a Dios incesantemente una oración de adoración, agradecimiento, alabanza, petición y reparación, con el objetivo principal de suscitar un número suficiente de santas vocaciones al estado sacerdotal y, al mismo tiempo, acompañar espiritualmente -al nivel de Cuerpo místico- con una especie de maternidad espiritual, a quienes ya han sido llamados al sacerdocio ministerial y están ontológicamente conformados con el único sumo y eterno Sacerdote, para que le sirvan cada vez mejor a él y a los hermanos, como los que, a la vez, están "en" la Iglesia pero también, "ante" la Iglesia (cf. Juan Pablo II, Pastores dabo vobis, 16), haciendo las veces de Cristo y, representándolo, como cabeza, pastor y esposo de la Iglesia» (Carta de la Congregación para el clero, 8 de diciembre de 2007).

Se delinea, últimamente, una nueva forma de maternidad espiritual, que en la historia de la Iglesia siempre ha acompañado silenciosamente el elegido linaje sacerdotal: se trata de la consagración de nuestro ministerio a un rostro determinado, a un alma consagrada, que esté llamada por Cristo y, por tanto, que elija ofrecerse a sí misma, sus sufrimientos necesarios y sus inevitables pruebas de la vida, para interceder en favor de nuestra existencia sacerdotal, viviendo de este modo en la dulce presencia de Cristo.

Esta maternidad, en la que se encarna el rostro amoroso de María, es preciso pedirla en la oración, pues sólo Dios puede suscitarla y sostenerla. No faltan ejemplos admirables en este sentido. Basta pensar en las benéficas lágrimas de santa Mónica por su hijo Agustín, por el cual lloró «más de lo que lloran las madres por la muerte física de sus hijos» (San Agustín, Confesiones III, 11). Otro ejemplo fascinante es el de Eliza Vaughan, la cual dio a luz y encomendó al Señor trece hijos; seis de sus ocho hijos varones se hicieron sacerdotes; y cuatro de sus cinco hijas fueron religiosas. Dado que no es posible ser verdaderamente mendicantes ante Cristo, admirablemente oculto en el misterio eucarístico, sin saber pedir concretamente la ayuda efectiva y la oración de quien él nos pone al lado, no tengamos miedo de encomendarnos a las maternidades que, ciertamente, suscita para nosotros el Espíritu.

Santa Teresa del Niño Jesús, consciente de la necesidad extrema de oración por todos los sacerdotes, sobre todo por los tibios, escribe en una carta dirigida a su hermana Celina: «Vivamos por las almas, seamos apóstoles, salvemos sobre todo las almas de los sacerdotes (...). Oremos, suframos por ellos, y, en el último día, Jesús nos lo agradecerá» (Carta 94).

Encomendémonos a la intercesión de la Virgen Santísima, Reina de los Apóstoles, Madre dulcísima. Contemplemos, con ella, a Cristo en la continua tensión a ser total y radicalmente suyos. Esta es nuestra identidad.

Recordemos las palabras del santo cura de Ars, patrono de los párrocos: «Si yo tuviera ya un pie en el cielo y me vinieran a decir que volviera a la tierra para trabajar por la conversión de los pecadores, volvería de buen grado. Y si para ello fuera necesario que permaneciera en la tierra hasta el fin del mundo, levantándome siempre a medianoche, y sufriera como sufro, lo haría de todo corazón» (Frère Athanase, Procès de l'Ordinaire, p. 883).

El Señor guíe y proteja a todos y cada uno, de modo especial a los enfermos y a los que sufren, en el constante ofrecimiento de nuestra vida por amor.


Cardenal Cláudio Hummes, o.f.m.

Prefecto


Mons. Mauro Piacenza

Arzobispo tit. de Vittoriana

Secretario


Oración de los sacerdotes

Oración del sacerdote

Señor, Tu me has llamado al ministerio sacerdotal

en un momento concreto de la historia en el que,

como en los primeros tiempos apostólicos,

quieres que todos los cristianos,

y en modo especial los sacerdotes,

seamos testigos de las maravillas de Dios

y de la fuerza de tu Espíritu.

Haz que también yo sea testigo de la dignidad de la vida humana,

de la grandeza del amor

y del poder del ministerio recibido:

Todo ello con mi peculiar estilo de vida entregada a Ti

por amor, sólo por amor y por un amor más grande.

Haz que mi vida celibataria

sea la afirmación de un sí, gozoso y alegre,

que nace de la entrega a Ti

y de la dedicación total a los demás

al servicio de tu Iglesia.

Dame fuerza en mis flaquezas

y también agradecer mis victorias.

Madre, que dijiste el sí más grande y maravilloso

de todos los tiempos,

que yo sepa convertir mi vida de cada día

en fuente de generosidad y entrega,

y junto a Ti,

a los pies de las grandes cruces del mundo,

me asocie al dolor redentor de la muerte de tu Hijo

para gozar con El del triunfo de la resurrección

para la vida eterna. Amen

Oración que los sacerdotes pueden rezar cada día
Dios omnipotente, que Tu gracia nos ayude para que nosotros, que hemos recibido el ministerio sacerdotal, podamos servirte de modo digno y devoto, con toda pureza y buena conciencia. Y si no logramos vivir la vida con mucha inocencia, concédenos en todo caso de llorar dignamente el mal que hemos cometido, y de servirte fervorosamente en todo con espíritu de humildad y con el propósito de buena voluntad. Por Cristo, nuestro Señor. Amén.

Invocación

¡Oh buen Jesús!, haz que yo sea sacerdote según Tu corazón.

Oración a Jesucristo

Jesús justísimo, tú que con singular benevolencia me has llamado, entre millares de hombres, a tu secuela y a la excelente dignidad sacerdotal, concédeme, te pido, tu fuerza divina para que pueda cumplir en el modo justo mi ministerio. Te suplico, Señor Jesús de hacer revivir en mí, hoy y siempre, tu gracia, que me ha sido dada por la imposición de las manos del obispo. Oh médico potentísimo de las almas, cúrame de manera tal que no caiga nuevamente en los vicios y escape de cada pecado y pueda complacerte hasta mi muerte. Amén.

Oración para suplicar la gracia de custodiar la castidad

Señor Jesucristo, esposo de mi alma, delicia de mi corazón, más bien corazón mío y alma mía, frente a ti me postro de rodillas, rogándote y suplicándote con todo mi fervor de concederme preservar la fe que me has dado de manera solemne. Por ello, Jesús dulcísimo, que yo rechace cada impiedad, que sea siempre extraño a los deseos carnales y a las concupiscencias terrenas, que combaten contra el alma y que, con tu ayuda, conserve íntegra la castidad.

¡Oh santísima e inmaculada Virgen María!, Virgen de las vírgenes y Madre nuestra amantísima, purifica cada día mi corazón y mi alma, pide por mí el temor del Señor y una particular desconfianza en mis propias fuerzas.

San José, custodio de la virginidad de María, custodia mi alma de cada pecado.

Todas ustedes Vírgenes santas, que siguen por doquier al Cordero divino, sean siempre premurosas con respecto a mí pecador para que no peque en pensamientos, palabras u obras y nunca me aleje del castísimo corazón de Jesús. Amén

Oración por los sacerdotes

Señor Jesús, presente en el Santísimo Sacramento,

que quisiste perpetuarte entre nosotros

por medio de tus Sacerdotes,

haz que sus palabras sean sólo las tuyas,

que sus gestos sean los tuyos,

que su vida sea fiel reflejo de la tuya.

Que ellos sean los hombres que hablen a Dios de los hombres

y hablen a los hombres de Dios.

Que non tengan miedo al servicio,

sirviendo a la Iglesia como Ella quiere ser servida.

Que sean hombres, testigos del eterno en nuestro tiempo,

caminando por las sendas de la historia con tu mismo paso

y haciendo el bien a todos.

Que sean fieles a sus compromisos,

celosos de su vocación y de su entrega,

claros espejos de la propia identidad

y que vivan con la alegría del don recibido.

