Elige tu idioma

Bienvenido a Escuchar y a Dar

Este blog, no pretende ser un diario de sus autores. Deseamos que sea algo vivo y comunitario. Queremos mostrar cómo Dios alimenta y hace crecer su Reino en todo el mundo.

Aquí encontrarás textos de todo tipo de sensibilidades y movimientos de la Iglesia Católica. Tampoco estamos cerrados a compartir la creencia en el Dios único Creador de forma ecuménica. Más que debatir y polemizar queremos Escuchar la voluntad de Dios y Dar a los demás, sabiendo que todos formamos un sólo cuerpo.

La evangelización debe estar centrada en impulsar a las personas a tener una experiencia real del Amor de Dios. Por eso pedimos a cualquiera que visite esta página haga propuestas de textos, testimonios, actos, webs, blogs... Mientras todo esté hecho en el respeto del Amor del Evangelio y la comunión que siempre suscita el Espíritu Santo, todo será públicado. Podéís usar los comentarios pero para aparecer como texto central enviad vuestras propuestas al correo electrónico:

escucharlavoz@yahoo.es

Oremos todos para que la sabiduría de Jesús Resucitado presida estas páginas y nos bendiga abundamente.

Página web de Escuchar la Voz del Señor

Página web de Escuchar la Voz del Señor
Haz clic sobre la imagen para verla
Mostrando las entradas para la consulta Chiara Lubich ordenadas por relevancia. Ordenar por fecha Mostrar todas las entradas
Mostrando las entradas para la consulta Chiara Lubich ordenadas por relevancia. Ordenar por fecha Mostrar todas las entradas

lunes, 17 de marzo de 2008

Meditación sobre el Viernes Santo: la heroica lección de amor / Autora: Chiara lubich

Publicamos la meditación que escribió Chiara Lubich, fundadora del Movimiento de los Focolares, para los lectores de Zenit con motivo del Viernes Santo del año 2000, jubileo de la encarnación de Jesús.

* * *

Lo había dado todo: una vida al lado de María, en medio de las incomodidades y en la obediencia. Tres años de predicación revelando la Verdad, dando testimonio del Padre, prometiendo el Espíritu Santo y haciendo toda clase de milagros de amor.

Tres horas en la cruz, desde la cual perdona a los verdugos, abre el Paraíso al ladrón, nos da a su Madre y, finalmente, su Cuerpo y su Sangre después de habérnoslos dado místicamente, en la Eucaristía. Le quedaba la divinidad.

Su unión con el Padre, la dulcísima e inefable unión con Él, que lo había hecho tan potente en la tierra, como Hijo de Dios, y aún en la cruz mostraba su realeza, este sentimiento de la presencia de Dios, debía ir desapareciendo en el fondo de su alma, hasta no sentirlo más; separarlo de algún modo de Aquel del que dijo que era una sola cosa con Él: "El Padre y yo somos una sola cosa" (Jn 10, 30). En Él, el amor estaba anulado, la luz apagada; la sabiduría callaba.

Se hacía nada, entonces, para hacernos partícipes del Todo; gusano de la tierra (Salmo 22, 7), para hacernos hijos de Dios. Estábamos separados del Padre. Era necesario que el Hijo, en el que todos nos encontrábamos, probara la separación del Padre. Tenía que experimentar el abandono de Dios para que nosotros nunca más nos sintiéramos abandonados. Él había enseñado que nadie tiene mayor caridad de quien da la vida por los amigos. Él, la Vida, daba todo de sí. Era el punto culminante, la expresión más bella del amor.

Su rostro está detrás de todos los aspectos dolorosos de la vida; cada uno de ellos es Él.

Sí, porque Jesús que grita el abandono es la figura del mudo: ya no sabe hablar.

Es la figura del ciego: no ve; del sordo: no oye.

Es el cansado que se queja.

Roza la desesperación.

Es el hambriento de unión con Dios.

Es la figura del desilusionado, del traicionado, parece haber fracasado.

Es miedoso, tímido, desorientado.

Jesús abandonado es la tiniebla, la melancolía, el contraste, la figura de todo lo que es raro, indefinible, que parece monstruoso, porque es un Dios que pide ayuda. Es el solitario, el desamparado. Parece inútil, un descartado, trastornado. Lo podemos ver en cada hermano que sufre. Acercándonos a los que se parecen a Él, podemos hablarles de Jesús abandonado.

