29 de marzo de 2013.- (13 TV/ Camino Católico) Este
Viernes Santo, el Papa Francisco ha presidido la celebración de la Pasión del
Señor en la Basílica de San Pedro ante la presencia de más de cuatro mil
personas. Poco después de las cinco de la tarde, el Santo Padre, con vestiduras
litúrgicas de color rojo intenso ha comenzado la celebración tumbado en el suelo, en señal de adoración y
respeto a la Cruz.
Ante el Papa Francisco, el capuchino Raniero
Cantalamessa -predicador de la casa pontificia- ha realizado la homilía en la cual ha meditado
sobre que hemos sido "justificados
gratuitamente por medio de la fe en la sangre de Cristo". El padre
Cantalamessa ha asegurado que "puede
decirse que ya ha llegado el final de los tiempos, porque en Cristo, subido a
la diestra del Padre, la humanidad ha llegado a su meta final. Ya han comenzado
los cielos nuevos y la tierra nueva. A pesar de todas las miserias, las
injusticias y la monstruosidad existentes sobre la tierra en él se ha abierto ya el orden definitivo del
mundo". En el vídeo se visualiza la homilía traducida al
castellano. El texto completo de la predicación cdel padre Raniero Cantalamessa
es el siguiente:
“Todos han pecado y
están privados de la gloria de Dios, pero son justificados gratuitamente por su
gracia, en virtud de la redención cumplida en Cristo Jesús. Él fue puesto por
Dios como instrumento de propiciación por su propia sangre... De esa manera,
Dios ha querido mostrar su justicia: en el tiempo presente, siendo justo y
justificando a los que creen en Jesús. (Rom 3, 23-26).
Hemos llegado al
culmen del Año de la fe y a su momento resolutivo. ¡Esta es la fe que salva,
"la fe que vence al mundo" (1 Jn 5,5)! La fe – apropiación por
la cual hacemos nuestra, la salvación obrada por medio de Cristo, y nos
revestimos con el manto de su justicia. Por una parte está la mano extendida de
Dios que ofrece al hombre su gracia; por la otra, la mano del hombre que se
extiende para acogerla mediante la fe. La "nueva y eterna alianza"
está sellada con un apretón de mano entre Dios y el hombre.
Tenemos la
posibilidad de tomar, en este día, la decisión más importante de la vida,
aquella que nos abre las puertas de la eternidad: ¡creer! ¡Creer en que
"Jesús murió por nuestros pecados y ha resucitado para nuestra
justificación" (Rom 4, 25)! En una homilía pascual del siglo IV, un obispo
pronunciaba estas palabras excepcionalmente modernas y existenciales:
"Para cada hombre, el principio de la vida es aquel, a partir del cual
Cristo ha sido inmolado por él. Pero Cristo es inmolado por el en el momento en
el cual reconoce la gracia y se hace consciente de la vida que le ha sido
procurada por aquella" (Homilía pascual del año 387, en SCh 36, p. 59 s.).
¡Qué extraordinario!
Este Viernes Santo, celebrado en el Año de la fe y ante la presencia del nuevo
sucesor de Pedro, podría ser, si lo queremos, el principio de una nueva vida.
El obispo Hilario de Poitiers, convertido al cristianismo en edad adulta,
repensando en su vida pasada, decía: "Antes de conocerte, yo no
existía".
Aquello que se
requiere es solamente que no nos escondamos como Adán después de la culpa, que
reconozcamos tener necesidad de ser justificados; que no nos
auto-justifiquemos. El publicano de la parábola subió al templo e hizo una
breve oración: "Oh Dios, ten piedad de mí, pecador". Y Jesús dice que
aquel hombre regresó a casa "justificado", es decir, hecho justo,
perdonado, hecho criatura nueva; creo que cantando alegremente en su corazón
(Lc 18,14). ¿Qué había hecho de extraordinario? Nada, se había puesto en la
verdad ante Dios, y es lo único que Dios necesita para actuar.
***
Como quien, en la escalada de una pared alpina, habiendo superado un paso peligroso, se detiene un momento para recuperar el aliento y admirar el nuevo panorama que se ha abierto ante él, así hace también el apóstol Pablo al inicio del capítulo 5 de la Carta a los Romanos, después de haber proclamado la justificación mediante la fe:
Como quien, en la escalada de una pared alpina, habiendo superado un paso peligroso, se detiene un momento para recuperar el aliento y admirar el nuevo panorama que se ha abierto ante él, así hace también el apóstol Pablo al inicio del capítulo 5 de la Carta a los Romanos, después de haber proclamado la justificación mediante la fe:
“Justificados,
entonces, por la fe, estamos en paz con Dios, por medio de nuestro Señor
Jesucristo. Por él hemos alcanzado, mediante la fe, la gracia en la que estamos
afianzados, y por él nos gloriamos en la esperanza de la gloria de Dios. Más
aún, nos gloriamos hasta de las mismas tribulaciones, porque sabemos que la
tribulación produce la constancia; la constancia, la virtud probada; la virtud
probada, la esperanza. Y la esperanza no quedará defraudada, porque el amor de
Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo, que nos ha
sido dado”. (Rom 5, 1-15).