Te lo pido por tu Madre Santa María:

Ella que estuvo presente en tu vida

estará siempre presente en la vida de tus sacerdotes. Amen

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[Traducción distribuida por la Congregación para el Clero]

viernes, 18 de abril de 2008

El Papa no tiene palabras para explicar el dolor de los abusos sexuales


El Papa y Bush contra el terrorismo en la Casa Blanca


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La religión no puede quedarse en un hecho privado

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Visita del Papa Benedicto XVI a EE.UU - 17/04/2008

lunes, 14 de abril de 2008

Mensaje vaticano a todos los sacerdotes: «Prioridad de la oración» / Autora: Marta Lago

Exhortación desde la Congregación para el Clero

CIUDAD DEL VATICANO, (ZENIT.org).-Ante la certeza de que el ministerio sacerdotal y la misión de la Iglesia dependen de la relación personal con Jesús, los sacerdotes están llamados a dar prioridad a la oración respecto a la acción, subraya la Congregación vaticana para el Clero.

En una carta a todos los presbíteros del mundo, el dicasterio prepara así la Jornada mundial de oración por la santificación de los sacerdotes, que se celebra en la solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús, el próximo 30 de mayo.

Firmada por el cardenal prefecto Cláudio Hummes y el secretario de la Congregación, el arzobispo Mauro Piacenza, la misiva exhorta a contemplar «la perfecta y fascinante humanidad de Jesucristo, vivo y operante ahora», seguros de su Misericordia.

De aquí el dicasterio hace un llamamiento «a la prioridad de la oración respecto a la acción», porque de aquélla depende una acción incisiva, esto es, la misión debe alimentarse de la oración, «de la relación personal de cada uno con el Señor Jesús».

Se reafirma la importancia de la oración frente al activismo y el secularismo, según señaló Benedicto XVI en su Encíclica «Deus caritas est». El paso siguiente, para los sacerdotes, es ser «expertos de la Misericordia de Dios», apunta el cardenal Hummes en la carta, íntegramente publicada en italiano en la edición de «L'Osservatore Romano» del sábado.

Y lanza una alerta: el sacerdocio no se puede contemplar como una especie de carga inevitable «que se puede cumplir "mecánicamente", tal vez con un articulado y coherente programa pastoral».

Realmente «el sacerdocio es la vocación, es el camino, el modo a través del cual Cristo nos salva, nos ha llamado y nos llama ahora, para vivir con Él», precisa a los sacerdotes.

Esta «santa vocación» sólo tiene una «medida adecuada»: «la radicalidad» --recuerda la carta--, la «total dedicación», que «Cristo realiza día a día» en el sacerdote a través de su «renovada y orante decisión».

«El mismo don del celibato sacerdotal hay que acogerlo y vivirlo en esta dimensión de radicalidad y de plena configuración con Cristo -advierte el purpurado--. Cualquier otra postura, respecto a la realidad de la relación con Él, corre el riesgo de ser ideológica».

«Incluso la cantidad, a veces extraordinariamente grande, de trabajo que las condiciones contemporáneas del ministerio nos piden sostener, lejos de desalentarnos debe impulsarnos a cuidar, aún con mayor atención, nuestra identidad sacerdotal, que tiene una raíz irreduciblemente divina», anima la carta.

«En este sentido, en una lógica opuesta a la del mundo, precisamente las particulares condiciones del ministerio nos deben llevar a "elevar el tono" de nuestra vida espiritual --insiste--, testimoniando con mayor convicción y eficacia nuestra pertenencia exclusiva al Señor».

Pues «lugar de la totalidad por excelencia es la Eucaristía», añade el cardenal Hummes, recordando que es el sacramento en el que Jesús ofrece su Cuerpo y su Sangre, «la totalidad de la propia existencia».

Por eso exhorta a los sacerdotes del mundo a la fidelidad «en la celebración diaria de la Santísima Eucaristía» y a la adoración de Jesús sacramentado. Tampoco aquí se trata de un mero cumplimiento, «sino de la absoluta necesidad que advertimos» del Sacramento, «como respirar, como la luz de nuestra vida, como única razón adecuada para una existencia presbiteral realizada», constata.
De la relación con Jesús, «siempre alimentada con la oración continua», brota «la necesidad de hacer partícipes de ello a cuantos nos rodean», o sea, brota la misión, «intrínseca a la naturaleza misma de la Iglesia» y «connatural a la identidad sacerdotal», sintetiza el cardenal Hummes.

De aquí también se deduce el sentido de la Jornada que se celebrará próximamente. «La santidad que pedimos diariamente -se lee en la carta a los sacerdotes-, de hecho, no puede concebirse según una acepción individualista, estéril y abstracta, sino que es, necesariamente, la santidad de Cristo, la cual es contagiosa para todos».

Ello se concreta en el pueblo que es confiado al sacerdote y en la responsabilidad de atenderlo. Aquí hay que ceder al amor de Jesús «para que actúe Él a través de nosotros --advierte la carta a los sacerdotes--, porque o dejamos que Cristo salve el mundo, obrando en nosotros, o bien corremos el riesgo de traicionar la propia naturaleza de nuestra vocación».

Clave de ayuda en esta llamada es el «fundamento imprescindible de toda la vida sacerdotal»: la Virgen María -recuerda el dicasterio--, pues reconduce continuamente «bajo la Cruz de su Hijo» «para contemplar, con Ella, el Amor infinito de Dios».

Orar y acompañar espiritualmente a los sacerdotes

Como hizo hace pocos meses, ahora, en vista de la Jornada mundial de oración por la santificación de los sacerdotes, el dicasterio reitera la importancia de que los presbíteros se encomienden a la oración de toda la Santa Madre Iglesia, «a la maternidad del pueblo» del que son pastores y del que, a su vez, tienen confiada su custodia y santidad.
«Pidamos este apoyo fundamental», exhorta.

Es urgente «un movimiento de oración que tenga en el centro la adoración eucaristía continua -recuerda el cardenal Hummes, remitiéndose a otra misiva anterior--, durante las veinticuatro horas, de manera que desde todo rincón del mundo siempre se eleve a Dios una plegaria de adoración, acción de gracias, alabanza, petición y reparación».

El objetivo es «suscitar un número suficiente de vocaciones santas al estado sacerdotal y, a la vez, acompañar espiritualmente --como Cuerpo Místico- con una especie de maternidad espiritual a cuantos ya han sido llamados al sacerdocio ministerial», para que cada vez sirvan mejor a Jesús y a los hermanos.

miércoles, 26 de marzo de 2008

Tu vocación: consolar el corazón de Dios / Autor: Dr. Philippe Madre

“Llegaron a un lugar llamado Getsemaní y dijo a sus discípulos: ‘Quedaos aquí mientras oro’.
Entonces tomó consigo a Pedro, Santiago y Juan, y empezó a sentir miedo y abatimiento, y les dijo:
‘Me muero de tristeza; quedaos aquí y velad’. Se adelantó un trozo, se dejó caer en tierra, y oraba diciendo que si era posible se alejara de Él aquella hora, y decía: ‘Abba, Padre, todo te es posible; aleja de Mí este cáliz, pero que no se haga mi voluntad sino la tuya’. Entonces fue donde los discípulos, y los encontró durmiendo, y dijo a Pedro: ‘Simón, ¿duermes? ¡No has sido capaz de
velar una hora! Velad y orad para que no caigáis en tentación. El espíritu está listo, pero la carne es débil’. Se marchó otra vez y oró con las mismas palabras. Volvió y los encontró durmiendo, porque les pesaban los ojos. Volvió a orar por tercera vez, y les dijo: ‘Dormid y descansad ya, porque es demasiado tarde. Ha llegado la hora en que el Hijo del Hombre será entregado en las manos de los
pecadores’”.

Fue en Getsemaní donde Jesús tuvo la mayor tentación, y fue en Getsemaní donde Jesús aceptó vivir, tomar sobre Él el mayor de los dramas del corazón humano. El drama del corazón humano es cuando el hombre dice “no” al amor de Dios. Jesús ya había sido tentado al principio de su vida pública con las tres famosas tentaciones del desierto. Cuando Jesús venció allí a! tentador, ya estaba escrito que el diablo se alejaría de Jesús hasta el momento favorable. Getsemaní fue ese
momento favorable. El diablo se abalanzó sobre Jesús, porque Éste aceptó asumir, por amor, todos los rechazos de amor del corazón del hombre, los rechazos que todos llevamos.