A los que se descubren semejantes a Él y aceptan compartir su suerte, Él se convierte, para el mudo, la palabra; para quien no sabe, la respuesta; para el ciego, la luz; para el sordo, la voz; para el cansado, el descanso; para el desesperado, la esperanza; para el separado, la unidad; para el inquieto, la paz. Con Él, las personas se transforman y lo absurdo del dolor adquiere sentido.

Él había gritado el por qué, al que nadie había dado respuesta, para que tuviéramos la respuesta a cada porqué.

El problema de la vida humana es el dolor. Cualquier tipo de dolor, por más terrible que sea, sabemos que Jesús lo ha hecho suyo y transforma, por una alquimia divina, el dolor en amor.

Por experiencia puedo decir que apenas nos alegramos de un dolor, para ser como Él y luego seguimos amando haciendo la voluntad de Dios, el dolor, si es espiritual desaparece, y si es físico se convierte en yugo suave.
Nuestro amor puro en contacto con el dolor, lo transforma en amor; en cierto modo lo diviniza, casi continuando en nosotros --si así podemos decir-- la divinización que Jesús hizo del dolor.

Y después de cada encuentro con Jesús abandonado, amado, encuentro a Dios de un modo nuevo, más cara a cara, más evidente, en una unidad más plena.

La luz y la alegría vuelven y, con la alegría, la paz que es fruto del Espíritu.

La luz, la alegría, la paz que nacen del dolor amado impactan y conquistan a las personas más difíciles. Clavados en la cruz se es madre y padre de almas. La máxima fecundidad es el efecto.

Como escribe Olivier Clément «el abismo, que por un instante abrió aquel grito, se ve colmado por el gran soplo de la resurrección».

Se anula cualquier tipo de desunión, la separación y las rupturas son sanadas, resplandece la fraternidad universal, da lugar a milagros de resurrección, nace una nueva primavera en la Iglesia y en la humanidad.

Para ver la meditación em video haz click sobre la imagen

miércoles, 16 de julio de 2008

Testimonio: “En el amor de esa nueva familia descubrí el verdadero rostro de Dios” / Autor: L. K. – (Grecia)

(Movimiento de los Focolares) En camino hacia la JMJ 2008, proponemos la historia de un joven de Grecia, que ha hecho la experiencia de la fuerza del Espíritu Santo y ha encontrado en el Evangelio el ideal de su vida.

Tenía 6 años cuando mi mamá se fue de la casa. Somos 4 hermanos y con mi padre la vida se hizo cada vez más difícil: todos los días regresaba a la casa borracho y a menudo nos pegaba, sin motivo. Era una vida insoportable. Un día mi hermano más grande decidió ir a la policía para denunciarlo. Papá fue a la cárcel y a nosotros nos dejaron en un orfanato.

En ese ambiente no encontraba paz: dificultades por doquier. Una noche nos escapamos a escondidas y por algún tiempo encontramos refugio con algunos parientes. Hasta que el asistente social me confío a una nueva familia, junto con otros dos de mis hermanos, una vez más estaba asustado… En cambio en el amor de esta nueva familia, descubrí el verdadero rostro de Dios: Dios Amor. No lo había experimentado nunca.

Ahora me doy cuenta de que estos nuevos padres nos han amado “dando la vida” por nosotros, desde el primer día y siempre. Junto a ellos descubrí que el amor sanaba poco a poco todas las heridas de mi pasado. Pero ¿hacia dónde dirigir mis pasos? ¿Qué significaba para mí amar? Un día recibí una invitación y participé en un gran encuentro en Roma. Una experiencia extraordinaria, intuí que mi sed de un gran ideal, de un ideal auténtico por el cual vivir, encontraba una respuesta.

Después de algún tiempo me esperaba el servicio militar, que en Grecia es obligatorio. Estaba preocupado, nuevamente me encontraría en un ambiente pobre de esos valores que estaba descubriendo. Preparando la maleta, tomé conmigo un libro de Chiara Lubich que alguien me había dado y, en las largas noches de guardia, cuando era posible, lo sacaba del bolsillo y lo leía. La luz del Evangelio que Chiara me explicaba era tan fuerte que me sostuvo también en esos meses. También yo quiero amar de este modo, sin límites, quiero aprender mejor el arte de amar y después llevarlo a mi país, a Grecia. Realmente puedo decir que “todo lo vence el amor”.

miércoles, 5 de diciembre de 2007

María «Un celestial plano inclinado» / Una meditación de Chiara Lubich

María no es fácilmente comprendida por los hombres, aunque es muy amada. En un corazón alejado de Dios es más fácil encontrar la devoción a ella que la devoción a Jesús.