Son efectuadas hoy,
desde los satélites artificiales, fotografías a rayos infrarrojos de enteras
regiones de la tierra y del entero planeta. ¡Cómo aparece diferente el panorama
visto desde lo alto, a la luz de aquellos rayos, en comparación con aquello que
vemos con la luz natural y estando dentro! Recuerdo una de las primeras fotos
satelitales difundidas en el mundo; reproducía la entera península del Sinaí.
Muy diferentes eran los colores, más evidentes los relieves y las depresiones.
Es un símbolo. También la vida humana, vista a los rayos infrarrojos de la fe,
desde las alturas del Calvario, es diferente de lo que se ve “a simple vista”.
Todo – dijo el sabio
del Antiguo Testamento – sucede igual, del justo hasta el impío... “Yo he visto
algo más bajo el sol: en lugar del derecho, la maldad y en lugar de la
justicia, la iniquidad”. (Ecl 3, 16, 9, 2). Y en efecto, en todos los tiempos
se ha visto la iniquidad triunfante y a la inocencia humillada. Pero para que
no se crea que en el mundo hay algo fijo y seguro, he aquí, nota Bossuet, que a
veces se ve lo contrario, es decir la inocencia sobre el trono y la iniquidad
sobre el patíbulo. ¿Pero qué concluía Qoelet? Entonces me dije a mí mismo: Dios
juzgará al justo y al malvado, porque allá hay un tiempo para cada cosa y para
cada acción”. (Ecl 3, 17). Encontró el punto de vista que nuevamente pone el
alma en paz.
Aquello que el Qoelet
no podía saber y que nosotros más bien sí sabemos es que este juicio ya se ha
dado: "Ahora dice Jesús – caminando hacia su pasión–, ha llegado el juicio
de este mundo, ahora será echado fuera el príncipe de este mundo, y cuando yo
sea levantado en alto sobre la tierra, atraeré a todos hacia mí "(Jn 12,
31-32).
En Cristo muerto y
resucitado, el mundo alcanzó su meta final. El progreso de la humanidad avanza
hoy a un ritmo vertiginoso, y la humanidad ve abrir ante sí nuevos e
inesperados horizontes fruto de sus descubrimientos. Y también, se puede decir
que ya ha llegado el final de los tiempos, porque en Cristo, subido a la
derecha del Padre, la humanidad ha alcanzado a su meta final. Ya comenzaron los
cielos nuevos y la tierra nueva.
A pesar de todas las
miserias, las injusticias y las monstruosidades existentes sobre la tierra, en
él ya se inauguró el orden definitivo del mundo. Lo que vemos con nuestros ojos
puede sugerirnos lo contrario, pero el mal y la muerte realmente están vencidos
para siempre. Sus fuentes se han secado; la realidad es que Jesús es el Señor
del mundo. El mal ha sido radicalmente vencido por la redención por él obrada.
El mundo nuevo ya ha comenzado.
Una cosa sobretodo
aparece diversa, vista con los ojos de la fe: ¡la muerte! Cristo entró en la
muerte como se entra en una prisión oscura; pero salió de ella por la pared
opuesta. No ha regresado de donde había venido, como Lázaro que vuelve a la
vida para morir de nuevo. Abrió una brecha hacia la vida que nadie podrá cerrar
jamás, y por la cual todos pueden seguirlo. La muerte no es más un muro contra
el que se estrella toda esperanza humana; se ha convertido en un puente hacia
la eternidad. Un "puente de los suspiros", tal vez porque a nadie le
gusta morir, pero un puente, ya no más un abismo que todo lo traga. "El
amor es fuerte como la muerte", dice el Cantar de los Cantares (8,6). ¡En
Cristo ha sido más fuerte que la muerte!
En su "Historia eclesiástica del
pueblo inglés", Beda el Venerable narra cómo la fe cristiana hizo su
ingreso en el norte de Inglaterra.
Cuando los misioneros
venidos de Roma llegaron a Northumberland, el rey del lugar convocó al consejo
de dignatarios para decidir si se les debía permitir o no, difundir el nuevo
mensaje. Algunos de los presentes se mostraron a favor, otros en contra. Era
invierno y afuera había nieve y ventisca, pero la habitación estaba iluminada y
cálida. En cierto momento, un pájaro salió de un agujero de la pared, sobrevoló
asustado un rato por la sala, y luego desapareció por un agujero en la pared opuesta.