Durante su vida Jesús sólo estuvo angustiado en el momento de Getsemaní (incluso en la institución de !a Eucaristía Jesús no estuvo angustiado). En otra parte del Evangelio se nos dice que “empezó a entrar en angustia al momento de entrar en Getsemaní”. Al día siguiente, Viernes Santo, día de !a Pasión, no dice el Evangelio nada que haga referencia a que tuviese angustia, aunque sí padecimiento.

Fue en Getsemaní donde tuvo lugar la prueba más grande para Cristo, porque la posibilidad de decirle “no” al amor de Dios existía, posibilidad que esconde todo corazón humano. Pero también existía otra posibilidad: la de abrirse al amor, lanzarse en los brazos del amor, y en Getsemaní tuvo lugar esta última.

Es importante sondear las Escrituras respecto a Getsemaní, ya que en aquel lugar Dios nos interpela, nos pide, nos suplica, como Jesús suplicó a sus discípulos. Cuando pidió a Pedro, Santiago y Juan, cuando les suplicó lleno de pavor y “con el alma triste hasta la muerte”. Esto nos hace intuir un poco la terrible angustia de muerte que asumió Jesús. Pues bien, Jesús pidió, suplicó a sus tres discípulos predilectos, a los que asistieron a su transfiguración en el Monte Tabor, y
quizá por eso es por lo que les pide lo que les pide: “Quedaos aquí”. Eso quiere decir: Quedaos conmigo, cerca de Mí, y velad. Vivid conmigo lo que tengo que vivir, participad de lo que estoy viviendo, ayudadme, no me dejéis solo en esta prueba terrible.


Esto tuvo tugar en Getsemaní, y ya este nombre de Getsemaní es evocador. Getsemaní significa “prensador de aceite”. Este nombre no es fortuito. Este lugar elegido por Jesús, y del que en otro Evangelio se nos dice que “tenía costumbre de ir”, es el prensador de aceite, el lugar desde donde Dios nos llama, desde donde Dios nos manifiesta que tiene necesidad de nosotros, desde donde Dios espera que participemos en su obra de Redención. Es el lugar donde Dios espera ser
consolado por los hombres; es el mismo lugar donde Dios esperaba ser consolado por Pedro, Santiago y Juan.

Este Getsemaní, “prensador de aceite”, evoca una magnífica profecía de Isaías (Is 63, 2-5)

“¿Cómo está, pues, roto tu vestido y tus ropas como las del que pisa en el lagar?”. “He pisado en el lagar Yo sólo, y no había nadie conmigo. Los he pisado en mi furor, y los he ollado en mi ira, y su jugo ha salpicado mis vestidos y manchado toda mi ropa, porque estaba en mi corazón el día de la venganza, y llegaba el año de mis redimidos. Miré, y no había quien ayudara; me maravillé de que
no hubiera quien me ayudara, me maravillé de que no hubiera quien me apoyase.”


“Del que ha pisado el prensador y de Aquel cuyos vestidos están rojos” adivinamos de quién habla el profeta. Ahora podemos adivinarlo, captarlo, y nos encontramos de cara con un misterio: el misterio de la sorpresa de Dios. Dios viene a la tierra, asume nuestra condición humana, toma sobre Él nuestros sufrimientos, y el peor de los sufrimientos que es posible: el “no” al amor. Él los
asume en sus afectos sobre la naturaleza humana e invita a ayudarle a sus amigos, a aquéllos a quienes ha hablado, a quienes ha enseñado el Reino que está por venir, a aquéllos a quienes ha desvelado el amor del Padre. Y para Dios es como una evidencia el que el hombre puede ayudarle. No se le puede ocurrir, aunque parezca paradójico, que el hombre pudiera rehusarle, rehusar el
amor, rehusar amar y ayudar al Amor.


Yo diría que la mirada de Dios es “virgen” en lo relativo al mal, al “no” que el hombre puede oponer al Amor. Jesús en Getsemaní espera que sus discípulos preferidos lo consuelen, es decir, que lo ayuden. Al mismo tiempo Él sabe que tiene que sufrir por la salvación del mundo, pero tiene necesidad de ser confortado, aunque no sea más que con una presencia, una oración, un apoyo,
una palabra de amor.

Y Dios se queda sorprendido porque está solo. “El pisador”, “el lagarero” está solo. Se queda parado. “Mi alma está triste hasta morir. Quedaos aquí, y velad”. Y sin embargo, un poco más tarde tiene que decir: “Simón, ¿duermes?” ¡La sorpresa de Dios! “Simón, ¿duermes? ¿No has podido velar una hora?” “¡No te pedía nada
más que una hora! ¡Mi prueba sólo tenía que durar una hora!” En efecto, duró una hora, pero tres veces seguidas. Y, en cada una de estas horas, Jesús viene buscando la consolación de sus discípulos, y no la encontrará. Ellos se han dormido. Es cierto que no hay que tirarles piedras; están enfrentados a una prueba que es un misterio tan grande...

Por otro lado, Isaías había profetizado que no tendría apariencia humana. Y es verdad que Jesús no debía tener apariencia humana cuando, al salir de la prueba, se presentó a los suyos pálido de angustia, cubierto de la sangre que le había producido la transpiración y la angustia.

Sí; Jesús vino al lado de los suyos, buscando un gesto de consolación, de presencia consoladora para el mismísimo Hijo de Dios y, para su gran sorpresa, se los encontró dormidos...

¡Hubiera sido tan fácil para los suyos consolar a Dios! Getsemaní es el sitio de la soledad terrible de Dios; es el lugar de la sorpresa de Dios, pero también del derramamiento, del desahogo, de la ternura y misericordia de Dios a través de esta prueba terrible. Leed los Evangelios. Sólo en Getsemaní, en el “summum” de la angustia, Jesús grita: “Abba, Padre querido, Papá!” Es una palabra que, utilizada fuera de contexto, es aberrante.

Es la aberración del amor que se ve entregado, dado para comunicarse. Este amor infantil es nuestro equivalente a “papá” y es absolutamente impensable para la mentalidad judía de la época.

Esta palabra no existía, para Dios, ni en el Antiguo Testamento ni en las oraciones sinagogales antiguas. Esta palabra hubiera parecido, en el Antiguo Testamento o en las oraciones sinagogales, una tontería o una irreverencia de cara a Dios y, sin embargo, Jesús en el colmo de la angustia grita esta palabra: “Abba! ¡Papá”. Y mientras necesita ser consolado, Jesús libera el secreto de su corazón, que es todo su amor al Padre.

Hermanos y hermanas, cuando nos aproximamos a Getsemaní nos aproximamos al corazón de Dios, al corazón dolorido de nuestro Padre, a la ternura del Padre, a la misericordia del Padre, y nos aproximamos a la urgencia que hay de consolar a Dios. La costumbre de oír hablar de consuelos de cara a los hombres, -a los más desheredados-, de tener piedad de ellos, -de los más pobres, de los hambrientos-, nos hace olvidar que el más hambriento de amor es Dios. Y Él viene a gritárnoslo a nuestra mustia vida, que se olvida de todos sus dones.

Debemos aprender a consolar a Dios, y en la medida en que consolemos a Dios, entraremos en el misterio del corazón de Dios. Sí; LA VOCACIÓN SUPREMA DEL CRISTIANO ES LA DE CONSOLAR A DIOS. Es verdad que consolamos a Dios, consolando a los pobres, ayudándolos de una manera u otra, pero demasiado a menudo se consuela a los pobres, olvidándonos de consolar a Dios a través de ellos.