Es amada universalmente. Y el motivo es éste: que María es Madre. En general, a las madres no se las «comprende» —especialmente los hijos pequeños—, sino que se las ama. Y no es raro, sino más bien muy frecuente, que incluso un hombre de ochenta años muera pronunciando en último lugar la palabra «madre».

La madre es más objeto de intuición del corazón que de especulación del entendimiento; es más poesía que filosofía, porque es demasiado real y profunda, y cercana al corazón humano.

Lo mismo sucede con María, la Madre de las madres, a la que la suma de todos los afectos, las bondades y las misericordias de las madres del mundo no son capaces de igualar.

Jesús, en cierto sentido, está frente a nosotros. Sus divinas y espléndidas palabras son demasiado distintas de las nuestras como para confundirse con ellas.

María es pacífica como la naturaleza, pura, serena, tersa, templada, bella; esa naturaleza alejada del trajín del mundo, como en la montaña, en el campo, en el mar, en el cielo azul o estrellado. Y es fuerte, vigorosa, ordenada, continua, inflexible, rica de esperanza, porque en la naturaleza está la vida que aflora perennemente beneficiosa, engalanada con la etérea belleza de las flores, caritativa en la rica abundancia de los frutos. María es demasiado sencilla y está demasiado cerca de nosotros como para ser «contemplada».

Ella es «ensalzada» por corazones puros y enamorados que expresan así lo mejor que hay en ellos. Trae lo divino a la tierra, suavemente, como un celestial plano inclinado que desciende desde la inmensa altura de los Cielos a la infinita pequeñez de las criaturas. Es la Madre de todos y de cada uno, la única que sabe balbucear y sonreír a su niño de tal manera que cualquiera, por pequeño que sea, puede gozar de esas caricias y responder con su amor a ese amor.

No se comprende a María porque está demasiado cerca de nosotros. Destinada por el Padre Eterno a traer a los hombres las gracias, divinas joyas del Hijo, está junto a nosotros y espera, siempre paciente, que advirtamos su mirada y aceptemos su don. Y si alguien, para su dicha, la comprende, ella lo transporta a su Reino de paz, donde Jesús es rey y el Espíritu Santo es el aliento de ese Cielo.

Desde allí, purificados de nuestras escorias e iluminados en nuestra oscuridad, la contemplaremos y gozaremos de ella, como un paraíso añadido, como un paraíso aparte.

Merezcamos desde aquí que nos llame por «su camino», no para continuar siendo pequeños en el espíritu, con un amor que es sólo súplica, imploración, petición e interés, sino para que, conociéndola un poco, podamos glorificarla.

-------------------------------------------------------------------
(María, transparencia de Dios, Ciudad Nueva, Madrid 2003)

miércoles, 27 de junio de 2007

Testimonio de María Cecilia, una madre que amó hasta el extremo / Autor: Manuel Álvarez Arriola

Reproducimos el testimonío sencillo de alguien que supo ser fiel al Amor de Dios. En ella se cumple lo que San Pablo dice a los Corintios: "El Amor nunca pasará". Lo explica, en el siguiente articulo, Manuel Álvarez Arriola:

«Muchas veces escuché decir que el dolor, transformado en amor se convierte en camino hacia Dios, pero nunca imaginé que yo lo viviría». Con estas palabras resumía su vida una joven madre de 28 años a las puertas de la muerte condenada por el cáncer.

Su nombre es María Cecilia Perrín de Buide y nació en Argentina, el 22 de febrero de 1957. Era la tercera de cinco hermanos y formaba parte del movimiento Focolar fundado por Chiara Lubich.

Quienes la conocieron nos dicen que físicamente era muy bonita, de rasgos delicados, contextura y boca pequeña, delgada, muy dinámica, observadora, coqueta y divertida. Una persona de gran sensibilidad, dulzura y capacidad de dar cobijo a los demás. Le gustaba mucho bailar y cantar; era muy divertida.