Entonces se levantó
uno de los presentes y dijo: “Oh rey, nuestra vida en este mundo es como ese
pájaro. No sabemos de dónde venimos, por un poco de tiempo gozamos de la luz y
del calor de este mundo, y luego desaparecemos de nuevo en la oscuridad, sin
saber a dónde vamos. Si estos hombres son capaces de revelarnos algo del
misterio de nuestras vidas, debemos escucharlos”.
La fe cristiana
podría retornar a nuestro continente y en el mundo secularizado por la misma
razón por la que hizo su entrada: como la única que tiene una respuesta segura
que dar a los grandes interrogantes de la vida y de la muerte.
***
La cruz separa a los creyentes de los no creyentes, porque para unos es un escándalo y una locura, y para otros es el poder de Dios y la sabiduría de Dios (cf. 1 Cor 1, 23-24); pero en un sentido más profundo, ésta une a todos las hombres, creyentes y no creyentes. “Jesús tenía que morir [...] no solo por una nación, sino que también para reunir a todos los hijos de Dios que estaban dispersos” (Jn 11, 51 s.). Los nuevos cielos y la tierra nueva pertenecen de derecho a todos y son para todos: porque Cristo murió por todos.
La cruz separa a los creyentes de los no creyentes, porque para unos es un escándalo y una locura, y para otros es el poder de Dios y la sabiduría de Dios (cf. 1 Cor 1, 23-24); pero en un sentido más profundo, ésta une a todos las hombres, creyentes y no creyentes. “Jesús tenía que morir [...] no solo por una nación, sino que también para reunir a todos los hijos de Dios que estaban dispersos” (Jn 11, 51 s.). Los nuevos cielos y la tierra nueva pertenecen de derecho a todos y son para todos: porque Cristo murió por todos.
La urgencia que nace
de todo aquello es evangelizar: "El amor de Cristo nos impulsa, al pensar
que uno murió por todos" (2 Cor 5,14). ¡Nos impulsa a la evangelización!
Anunciamos al mundo la buena nueva de que "ya no hay condenación para
aquellos que viven unidos a Cristo Jesús. Porque la ley del Espíritu, que da la
Vida, me libró, en Cristo Jesús, de la ley del pecado y de la muerte" (Rom
8, 1-2).
Hay una narración del
judío Franz Kafka que es un fuerte símbolo religioso y adquiere un significado
nuevo, casi profético, escuchado el Viernes Santo. Se titula "Un mensaje
imperial". Habla de un rey que, en su lecho de muerte, llama junto a sí a
un súbdito y le susurra un mensaje al oído. Es tan importante aquel mensaje que
se lo hace repetir, a su vez, al oído. Luego despide con un gesto al mensajero
que se pone en camino. Pero oigamos directamente del autor lo que sigue de la
historia, marcada por el tono onírico y casi de pesadilla típico de este
escritor:
"Extendiendo
primero un brazo, luego el otro, se abre paso a través de la multitud como
ninguno. Pero la multitud es muy grande; sus alojamientos son infinitos. ¡Si
ante él se abriera el campo libre, cómo volaría! En cambio, qué vanos son sus
esfuerzos; todavía está abriéndose paso a través de las cámaras del palacio
interno, de las cuales no saldrá nunca. Y aunque lo lograra, no significaría
nada: todavía tendría que esforzarse para descender las escaleras. Y si esto lo
consiguiera, no habría adelantado nada: tendría que cruzar los patios; y
después de los patios el segundo palacio circundante. Y cuando finalmente
atravesara la última puerta --aunque esto nunca, nunca podría suceder--,
todavía le faltaría cruzar la ciudad imperial, el centro del mundo, donde se
amontonan montañas de su escoria.
Allí en medio, nadie
puede abrirse paso a través de ella, y menos aún con el mensaje de un muerto.
Tú, mientras tanto, te sientas junto a tu ventana y te imaginas tal mensaje,
cuando cae la noche".
Desde su lecho de muerte, Cristo confió a su Iglesia un mensaje: "Vayan por todo el mundo y prediquen el evangelio a toda criatura" (Mc 16, 15). Todavía hay muchos hombres que están de pie junto a la ventana y sueñan, sin saberlo, con un mensaje como el suyo. Juan, acabamos de oírlo, dice que el soldado traspasó el costado de Cristo en la cruz "para que se cumpliese la Escritura que dice: «Mirarán al que traspasaron»" (Jn. 19, 37). En el Apocalipsis añade: "He aquí que viene entre las nubes, y todo ojo le verá, aún aquellos que le traspasaron; y por él todos los linajes de la tierra harán lamentación" (Ap 1,7).