Jesús está en agonía hasta el fin de los tiempos. Dicho de otra manera, Jesús tiene necesidad. Él, el Resucitado, el que ha Resucitado y está glorificado por la salvación de toda la humanidad, para liberarla de todas sus angustias y males, prolonga su agonía hasta el final de los tiempos en su Iglesia; y particularmente los más pobres tienen necesidad de ser consolados. Esto puede parecer una locura; es la locura del amor de Dios, la locura que hace gritar de una manera
paradójica: “¡Abba, papá, querido papá!”. Decir “papá” a Dios ¿no os parece un poco loco?; ¿no es un poco ridículo? ¿Nos sentimos molestos? Y sin embargo ¿quién lo dijo primero? Jesús desde lo más profundo de la angustia. Él, que había tenido tantas dificultades para encontrar consuelo entre los suyos; y nosotros somos los suyos. No somos apóstoles, pero el consolar a Dios no está reservado a los apóstoles. Está reservado a todos aquellos que dicen “ser de Dios”. Así, pues, nos corresponde a nosotros.


Raramente se nos ha hablado de “consolar a Dios”. Se nos habla del mundo, de sus dramas, de nuestra vida, de nuestras heridas, de nuestras pruebas,… y decimos que tenemos necesidad de ser consolados por Dios. Y es verdad. Dios no pide nada más que consolarnos en la medida en que nosotros acojamos la consolación divina, cuando se presenta en nuestra vida, siempre y cuando no queramos someter la consolación de Dios a nuestra propia voluntad, como si Dios tuviese que manifestarse en nosotros cuando nosotros queremos, y no en cualquier otro momento.

Pero Dios tiene necesidad de ser Él mismo consolado. Y nosotros lo vemos en la Pasión y, particularmente, en Getsemaní. Es un Dios debilidad en extremo, que viene a salvarnos. Es debilidad, porque sigue siendo débil y tiene necesidad de ser consolado. No. Esto no es algo demasiado bonito, para ser de verdad, sino la realidad de la misericordia divina que viene a llamar a la puerta de nuestros corazones endurecidos, buscando consuelo, -al cual Dios tiene ciertamente derecho-. Pero Él no lo manifiesta como tal sino como una súplica, como niño que ha venido a invitar a otros niños... Pero ¿los otros niños lo han aceptado? ¿Han querido alegrarse con este primer niño, el más hermoso de todos los niños de los hombres? No; no es locura el pensar que podemos consolar a Dios, el pensar que
podemos ser su alegría.

Y atención: ¡No tenemos ninguna necesidad de inventarnos sacrificios terribles, o hacer dolorosas pruebas con angustia y miedo, para ser juzgados dignos de poder consolar un poco a Dios! Eso es falso; es una mala comprensión de su amor. Es suficiente con un pequeño detalle, posible a todo hombre o mujer, sea lo que sea. Una pequeña cosa, ofrecida al Corazón de Dios, le produce un inmenso consuelo que hará sus delicias; y esta delicia nos la manifestará delante de los ángeles y de los santos en el momento del gran encuentro, del cara a cara con Él.


Esta alegría escatológica nos la mostrará Dios, cuando nos acoja, diciéndonos: “Tú has consolado mi Corazón herido, olvidando o tratando de olvidar que tú también tenías necesidad de ser consolado, olvidándote de rebelarte, prefiriendo consolarme a rebelarte. Por todo eso te doy gracias; entra en mi alegría. Hoy, delante de todas mis criaturas, te alabo porque te lo has merecido. Sea como haya sido tu pecado, te has ganado bien el que te haga una alabanza, y te haga partícipe de mi alegría, ya que tú has querido participar de mi sufrimiento, aceptando consolarme en tu medida”.

Pero entonces, ¿cómo consolar a Dios, ya que ésta es la verdad de nuestra llamada, la vocación de todo cristiano? Esta es la vocación de todo cristiano, sea cual fuere su estado o condición de vida, su estado, su forma de consagración o su historia pasada, sus heridas personales, sus enfermedades...


Tu vocación es consolar el Corazón de Dios y esto es mucho más fácil de lo que tú crees. Y para tratar de introducirnos en esta consolación, o más precisamente en cómo consolar a tu Dios, vamos a meditar la enseñanza de una gran santa que se llama Gertrudis de Efta, no muy conocida, pero que sin embargo por lo que yo conozco, es una de los primeros santos a quienes les ha sido revelado el Corazón Sagrado de Jesús. Es una santa enamorada de la misericordia de nuestro
Dios, y es una santa a la que Dios se manifestaba muy frecuentemente para buscar en ella consuelo.


GERTRUDIS DE EFTA
vivió en el siglo XIII en un convento de monjas benedictinas. Era monja y no se sabe cómo llegó a parar al convento de Eftá, en Baviera, a la edad de cinco años. Nunca salió del convento, y murió en el mismo a los cuarenta y cinco años. Era una joven muy viva, fuerte, que quería darse del todo a Jesús, pero que, a veces, tenía conciencia de sus incapacidades, de sus infidelidades. Era una jovencita negligente, (lo dice ella misma) particularmente de cara a Dios, o bien de cara al amor fraterno. Ella siempre se veía mal, y pedía perdón por una negligencia, por una pereza -que decía ella- que la atormentaban.
Esta joven tuvo, místicamente, frecuentes visitas del Señor, pero esto no nos tiene que hacer verla como un ser un poco aparte, ya que vamos a tomarla un poco como modelo. No tenemos que decirnos: “Para ella era fácil, ya que Jesús se le manifestaba frecuentemente!”. Estas manifestaciones, estas comunicaciones de orden místico del Señor a Sor Gertrudis, no facilitaban los actos que Gertrudis tenía que hacer para consolar a su Dios. En todo caso, servirían para
iluminar algunos de sus actos, que es también la finalidad de nuestro propósito de hoy en la enseñanza sobre Gertrudis: que nosotros mismos seamos iluminados sobre cómo consolar a Dios.

Aunque no me gusta decirlo así, yo diría que Gertrudis tuvo que pagar un poco el precio de esta intimidad que disfrutaba con el Señor. Muy a menudo estaba enferma; las tres cuartas partes de su vida las pasó en la enfermería; y podía frecuentar, participar muy poco, sobre todo en los dos últimos decenios de su vida, en los oficios y liturgias que tanto le gustaban, a causa de sus enfermedades. Su corazón estaba debilitado un poco por todo, pero su deseo de hacer la voluntad de Dios estaba siempre íntegro.

Como he dicho con anterioridad, a veces ella tenía una conciencia dolorosa de ser negligente y, finalmente, de no saber cómo comportarse de cara al amor de Jesús. Ella presentía que Jesús la amaba, pero no sabía cómo corresponderle; y corresponder, aunque sólo sea de una manera pequeña al principio, es ya consolar a Dios.


Así pues, parece que Gertrudis, a medida que pasaba su vida, fue introducida en el misterio del amor, del amor ofrecido, que es misterio del Corazón de Jesús. Pero, si fue introducida en él, fue porque vivió el aprendizaje de la consolación de cara a Dios. Jesús le enseñó cómo consolarlo en su sufrimiento en Getsemaní, por ejemplo; y Gertrudis hizo este inmenso descubrimiento que es algo que está al alcance de todo el mundo. Consolar a Dios, dar alegría a Dios, esto no está
reservado a los grandes santos, aparentemente tan inaccesibles con sus austeridades, sus sacrificios más o menos duros, ásperos, con un heroísmo de virtudes que hace que verdaderamente para nosotros parezcan imposibles. No.
Gertrudis fue realmente una mujer virtuosa, pero ella comprendió que el nacimiento de una virtud no depende sino solamente de Dios y un poco, podríamos decir, de la disposición que uno ponga. Pero, ¿qué disposición es más grande que ésta que consiste en buscar el consolar el Corazón de Dios antes que nada?