Brilló la estrella de su vida (que se llama Luis) y se enamoró locamente. Este amor fue tan grande que superaba todos los interrogantes que se hacen siempre las parejas ante el desafío de matrimonio. Se casaron después de dos años de noviazgo y vivieron muy felices.

A los seis meses de casada quedó embarazada. Y cuando llevaba solo cuatro meses de gestación le detectaron un tumor maligno.

A los médicos les exigió que le dijeran la verdad sobre su estado, ya que no quería perjudicar al bebé que estaba creciendo en su seno con tratamientos violentos. Los médicos hablaron del aborto de moda, el “terapéutico”: hombre es por tu bien, ya tendrás más hijos, primero hay que curarte a ti. Pero tuvieron que desechar esta idea ante la postura tan firme del joven matrimonio.

Los esposos confirmaron nuevamente su fe. Dice Cecilia: «Creemos en el amor de Dios y en que lo que Él decida será amor para todos: para Luis, para el bebé y para mí». Palabras heroicas de una madre con cáncer.

Pocos días después de recibir la noticia de su enfermedad escribió: «Hoy le pude decir a Jesús que sí, que creo en su amor más allá de todo y que todo es Amor de Él, que me entrego a Él».

El 17 de julio nació su hija Agustina a la que amó con todo el amor que sólo una madre es capaz de dar, hasta su muerte acaecida el 1 de marzo de 1985.

Su fama de santidad, su heroicidad en la entrega y su ejemplo de vida cristiana han hecho que, Agustina de 22 años, cuente hoy con una mamá que va camino a los altares. La causa de beatificación de la Sierva de Dios ya está abierta.

Gracias, María Cecilia, por mostrarnos hasta dónde es capaz de llegar el amor de una madre.

jueves, 1 de noviembre de 2007

“¿Y qué gran nación tiene preceptos y costumbres tan justos como esta ley…?” (Deum 4, 8) / Autora: Chiara Lubich

Un aporte a la humanidad

Los cuarenta años de camino por el desierto fueron, para el pueblo de Israel, un tiempo de prueba y de gracia. Dios purificó su corazón y les mostró su amor inmenso.
Ahora que está por entrar en la Tierra Prometida, Moisés evoca la experiencia vivida. En particular recuerda el gran don que recibieron juntos, la ley de Dios, sintetizada en los Diez Mandamientos, e invita a todos a ponerla en práctica.
Mientras expone esas enseñanzas, Moisés se maravilla por la forma en que Dios se hizo cercano a su pueblo, se ocupó de él, le dio normas de vida tan sabias, y exclama:

“¿Y qué gran nación tiene preceptos y costumbres tan justos como esta ley…?”

De diversas maneras y en distintos tiempos, Dios ha inscripto su ley en el corazón de cada persona y ha hablado a todos los pueblos. Todos los hombres pueden alegrarse por el amor que Dios ha mostrado hacia cada uno de ellos. Pero no siempre es fácil comprender su designio sobre la humanidad. Por eso Dios eligió a un pueblo pequeño, el de Israel, para hacer conocer más claramente su plan. Finalmente envió a su Hijo, Jesús, quien reveló plenamente el rostro de Dios manifestándolo como Amor y condensando su ley en el único mandamiento del amor a Dios y al prójimo.

La grandeza de un pueblo y de cada hombre se expresa en la adhesión a la ley de Dios con el “sí” personal. Adhesión que no es una superestructura artificial, ni mucho menos una alienación; no es tampoco resignarse a una mejor o peor suerte, ni se trata de soportar una fatalidad, casi como quien dice: así está establecido, así tiene que ser, es inevitable.

No: la adhesión a la ley de Dios es lo mejor que puede pensarse para el hombre. Implica colaborar para que emerja el gran plan que Dios tiene sobre él y sobre la humanidad entera: hacer de ella una sola familia, unida por el amor, y llevarla a vivir su misma vida divina. Por eso, nosotros también podemos exclamar, como Moisés:

“¿Y qué gran nación tiene preceptos y costumbres tan justos como esta ley…?”.