Desde su lecho de muerte, Cristo confió a su Iglesia un mensaje: "Vayan por todo el mundo y prediquen el evangelio a toda criatura" (Mc 16, 15). Todavía hay muchos hombres que están de pie junto a la ventana y sueñan, sin saberlo, con un mensaje como el suyo. Juan, acabamos de oírlo, dice que el soldado traspasó el costado de Cristo en la cruz "para que se cumpliese la Escritura que dice: «Mirarán al que traspasaron»" (Jn. 19, 37). En el Apocalipsis añade: "He aquí que viene entre las nubes, y todo ojo le verá, aún aquellos que le traspasaron; y por él todos los linajes de la tierra harán lamentación" (Ap 1,7).
Esta profecía no
anuncia la venida final de Cristo, cuando ya no será el momento de la conversión,
sino del juicio. En su lugar describe la realidad de la evangelización de los
pueblos. En ella se verifica una misteriosa, pero real venida del Señor que les
trae la salvación. Lo suyo no será un grito de desesperación, sino de
arrepentimiento y de consuelo. Es este el significado de la escritura profética
que Juan ve realizada en el costado traspasado de Cristo, es decir de Zacarías
12, 10: "Y derramaré sobre la casa de David y sobre los moradores de
Jerusalén, un espíritu de gracia y de súplica; y mirarán hacia mí, al que ellos
traspasaron".
La evangelización
tiene un origen místico; es un don que viene de la cruz de Cristo, de aquel
costado abierto, de aquella sangre y de aquella agua. El amor de Cristo, como
aquel trinitario, del que es la manifestación histórica, es "diffusivum
sui", tiende a expandirse y alcanzar a todas las criaturas
"especialmente a las más necesitadas de su misericordia". La
evangelización cristiana no es conquista, no es propaganda; es el don de Dios
para el mundo en su Hijo Jesús. Es dar a la Cabeza la alegría de sentir fluir
la vida desde su corazón hacia su cuerpo, hasta vivificar sus miembros más
alejados.
Tenemos que hacer
todo lo posible para que la Iglesia no se convierta nunca en aquel castillo
complicado y atestado descrito por Kafka, y para que el mensaje pueda salir de
ella libre y feliz como cuando inició su recorrido. Sabemos cuáles son los
impedimentos que puedan retener al mensajero: los muros divisorios, empezando
por aquellos que separan a las varias iglesias cristianas entre ellas, el
exceso de burocracia, las partes de ceremoniales, leyes y controversias
pasadas, convertidas en escombros.
En el Apocalipsis,
Jesús dice que Él está a la puerta y llama (Ap 3,20). A veces, como señaló
nuestro Papa Francisco, no llama para entrar, sino que llama desde dentro para
salir. Salir hacia las "periferias existenciales del pecado, del
sufrimiento, de la injusticia, de la ignorancia y de la indiferencia religiosa,
y de cada forma de miseria".
Sucede como con
algunos edificios antiguos. A través de los siglos, y para adaptarse a las
exigencias del momento, se les ha llenado de tabiques, escalinatas, de cuartos
y cuartitos. Llega un momento en que nos damos cuenta de que todas estas
adaptaciones ya no responden a las exigencias actuales, es más, éstas son un
obstáculo, y entonces se hace necesario tener el valor de derribarlas y
reportar el edificio a la simplicidad y linealidad de sus orígenes. Esta fue la
misión que recibió un día un hombre que estaba orando ante el crucifijo de San
Damián: "Ve, Francisco, y repara mi Iglesia".
"¿Y quién es
capaz de cumplir semejante tarea?", se preguntaba aterrorizado el Apóstol
frente a la tarea sobrehumana de ser en el mundo "el perfume de
Cristo", y he aquí su respuesta que vale también hoy: "no porque
podamos atribuirnos algo que venga de nosotros mismos, ya que toda nuestra
capacidad viene de Dios. Él nos ha capacitado para que seamos los ministros de
una Nueva Alianza, que no reside en la letra, sino en el Espíritu; porque la letra
mata, pero el Espíritu da vida”. (2 Cor 2, 16; 3, 5-6).
Que el Espíritu Santo, en este momento en cual se abre para la Iglesia un tiempo nuevo, pleno de esperanza, despierte en los hombres que están en la ventana la espera del mensaje, y en los mensajeros, la voluntad de hacerlo llegar a ellos, también al precio de la vida.
Que el Espíritu Santo, en este momento en cual se abre para la Iglesia un tiempo nuevo, pleno de esperanza, despierte en los hombres que están en la ventana la espera del mensaje, y en los mensajeros, la voluntad de hacerlo llegar a ellos, también al precio de la vida.
P. Raniero Cantalamessa OFM Cap