Así pues, he sacado de su enseñanza como una especie de recetas (aunque no me gusta decir esta palabra de cara al amor, pero somos tan ignorantes, tan torpes, tan inhibidos por nuestros miedos, que necesitamos tener pequeños medios. He sacado de su enseñanza nueve pequeños medios, nueve pequeños caminos para comenzar a consolar el Corazón de Dios. Y los quiero compartir con vosotros, aunque hay muchos más. Voy a compartir estos nueve, para que nos percatemos de que todos estamos llamados a ser consoladores de Dios, y también para que nos llenemos de este deseo de querer consolarlo, a pesar de nuestras debilidades, las
limitaciones de nuestra vida,…


El primer camino es un descubrimiento que Gertrudis hizo progresivamente, dándose cuenta de que ella no podría hacer grandes sacrificios, (un poco como Santa Teresa del Niño Jesús, pero seis siglos antes). Gertrudis no se sentía capaz de hacer grandes sacrificios, de darse disciplinas, por ejemplo, como otros grandes santos o grandes monjes o ciertos Padres del desierto. No; ella no se sentía capaz. Se sentía frágil, pero, en lugar de lamentarse y decirse: “todo eso no es para mí, yo estaré al margen del amor de Dios...”, se decía: “tiene que haber algo, yo quiero consolar a Dios de todas formas”.

Jesús se le aparece en una especie de visión, y le enseña algo importante, que es como una perla preciosa de la vida espiritual y de la consolación de Dios. Y es que Dios no pide grandes sacrificios que nos parezcan arduos, inhumanos, duros... Dios nos pide, primero que le ofrezcamos las cosas pequeñas, que no pensamos en ofrecérselas porque nos parece algo demasiado pequeño, demasiado indigno. Y Jesús añade: “La ofrenda de las cosas pequeñas me es de un gran valor, y aún más porque es tan raro...”

Efectivamente, pensamos tan raramente a lo largo de nuestra jornada en ofrecerte cosas pequeñas (como penas, dificultades, ansiedades, incomprensiones por parte de los otros, juicios que sabemos nos hacen, y
que nos hacen daño interiormente...), incluso afectos naturales que sabemos que no están en su sitio, que no son del todo sanos, pero que no alcanzamos a quitárnoslos de encima, a segarlos; son pequeñas cosas que nos molestan en nuestra vida cotidiana, y que asfixian un poco el desarrollo de nuestra vida espiritual, el desarrollo del amor en nosotros.


Y por tanto, estas son las cosas que Cristo nos invita a que se las ofrezcamos y, simplemente ofreciéndoselas, consolamos el Corazón herido de Dios. Al principio no hay que hacer grandes sacrificios; puede que llegue la hora de hacer un gran sacrificio, pero esa hora no vendrá si no tiene que venir, no vendrá hasta que
no estemos preparados. Entonces podremos acogerle con gran paz, incluso si también llega el dolor. Consolemos a Dios con el ofrecimiento de las cosas pequeñas. ¡Es tan raro para Dios! Podríamos llegar a hacerlo frecuentemente si estuviésemos un poco atentos y vigilantes. Éste es el primer camino: La ofrenda de las cosas pequeñas.


El segundo camino es que Gertrudis estaba inquieta un día, porque se sentía un poco indiferente de cara a Dios. Estaba de cara a Él, y creía en Él, pero su corazón estaba frío e indiferente. No tenía la impresión de amarlo, no tenía la sensación de desearlo, aunque fuera sólo un poco. Se descubrió un corazón de piedra, pero de piedra fría. ¡Cuántos de nosotros nos descubrimos un corazón de piedra fría! A menudo quisiéramos estar animados por un santo y ardiente deseo de Dios, quisiéramos amarlo en nuestro corazón, y nos sentimos fríos, indiferentes. Gertrudis, inquieta por sentirse tan indiferente de cara a su Señor, al que querría servir y amar a pesar de todo, le pregunta al Señor, preocupada por no tener un deseo mayor, tal y como convendría al amor que Dios tiene por ella. Y Dios le responde (Cito la explicación que recibió del Espíritu Santo): “Dios está totalmente satisfecho cuando el hombre, sin poder darse cuenta, está en la voluntad de tener grandes deseos, tan grandes como quiera tenerlos, pues tan grandes son ante Dios”.

Así pues, no es esencial, importante, tener grandes deseos sensibles en el alma, en el corazón, para amar a Dios. Pero sí es preciso querer desearlo. Y en la medida de esta voluntad, incluso si esta voluntad te pone el corazón tibio o indiferente, en esa misma medida el verdadero deseo toma su verdadera amplitud.


Querer desear es ya consolar a Dios. Y si no nos es posible por nuestra propia voluntad el estar llenos de un deseo ardiente de amor por Dios y por los hermanos, por contra sí nos es posible querer frecuentemente, por no
decir constantemente, querer desear a Dios, desear amar a Dios.

Continúo la revelación hecha a Gertrudis citando: “En un corazón lleno de este deseo de desear querer el deseo, Dios encuentra más delicias en quedarse que el hombre en el florecimiento de la más fresca primavera”.

Es un vocabulario un poco lírico, de acuerdo con la época en que este texto está redactado, al dictado de la propia Gertrudis.

Otro medio de consolar a Dios es aprender a ser fiel en la práctica de querer desear velar en el deseo. No esperéis a sentir en vosotros un deseo que queme, un deseo ardoroso, auténtico, sensible, por no decir sentimental, para comenzar a creer que podéis empezar a consolar a Dios. Velad en el deseo de amarlo, y empezaréis a consolarlo. Él espera este acto de voluntad por parte vuestra, como Jesús esperaba ser consolado por los suyos en Getsemaní.

Un tercer camino es el propósito de una mirada que Gertrudis puso un día sobre un crucifijo. Cierto que Gertrudis no puso solamente una mirada sobre el crucifijo sino que además descubrió que, a veces, era una mirada negligente, rutinaria podríamos decir, y no sacaba ningún fruto de mirar el crucifijo. Lo miraba como podía mirar cualquier cosa; y en otros momentos lo miraba con mucha devoción, como con atención de corazón.

Un día, en que estaba mirando un crucifijo rutinariamente, Jesús te habló y le dijo cuánto esperaba las miradas. Pero no sólo las de Gertrudis sino las de todos los hombres sobre el crucifijo, es decir, sobre Él, crucificado por amor. ¡Cuánto lo esperaba! Porque cuando alguna mirada se posaba sobre una cruz, sobre un crucifijo, era un gran consuelo para Él.

Y Gertrudis añadió: “Nunca -sin una gracia de Dios- nuestra mirada encuentra un crucifijo”. Esto quiere decir dos cosas: Nuestra mirada no encuentra nunca por azar un crucifijo en un momento dado; es decir, que Dios ha organizado este encuentro entre el crucifijo y nuestra mirada. No es por azar, no es accidental. Él espera esto.

¿Cómo miramos nosotros al crucifijo? La otra cosa es que, cada vez que nosotros posamos nuestra mirada sobre un crucifijo, es un momento de gracia intensa, (un poco análogo al momento de la eternidad, lejos en el tiempo, que fue la agonía del Buen Ladrón al lado de Jesús crucificado. El Buen Ladrón, al posar su mirada sobre Jesús, de una manera inexpresable, comprendió y se hizo santo en sólo unos minutos).

El tiempo y el acontecimiento estaban cargados de una intensidad de gracia extraordinaria, y cabe creer que hay la misma intensidad de gracia cada vez que ponemos nuestra mirada sobre el crucifijo, sobre una cruz, sea como sea; claro que “no cualquier mirada” sino precisamente “una mirada que se convierte en consolación para Dios”.

Aprendamos a poner nuestra mirada sobre el crucifijo o sobre todo lo que evoca el amor de Dios, una pequeña imagen, por ejemplo, una imagen que nos recuerde el amor de Dios crucificado por nosotros. Mirémosla como una señal del amor de Dios por nosotros y consolemos a nuestro Dios con la mirada.


El cuarto camino, entre muchos otros, es una enseñanza que Jesús dio a Gertrudis un día en el que ella estaba particularmente abrumada por el peso de sus defectos. Deseaba avanzar, aproximarse al amor de Dios, responderle…, y he aquí que sus defectos parecían obstáculos infranqueables, y estaba profundamente afligida. Jesús le quiso hacer comprender que su misericordia no miraba los defectos como un obstáculo, sino que somos nosotros quienes vemos los obstáculos que están -sin duda-, pero que el Dios de misericordia -que no
se deja desarmar por nuestras debilidades- los conoce demasiado bien. Estos defectos los transforma Él, o mejor dicho, los mira de otra forma antes de transformados. Jesús quiso hacer comprender a Gertrudis que la misericordia hace que lo que nosotros tenemos por defectos sean más bien ocasiones de gran progreso para el alma, y permiten evitar el orgullo y la vanagloria.