¿Cómo vivir, durante el mes esta Palabra de Vida? Yendo al corazón de la ley divina que Jesús ha sintetizado en el único precepto del amor. Por otra parte, si pasamos revista a los Diez Mandamientos dados por Dios en el Antiguo Testamento, comprobamos que, al amar de verdad a Dios y al prójimo, los observamos todos y a la perfección.
¿Acaso no es verdad que quien ama a Dios no puede admitir otros dioses en su corazón? ¿Qué quien ama a Dios pronuncia su nombre con respeto sagrado y no lo usa en vano? ¿Qué quien ama es feliz de poder dedicar por lo menos un día de la semana a Aquél que más ama? ¿Acaso no es cierto que quien ama a cada prójimo no puede no amar a los propios padres? ¿No es evidente que quien ama a los demás no se pone en situación de robarles, ni de matarlos, ni de aprovecharse de ellos para sus placeres egoístas, ni testimonia en falso contra ellos?

¿Acaso no es también cierto que su corazón, ya pleno y satisfecho, no siente el deseo de los bienes y de las criaturas de los otros? Efectivamente, quien ama no comete pecado, observa toda la ley de Dios.

Lo he comprobado más de una vez, durante mis viajes, en contacto con pueblos y etnias distintas. Recuerdo sobre todo la fuerte impresión que me dejó el pueblo Bangwa en Fontem, Camerún, cuando en el 2000 adhirió de una manera nueva a la invitación a amar.

Preguntémonos cada tanto, durante el día, si nuestras acciones están compenetradas en el amor. Si es así, nuestra vida no será vana, sino un aporte a la realización del plan de Dios sobre la humanidad.

jueves, 11 de octubre de 2007

Hablar, aun sin palabras /Autora: Chiara Lubich


"Proclama la Palabra, insiste a tiempo y a destiempo, reprende, amenaza, exhorta con toda paciencia y doctrina" (2 Tm 4,2).

¡Sí, hay que hablar, siempre y a todo el mundo!

Muchas veces la Palabra de Vida nos invita a vivir, a ser el amor. Pero también es necesario transmitir la Palabra a los demás; anunciarla y comunicarla hasta lograr que se impliquen en una vida de donación y de fraternidad.

Fueron las últimas palabras de Jesús: "¡Id por todo el mundo, anunciad el Evangelio…!"1. Fue ésta la pasión que empujaba a san Pablo a viajar por todo el mundo entonces conocido y dirigirse a personas de diferentes credos y culturas: "Para mí no es vanagloria predicar el Evangelio, es un deber: ¡Ay de mí si no predicase el Evangelio!"2.


Pablo se hace eco de las palabras de Jesús y, apoyándose en su propia experiencia, le encomienda a su fiel discípulo Timoteo y a cada uno de nosotros:

"Proclama la Palabra, insiste a tiempo y a destiempo, reprende, amenaza, exhorta con toda paciencia y doctrina".

Para que el hablar tenga eficacia, antes que nada y si es posible, hay que construir una relación con las personas a quienes nos dirijamos.

Y aunque uno no pueda mover los labios para hablar, puede hablar con el corazón. A veces las palabras sólo se pueden expresar con un silencio respetuoso, con una sonrisa, o quizás interesándose por las cosas del otro, por lo que le importa, por sus problemas, o llamándolo por su nombre, de forma que note que él o ella es importante para nosotros. Y de verdad que lo es: el otro nunca nos es indiferente.


Estas palabras sin ruido, si son acertadas, no pueden dejar de abrirse paso en los corazones, y la mayoría de las veces el otro se interesa por mí y me pregunta. Entonces ha llegado el momento del anuncio. No hay que esperar, hay que hablar claramente, decir aunque sea pocas palabras, pero hablar y comunicar el porqué de nuestra vida cristiana.

"Proclama la Palabra, insiste a tiempo y a destiempo, reprende, amenaza, exhorta con toda paciencia y doctrina".

¿Cómo vivir esta Palabra de Vida y anunciar el Evangelio aunque sólo sea con nuestra presencia? ¿Cómo dárselo a todo el mundo?

Amando a todos y cada uno sin hacer distinciones.

Si somos cristianos auténticos y vivimos todo lo que enseña el Evangelio, nuestras palabras no serán vacías.

Y el anuncio será todavía más luminoso si sabemos dar testimonio del meollo del Evangelio: la unidad entre nosotros, conscientes de que "en esto conocerán que sois mis discípulos, si os amáis unos a otros"3.