Cito a Gertrudis quien, a su vez, cita a Jesús en esta comunicación mística. Jesús habla refiriéndose a Gertrudis: “Por cada uno de estos defectos, Yo la enriquezco con un don que la rescata plenamente a mis ojos; pero en el tiempo oportuno. Yo los cambiaré completamente en virtud, y su alma brillará entonces con una luz
resplandeciente”. Nosotros también somos enriquecidos con un don paralelo a nuestros defectos, el don de la misericordia, un don que hace que Jesús mire menos nuestros defectos que el don, que nos será concedido por Su mirada. Entendemos por “defectos”: debilidades; tendencias que están en nosotros, y que tenemos dificultad para resolverlas; inhibiciones; bloqueos, que hacen que tengamos dificultades para amar a Dios y para amar a nuestros hermanos.


No hay que confundir defecto y pecado. Aquí es cuestión de defectos, de debilidades de Gertrudis y nuestras; y Dios, en su misericordia, se complace en emparejar nuestros defectos con dones que rescatan, dando a estos defectos un valor cierto que hace que, con el tiempo, los defectos sean transformados en fuerza; que estas debilidades sean transformadas en virtudes.
Hermanos y hermanas, nosotros consolamos a Dios cuando comenzamos a aceptar nuestros defectos no con complacencia, no admitiendo todo, ni diciendo: “Todo está permitido, hagamos lo que está permitido, y vivamos como queramos”. No es eso. Es mirar nuestros defectos como Dios los mira, es decir, emparejados con un don que viene de Dios mismo. He de mirar mis defectos en la fe, ver cómo están adornados de un don de Dios que los hace amables para Dios, y que también los tiene que hacer amables para mí.


Consuelo a Dios cuando comienzo a amarme a través de mis debilidades. Este es un pequeño medio ¡que es tan grande a tos ojos de Dios! Pero a menudo tropiezo y me rebelo contra Dios y contra mí mismo a causa de los defectos, que me importunan casi permanentemente. Cuando no es “uno” es “el otro”; no acepto el ser como soy; no acepto ser una persona débil y portadora de defectos. Pero soy así, y Dios me ama tal y como soy.


De todas formas es necesario que cambie, pero por mí mismo no puedo hacer nada por cambiar mis defectos; puedo disminuirlos a veces, -cuando tengo un suficiente dominio sobre mí mismo-, pero mis raíces están siempre en mí. Mis defectos se transforman en fuerza en la medida en que yo consuelo a Dios.
Ved cómo Dios, aún esperando ser consolado, prepara nuestra curación; es decir, la purificación de nuestras debilidades, el fortalecimiento del corazón contra las debilidades.

Otro camino es el que atrae el perdón. Dios está impaciente por perdonarnos y, si comprendiésemos por qué, nos precipitaríamos al Sacramento de la Reconciliación con mucha frecuencia, y nos perdonaríamos mutuamente los unos a los otros, entre hermanos, también con mucha frecuencia, incluso en los conflictos más graves.

Un día Gertrudis se sorprendió de que personas que había en su convento, a las que Gertrudis conocía bien, y que han sido después canonizadas por la Iglesia, como Santa Matilde, que era una gran mística y educadora de Santa Gertrudis, tenían defectos. Y más que defectos: pecados, errores... Pecados en personas
que, desde el punto de vista de Gertrudis, tenían que tener un comportamiento de santas; ella las veía santas..., la veía santa. Todos nosotros somos un poco así con la gente a la que concedemos una gran confianza, sobre todo en el terreno de las cosas de Dios..., porque tenemos dificultad en soportar el que sean débiles... Y los juzgamos rápidamente, cuando nos damos cuenta de que se han equivocado y que, incluso, han pecado. (Bueno, seguramente no pecados grandes, sino simplemente pecados, como pasa a todo hombre, incluso a los más santos).

Gertrudis estaba sorprendida y le preguntó al Señor: “Señor, pero ¿por qué a una persona, que manifiestamente está en una gran intimidad contigo, le permites que caiga, que peque, como ella acaba de hacerlo?”. Y Jesús le podía haber dicho: “Escucha, Gertrudis, te amo mucho, ¿eh?, pero, primero de todo, eso es un juicio, y después no es algo de lo que tú te tengas que ocupar. Déjame hacer a mí, soy yo quien juzga y sondea las entrañas y el corazón”.


Por el contrario, Jesús aprovecha la ocasión para darte una enseñanza, que es muy importante. Él tomó la imagen de una persona que tenía una mancha, una suciedad en la mano, y que se lava las manos. Y le dijo a Gertrudis: “¿Ves? Esta persona, cuando se haya lavado las manos, no sólo la suciedad por la que se preocupaba, que era la primera razón por la que ella se lavaba las manos, sino que toda la superficie de sus manos habrá quedado limpia. Es toda la superficie de la mano la que será lavada, la que será blanqueada, y Yo, el Señor, permito que personas que son ya mis íntimos, que ya han respondido a mi amor de una manera fuerte, intensa, pequen, para poderlas no solamente perdonar (porque ellas me vienen a pedir perdón, mi perdón), sino que aprovecho para lavarlas en los lugares de su ser en los que ellas no sospechan siquiera que son pecadoras; en
esas cosas en que están heridas o debilitadas; para eso es el Sacramento de la Reconciliación.”

El perdón hace que una pequeña mancha sea quitada, pero la obra de Dios no queda ahí. Él aprovecha para lavarnos rincones profundos de nuestro ser, que ni siquiera sospechamos que existen. Y para nosotros es suficiente consolar a Dios, dejándonos lavar en el océano de su amor, no sólo allí donde nos sentimos sucios, sino allí donde no sabemos que lo estamos, y que Dios quiere también curar y purificar.

Consuela a Dios el que le dejemos actuar en nosotros por su Sangre. Consolemos a Dios dando el paso para una más profunda y frecuente reconciliación (primero sacramentalmente, sin duda), pero también de unos con otros allí donde dejamos que tantas situaciones nos inmovilicen, nos endurezcan, (por causa de una
amargura, de una decepción, de un juicio... Sí; ¡cuántas ocasiones tenemos cada día de consolar a Dios pidiendo perdón!


Otro camino es la Eucaristía, la Misa. Un día el Señor mostraba a Gertrudis hasta qué punto su mirada, la mirada del Padre, posa como fascinada sobre la Sagrada Forma que es elevada por las manos del sacerdote, y en la cual Él ve a su Hijo amado, en el que ha puesto todas sus complacencias. Sí. Es como el éxtasis del Padre en la contemplación de su Hijo, que se da por amor sobre el altar, prolongando el sacrificio de la cruz.

Y Jesús le comentaba que sobre aquél que asiste a la Eucaristía con un poco de devoción, con un poco de deseo o de preparación, si se quiere, es decir, no yendo a la Eucaristía como el que va a jugar a una máquina distribuidora de caramelos sino verdaderamente teniendo un poco de conciencia de lo que pasa por acoger el
Santo Sacrificio de Cristo sobre el altar entre las manos del sacerdote; que sobre aquél que asiste a Misa con una disponibilidad mínima de corazón la mirada del Padre, el éxtasis del Padre, se posa sobre él con igual intensidad y de la misma manera que sobre la Sagrada Forma.

Yo soy mirado por Dios con un amor loco, en la medida en que yo vivo la Eucaristía con un mínimo deseo de corazón, con un mínimo deseo de querer desear, como decíamos en uno de los caminos precedentes. Consolar a Dios aquí es sencillamente dejarse mirar, dejar al Padre mirarnos. Pero cuando asistimos a una Eucaristía con un corazón frío, indiferente, o con ganas de marchar ya, es
como si rehusáramos que la mirada del Padre se pose sobre nosotros, lo cual no impide que el Santo Sacrificio tenga lugar sobre el altar

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Consolamos a Dios aceptando su mirada puesta sobre nosotros. Y es verdad que siempre está sobre nosotros en todo lugar y en toda ocasión. Pero está de una manera culminante en la Eucaristía. Que el Señor nos ayude a comprender hasta qué punto está ávido de poner su mirada sobre cada uno de nosotros, y hasta qué punto es una consolación para Él que aceptemos que esta mirada divina se pose sobre nosotros.