Éste es el vestido que pueden ponerse los cristianos de a pie, hombres o mujeres, casados o no, adultos o niños, enfermos o sanos, para dar testimonio con su vida, siempre y en todas partes, de Aquel en quien creen, de Aquel a quien quieren amar.

1) Cf Mt 16,15; Mt 28,19-20.
2) 1 Cor 9,16.
3) Jn 13,33.

domingo, 2 de septiembre de 2007

Evangelio en las playas / Autor: Carlos Padilla, L.C.



Noche, arena y mar no son sinónimos de pecado; un grupo de jóvenes en traje de baño no son para nada una banda de irreverentes. Es más, ¡son sitios y auditorios excelentes para predicar a Cristo!

De ello están persuadidos algunos de los grupos misioneros que salieron este verano a predicar un evangelio sin fronteras. No importaba el lugar, la fama o la aparente hostilidad de predicar en una playa, fuera de una discoteca o en medio de piazza Navona. "Vosotros jóvenes, conocéis los ideales, el lenguaje, y también las heridas, las esperanzas y el deseo de bien que hay en vuestros coetáneos. No tengáis miedo de convertiros en santos misioneros." Así les espoleaba Benedicto XVI, y así respondían ellos con valentía.

Entre los intrépidos y originales grupos eclesiales, parroquiales y misioneros aparecen los Papa Boys. Como primer campo de misión, estos chicos eligieron el “Alto Adriático” de Italia (la parte norte de la costa oriental de la península). Ciento cincuenta jóvenes están involucrados en el proyecto, decenas de ellos se dan cita en la playa de Ricione para cantar, bailar e involucrar a los turistas en juegos de diverso tipo. Son animadores llenos de alegría, ¡de una alegría cristiana! Entre tanto, en un lugar cercano a la playa, algunos sacerdotes se sientan en sus confesionarios, y con la estola sobre los hombros confiesan a los bañistas sedientos del perdón.

“Es necesario ir más allá de la parroquia, y andar a esas tierras (o arenas) donde nadie había hablado de Cristo” afirma Don Benzi, pionero de esta inédita misión. “Yo conozco mis ovejas y ellas me conocen a mí; si ellas no vienen a mí, soy yo quien tengo que ir a buscarlas. Dios así me lo ha confiado, y siento una gran responsabilidad con todos los que quieren ser encontrados” concluye.

En Padova, Verona y Vicenza los Papa Boys han hecho un pacto con la comunidad Exodus, dirigida por el sacerdote católico Antonio Mazzi. Este trato consiste en calendarizar los días de animación en la playa, las tardes de dance cristiana y las exhibiciones de música Gospel. Eso sí, han cuidado con esmero que las y los animadores vayan vestidos sobriamente, que la formación de los misioneros (en Borgo San Lorenzo, Florencia) no sea superficial y que todo sirva al fin propuesto: acercar a esas almas que han perdido toda relación con la Iglesia.

A un lado de la pista, los jóvenes encuentran “la sala de la escucha” donde hay personas disponibles para entablar un diálogo espiritual y poner en los corazones jóvenes las preguntas de fondo sobre el sentido de la vida y la existencia de Dios. “Si queremos llevarles el evangelio, pues hay que ir a donde se divierten ¿no?” Afirma Caterina Coltorti una Papa girl de veinte años. “Ayer, en una discoteca de Rimini, una chica me dijo que creía en Dios, pero que a los curas no los podía ni ver. Después de una hora, nos quedamos hablando con ella y sus amigos, sobre Cristo y la verdadera fe”. En fin, si amas a la Iglesia te convences de esa penetrante invitación misionera: ¡Que nada os detenga!

Ésta no es una llamarada en solitario. El fuego también se extiende a la asociación de laicos Juan XXIII, con la “disco - misión”; a la comunidad de Sant`Egidio y sus proyectos de caridad cristiana; a los Focolares “sub - 25”, a quienes Chiara Lubich encargó el hacer resonar la palabra del Maestro en los pubs, en las plazas y en los sitios de descanso. En Roma, por ejemplo, los promotores de la jornada mundial de la juventud organizan momentos de oración entre los turistas de Piazza Navona y mantienen abiertas las iglesias hasta el amanecer, a fin de interceptar al “pueblo de la noche”.