Sabéis, sin duda, que la palabra “Dios” viene del griego “Teos”, y que la palabra griega “Teos” viene sin duda de “Teas Taf” que quiere decir “El que ve”. Lo que ve Dios no es en el sentido del que ve con “vigilancia”, del que nos vigila que no hagamos tonterías. Es Aquél que no deja de mirarnos, porque su Corazón no nos deja nunca. ¡Que la mirada de Dios se pose sobre nosotros y que así Dios sea consolado” .

Otro Camino es enseñado por Gertrudis. Gertrudis era monja contemplativa, pero tenía como todos los santos una gran preocupación por los más pobres: los afligidos, los enfermos, los heridos de toda clase,... Pero ella no podía salir de clausura para ir a servirlos de una forma u otra, y les ayudaba a su manera, es decir, llevándolos en la intercesión. Y a todos aquellos enfermos, a todos aquellos pobres, a todos aquellos perdidos, a todos aquellos pecadores, también los llevaba a su intercesión cotidiana.

Y el Señor le mostraba hasta qué punto era una consolación para Él esta oración intensa y fiel de su intercesión; incluso osaba orar a Dios por cosas sencillas, osaba pedir a Dios cosas que encontraríamos un poco difíciles de ser dignas de ser presentadas a Dios o no bastante dolorosas... Pero Dios se preocupa de todas
nuestras necesidades, de todas nuestras penas -pequeñas o no pequeñas-, de todas nuestras dificultades más o menos grandes, y Él mira siempre con un gran aprecio esta intercesión fiel y perseverante que no reemplaza su voluntad por una voluntad humana.

Gertrudis pedía con insistencia cosas pequeñas o grandes y siempre era escuchada, pero no siempre como ella quería. Pero comprendió que no se tenía que decir a Dios lo que tenía que hacer, que uno no tiene que ser su consejero... Sabía que Él espera nuestra oración, aunque muchas veces tarda en responder. Pero, cuando la respuesta parece tardar, es para crecimiento de la paciencia y la humildad, y también para que el tiempo nos encuentre maduros para la respuesta.

Dios es consolado por todas las oraciones de intercesión, de petición, que nosotros podamos hacerle, en la medida en que estas oraciones sean fieles y no quieran imponer la voluntad humana a la voluntad de Dios. Dios espera estas oraciones. Le hacen falta intercesiones nuestras. Él las espera para dar, según su Sabiduría, a aquéllos que le son presentados. Pero también espera nuestras oraciones de intercesión para enriquecer a los intercesores con dones espirituales que les serán necesarios. Dicho de otra manera, Dios escucha nuestra oración de intercesión, si es fiel y humilde, pero igualmente Él se nos da también a rebosar.

Hermanos y hermanas, la intercesión es una consolación inmensa para el Corazón de Dios. Y, si nuestro estado de vida lo permite, aquélla tiene que poder abrirse a los otros, a los pobres, -no a todos los pobres, no a todos los desheredados, no a todos los que son objeto de injusticia, persecución, hambre u otras cosas-... sino que el Señor nos señala nuestros pobres para que se los presentemos y, si podemos, les sirvamos, les sostengamos, les ayudemos. Esto también es una consolación para Dios.


El octavo camino es una consolación muy bonita que os voy a contar. Un día Gertrudis fue sorprendida o, mejor aún, conmovida por la grandeza de la bondad de Dios en el momento de la Eucaristía. Entonces Jesús aprovechó la ocasión para hablarle del sacrificio, de la ascesis, de su misericordia. Y le dijo estas palabras:
“¿No ves tú que el sacerdote que presenta la Sagrada Forma ha tenido cuidado de subirse las mangas del alba en el momento de la elevación, y sostiene mi Cuerpo con sus manos desnudas? Comprende, pues, que Yo miro en mi amor todos los ejercicios hechos por mi gloria, tales como las oraciones, los ayunos, las vigilias,… Incluso si uno no se da lo suficiente también cuenta, es un movimiento de gran misericordia en el que Yo me aproximo a los míos, cuando por la experiencia de la fragilidad humana los impulso y se refugian en mi ternura. Eso es lo que te enseña aquí la mano del sacerdote que está más próxima en el ornamento”.

Sí, hermanos y hermanas. Este ornamento prefigura la ascesis, los sacrificios que nosotros podemos hacer, y que ciertamente el Espíritu Santo nos invita a hacer por penitencia, por deseo de reparación, o por intercesión para llevar la enfermedad, o la dificultad que otro nos ha confiado.

Ciertamente esta ascesis es de un precio importante a los ojos de Dios y Él la mira con mucho amor, la recibe con mucho amor. Son consolaciones para Dios en la medida en que son ascesis equilibradas. Si no yo diría que son orgullosas o individuales, es decir, cuando no son aconsejadas por la opinión de un director espiritual.

Pero esta consolación es menor que la gran consolación que consiste en refugiarse cerca del Corazón de Jesús cuando nosotros experimentamos nuestra fragilidad, nuestras debilidades; cuando nos damos cuenta de que nosotros mismos no podemos hacer nada. Y querríamos preocuparnos, obstinarnos, pero eso no serviría de nada. Y refugiándonos en el Corazón de Dios nosotros le consolamos también a Él. Le consolaremos más que si hiciésemos cantidad de ejercicios de ascesis, de sacrificios, hechos de una manera o de otra, pero hechos para
sentimos más dignos de ser amados de Dios.

No hay ninguna dignidad para ser amados. Por eso, cuando somos débiles como un niño que ha hecho una tontería, y se acerca a su Padre, y le dice: “Papá, he hecho esto”, y estira los brazos llorando para que su padre lo coja...; cuando nos sabemos así de débiles, repito, Dios siempre es nuestro refugio. Lancémonos a los brazos de Dios cuando nos sintamos débiles y pecadores, y así le consolaremos.

Y el último camino que propongo para vuestra meditación es una visión, una entre muchas de las que Gertrudis tuvo. En una visión se encontraba transportada a un bonito jardín, un gran jardín donde había toda clase
de árboles frutales y frutos; el sitio era precioso y evocaba el jardín místico, el de “El Cantar de los Cantares”. Y de pronto se le manifestó Jesús no como un adulto sino como un adolescente, y le pidió frutas. Gertrudis reaccionó y le dijo: “¿Cómo?” (Sabía que era Jesús, aunque se presentaba en la forma de un adolescente). “¿Cómo te puedo dar yo a Tí frutas, si Tú puedes conseguir todo lo que te apetezca, todo lo que prefieras?” Le dijo esto con un aire de querer decir: “Hazlo sólo; no es que no lo quiera hacer yo, pero estaría mejor hecho, si lo haces Tú!” Y Jesús le dijo: “Sí; pero harías un acto de amor dándome esos frutos, dándome nueces; yo quisiera nueces” .


Y claro, Gertrudis, ávida de querer manifestar su amor por Jesús, fue enseguida a recoger nueces y se las dio. Pero Jesús adolescente estaba como apesadumbrado. Gertrudis inquieta le dijo: “¿Por qué estás así? ¡Me has pedido nueces y yo no sólo te he dicho que te las daba, sino que lo he hecho!”. “Sí, ¡pero me hubiera gustado
tanto que tú misma hubieras cascado las nueces, y me las dieras para que me las pudiera comer enseguida!”.


Gertrudis de momento no comprendió. Y Jesús le explicó el sentido de esta visión diciéndole que Él estaba ávido de los actos de amor que pudieran hacerle los hombres, pero que muy a menudo estos actos de amor son limitados. Es decir, que a menudo es también nuestro caso. El hombre espera la ocasión para hacer un acto de caridad, espera que la ocasión se presente para manifestar su amor de cara a Cristo o de cara a los pobres, sea cual sea su pobreza.