La fe no es para vivirse en las sacristías, quien así lo crea ¡que mire a esta Iglesia joven, de altavoz e ingenio! “Solo el amor crea” decía Maximiliano Kolbe. Sólo el amor revoluciona el corazón venciendo los tópicos de siempre: “No se puede”, “son otros tiempos”, “la juventud está perdida” y un largo etcétera de vanos conformismos que anestesian.

Este verano no solo brilló el sol. Junto a él, brillaron estos valientes apóstoles, convertidos en la antorcha de Dios, en la luz de una Iglesia que conoce sus tiempos y sus hombres; una Iglesia dispuesta a salir al paso con arrojo y vibrar con las palabras de su Pastor: “No tengáis miedo de convertiros en santos misioneros”.

domingo, 3 de febrero de 2008

“El que cumpla y enseñe (estos mandamientos), será considerado grande en el Reino de los Cielos” (Mt. 5,19) / Autora: Chiara Lubich

Jesús, rodeado por la multitud, sube a la montaña y proclama su célebre discurso. Sus primeras palabras, “Felices los que tienen alma de pobres, los pacientes…”, muestran enseguida la novedad del mensaje que ha venido a traer.

Son palabras de luz, de esperanza que Jesús trasmite a sus discípulos para que sean iluminados y su vida adquiera sabor y significado. Transformados por este gran mensaje, son invitados a trasmitir a su vez a otros las enseñanzas recibidas y convertidas en vida.


“El que cumpla y enseñe (estos mandamientos), será considerado grande en el Reino de los Cielos”

Nuestra sociedad necesita, hoy más que nunca, conocer las palabras del Evangelio y dejarse transformar por ellas. Jesús tiene que poder repetir nuevamente: nos se irriten con sus hermanos; perdonen y se les perdonará; digan la verdad a tal punto que no tengan necesidad de hacer juramentos; amen a sus enemigos; reconozcan que tienen un solo Padre y que son todos hermanos y hermanas; todo lo que quieran que los demás hagan por ustedes, háganlo ustedes por ellos. Éste es el sentido de algunas de las muchas palabras del “Sermón de la Montaña” que, si se las viviese, bastarían para cambiar el mundo.

Jesús nos invita a anunciar su Evangelio. Sin embargo, antes de “enseñar” sus palabras, nos pide “observarlas”. Para ser creíbles debemos convertirnos en “expertos” del Evangelio, un “Evangelio vivo”. Sólo entonces podremos ser testimonios con la vida y enseñarlo con la palabra.


“El que cumpla y enseñe (estos mandamientos), será considerado grande en el Reino de los Cielos”

¿Cuál es la mejor manera de vivir esta Palabra? Hacer que Jesús mismo sea quien nos enseñe, atrayéndolo a nosotros y entre nosotros con nuestro amor recíproco. Él será quien nos sugiera las palabras para acercarnos a los demás, quien nos indique el camino, quien nos abra resquicios para entrar en el corazón de los hermanos, para dar testimonio de él en cualquier lugar que estemos, aún en los ambientes más difíciles y en las situaciones más intrincadas. Veremos que el mundo, esa pequeña parte de mundo donde vivimos, se transforma, se convierte a la concordia, a la comprensión, a la paz.

Lo importante es tener viva su presencia entre nosotros con nuestro amor recíproco, ser dóciles para escuchar de su voz, la voz de la conciencia, que, si sabemos hacer callar a las demás, siempre nos habla.

Él nos enseñará cómo observar con alegría y creatividad incluso los preceptos “mínimos”, para cincelar así con perfección nuestra vida de unidad. Que se pueda repetir de nosotros, como un día se decía de los primeros cristianos: “Mira cómo se aman, y están dispuestos a morir el uno por el otro” (1). De cómo nuestras relaciones son renovadas por el amor se podrá ver que el Evangelio es capaz de generar una sociedad nueva.

No podemos guardar sólo para nosotros el don recibido. “¡Ay de mí, si no predicara el Evangelio!”, estamos llamados a repetir con San Pablo (2). Si nos dejamos guiar por la voz interior, descubriremos nuevas posibilidades de comunicar, hablando, escribiendo, dialogando. Que el Evangelio vuelva a brillar a través de nuestras personas, en nuestras casas, en nuestras ciudades, en nuestros países. Florecerá también en nosotros una nueva vida; en nuestros corazones crecerá la alegría; resplandecerá mejor el Resucitado… y él nos considerará “grandes en su Reino”.