Todos los pobres son especialmente habitados por Cristo. El hombre espera la ocasión sencillamente.

Dicho de otra manera, cuando no viene esta ocasión se considera satisfecho y no se mueve, mientras que Jesús espera que las nueces estén cascadas, cuando se las demos. Es decir, que el mismo hombre busque la ocasión de amar, que cree él mismo las circunstancias en las cuales podrá manifestar su amor. Este es el sentido del rompimiento de las cáscaras de nuez, para que el Señor se las pueda comer enseguida. Nosotros consolamos a Dios, rompiendo las cáscaras de nuez que nosotros queremos ofrecerle, pero se las ofrecemos a menudo cerradas, enteras, tan mal...

Hermanos y hermanas, consolemos a Dios buscando las ocasiones y, si hace falta, provoquémoslas para manifestar el amor particularmente de cara a aquéllos a los que les falta. Vayamos adelante, lancémonos, busquemos el amar, busquemos no sólo con la voluntad sino con una especie de celo. Creemos las circunstancias que nos permitan manifestar nuestro amor, y este nuevo camino, entre muchos otros, nos será accesible, y nos permitirá consolar el Corazón de nuestro Dios.

No tengamos miedo de tomar estos caminos, sabiendo que Jesús está en agonía hasta el final de los tiempos, y ¡tiene tanta necesidad de no quedarse solo, de recibir de nosotros un poco de fuerza, un poco de consuelo para continuar salvando al mundo,…! Amén.

martes, 18 de marzo de 2008

Para orar ante el Monumento: AL SANTÍSIMO SACRAMENTO / Autor: Gerardo Diego

Entre tantas dudosas certidumbres
que me mienten, halagan los sentidos,
Tú, callado y sin nubes, tan desnudo,
tan transparente de ternura y trigo
¿qué me quieres decir -labios sellados-
desde tu oculto y cándido presidio?
¿Qué me destellas, ay, qué me insinúas,
qué me quieres, Amor, Secreto mío?
Porque las ondas que abres y propagas
desde la fresca fuente de tu círculo
me alcanzan y me anegan, me coronan,
me ciñen de suavísimos anillos.
Mas ya sé lo que quieres, lo que buscas.
Si la Esperanza es prenda de prodigios,
si el sol de Caridad arde sin tregua,
lo que pides es Fe, los ojos niños.
Quererte, sí, y creerte. ¿Tú me esperas?
¿Me quieres Tú? ¿De veras que yo existo?
¿Tú me crees, Señor? Yo creo y quiero
creer en Ti, quererte a Ti y contigo.

Sí, mi divino prisionero errante,
mi voluntario capitán cautivo,
mi disfrazado amante de imposibles,
mi cifra donde anida el infinito.
Sí. Tú eres Tú, te creo y te conozco.
Ya te aprendí y te sé, paz del Espíritu.
Prosternarse, humillarse: eso fue todo.
Deponer, abdicar cetros, designios.
Por Ti hasta la indigencia, hasta el despojo
quedarse en puros huesos desvalidos.
La reina Inteligencia hágase esclava,
sea la Voluntad sierva de siglos.
Y queden ahí devueltos, desmontados,
en su estuche de raso los sentidos.
Veo y no veo, palpo y nada palpo,
escucho sordo y flor de ausencia aspiro.
No hay más que una verdad: Tú, Rey de Reyes.
Tú, Sacramento, Corpus Christi, Cristo.

Ya me tienes vaciado,
vacante de fruto y flor,
desposeído de todo,
todo para Ti, Señor.

No soy más que tu proyecto,
tu disponibilidad.
Lléname de amor y cielo,
rebósame de piedad.

He enmudecido mi música
en silencio de tapiz.
Me negué hasta el claro sueño,
hasta la misma raíz.

Ven, ruiseñor, a habitarme.
Hazme cuna de Belén.
Ven a cantar en mi jaula
abierta, infinita, ven.

Rosas en el ocaso de la víspera,
las nubes hoy se han despertado blancas.
Es ya la aurora bajo palio de oro,
la gloria teologal de la mañana.
Deslumbradora nieve en las cortinas
que descorren dos ángeles de brasa
y en medio el pecho azul de cielo, abierto
para dar paso a un Sol que se le salta.
El Sol, el Sol de Corpus. Cómo vibran
sus rayos de oro y miel, cómo remansan
recogiéndose al centro, al hogar íntimo
donde un Cordero su toisón recama.

Pero ¿qué traslación, qué meteoro
es éste que me busca, que me abraza?
Viene por mí, cae hacia mí derecho,
y en lugar de crecer, cuanto más baja,
más se aprieta de amor, más se reduce,
se achica, se cercena, se acompasa,
hasta inscribirse humilde en la estatura
del mísero dintel de mi cabaña.

Oh sol que el cielo entero no te ciñe
y en sus collados últimos derramas
la unidad de tu ser con brío y luces
que no saben de eclipses ni distancias.
Yo no soy digno, no, de contemplarte,
de encerrarte en mi pecho, torpe casa
de la abominación, lonja del crimen
apenas hoy barrida y alfombrada.
Mas ya el milagro se consuma, y tomo,
comulgo el Pan de la divina gracia.

No soy digno, no era digno,
pero ahora un templo soy.
Ilumínanse mis bóvedas
y todo temblando estoy.

Esto que vuela en mi bosque
es un pájaro de luz,
es una flecha con alas
desclavada de una cruz.

Y se ahínca en mi madera
y me embriaga de olor.
Ya, aunque se disuelva en brisa,
me quedará el resplandor.

Quédate, fuego, conmigo.
Espera un instante, así.
Transparéntame mis huesos.
No te separes de mí.

Dentro de mí te guardo, oh Certidumbre,
como el mosto en agraz guarda el racimo.
Te siento navegando por mis venas
como la madre mar a sus navíos.
Dentro de mí, fuera de mí, impregnándome,
como a la abeja mieles y zumbidos,
como la luz al fuego o como el suave
color, calor al reflejar del vidrio.
Te oigo cantar, orillas de mi lengua,
florecer en silencio de martirios.
Dulce y concreto estás en mí encerrado.
Lo que ignoran los hombres, pajarillos
lo saben bien, lo rizan, lo gorjean,
flores lo aroman por los huertos tibios,
estrellas lo constelan, lo tachonan,
telegrafían destellando visos,
ángeles del amor lo vuelan fúlgidos,
lo velan rumorosos y purísimos.

Tierno y preciso estás, manso y sin prisa,
dulce y concreto estás, Secreto mío.
¿Qué valen todas mis verdades turbias
ante esa sola, oh Sacramento nítido?
En Ti y por Ti yo espero y creo y amo,
en Ti y por Ti, mi Pan, Misterio mío.

martes, 11 de marzo de 2008

Vivir la Eucaristía. El gran Misterio de la fe...

Vivir la Eucaristía: El gran Misterio de la fe en 13 breves documentales.

Este DVD está producido por GOYA Producciones. Agradecemos la comprensión y la generosidad de esta Productora. Puede adquiirir este DVD -con gran calidad- en la siguiente página:
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Es de justicia comprar estos materiales para que la empresa pueda seguir haciendo un gran bien a la Iglesia y la Humanidad con todos sus productos.

Alimento divino


Milagro en la Misa


Unión con la Virgen


Alegorías Biblicas


Devociones fecundas


Apóstoles del Amor


Alma en Gracia


Sacerdote, otro Cristo


Unión Nupcial


Sacrificio renovado

lunes, 18 de febrero de 2008

Vivir la Eucaristía: El gran Misterio de la fe

Vivir la Eucaristía: El gran Misterio de la fe en 13 breves documentales.Este DVD está producido por GOYA Producciones. Agradecemos la comprensión y la generosidad de esta Productora. Puede adquiirir este DVD -con gran calidad- en la siguiente página: http://www.goyaproducciones.es/

Vivir la Eucaristía: Presencia de Dios


Vivir la Eucaristía: El Pan de la Vida




Vivir la Eucaristía: Anticipo del cielo