La vida de Ginetta Calliari es una muestra excelente de esto. Habiendo llegado a Brasil en 1959, con el primer grupo de los Focolares, quedó impactada al encontrarse bruscamente con las graves desigualdades de ese país. Entonces puso todo su empeño en el amor recíproco, viviendo las palabras de Jesús: “Él nos abrirá el camino”, decía. Con el paso del tiempo, junto a ella se desarrolló y consolidó una comunidad que hoy alcanza a centenares de miles de personas de toda condición y edad, entre habitantes de las favelas y miembros de clases acomodadas, que se ponen al servicio de los más pobres. Es así como se han podido concretar obras sociales que le han cambiado la cara a favelas en distintas ciudades. Un pequeño “pueblo” unido que sigue mostrando que el Evangelio es verdadero. Esa es la dote que Ginetta se llevó consigo cuando partió para el Cielo.

------------------------------------------
1) Tertuliano, Apologeticum, 39, 7; 2) Cf. 1 Cor. 9, 16.
Fuente: Movimiento de los Focolares

martes, 4 de diciembre de 2007

“El amor es la plenitud de la ley” (Rom 13, 10) / Autora: Chiara Lubich


Con estas palabras concluye una amplia sección de la Carta a los Romanos, en la cual San Pablo nos presenta la vida cristiana como una vida de amor a nuestros hermanos y hermanas. Éste es, en efecto, el nuevo culto espiritual que el cristiano está llamado a ofrecer a Dios bajo la guía del Espíritu Santo1, el cual se anticipa a suscitarlo en nuestros corazones.

Resumiendo el contenido de esta sección, el apóstol afirma que el amor al prójimo nos hace realizar plena y perfectamente la voluntad de Dios contenida en la Ley (es decir, en los Mandamientos). El amor a nuestros hermanos y hermanas es el modo más hermoso, más auténtico, de demostrar nuestro amor a Dios.

“El amor es la plenitud de la ley”

Pero ¿en qué consiste concretamente esa plenitud y perfección? Se lo comprende al leer los versículos precedentes, en los cuales el apóstol nos describe las distintas expresiones y los efectos de este amor.

Por lo pronto, el verdadero amor al prójimo no hace ningún mal. Además, nos hace vivir todos los Mandamientos de Dios, sin excluir ninguno, dado que su primer objetivo es el de hacernos evitar todas las formas de mal, hacia nosotros mismos y hacia nuestros hermanos y hermanas, en las que podríamos caer.

Además de no hacer mal a nadie, este amor nos impulsa también a realizar todo el bien que nuestro prójimo necesita.

Esta Palabra nos impulsa a un amor solidario y sensible a las necesidades, expectativas, derechos legítimos de nuestros hermanos y hermanas; a un amor respetuoso de la dignidad humana y cristiana; a un amor puro, comprensivo, capaz de compartir, abierto a todos, como nos ha enseñado Jesús.

Este amor no es posible si no se está dispuesto a salir del individualismo y de nuestra autosuficiencia. Por eso es un amor que nos ayuda a superar todas esas tendencias egoístas (soberbia, avaricia, lujuria, ambición, vanidad, etc.), que llevamos dentro de nosotros y que constituyen nuestro principal obstáculo.

“El amor es la plenitud de la ley”

¿Cómo vivir, entonces, la Palabra de Vida en este mes de Navidad? Teniendo presentes las distintas exigencias del amor al prójimo que ella menciona: en primer lugar, evitaremos así hacer el mal al prójimo en todas sus formas. Prestaremos atención constante a los mandamientos de Dios referidos a nuestra vocación, a nuestra actividad profesional, al ambiente en el cual vivimos. La primera condición para actuar el amor cristiano es la de no ir nunca contra los Mandamientos de Dios.

Por otra parte, prestaremos atención a lo que constituye el alma, el motivo, el objetivo de todos los Mandamientos. Cada uno de ellos nos quiere llevar, como hemos visto, a un amor cada vez más atento, cada vez más delicado y respetuoso, cada vez más concreto.

Al mismo tiempo, desarrollaremos en nosotros el espíritu de desapego de nosotros mismos, de superación de nuestros egoísmos, consecuentes con la práctica del amor cristiano. Así realizaremos “plenamente” la voluntad de Dios; le demostraremos nuestro amor del modo que a El más le agrada.

“El amor es la plenitud de la ley”

Ésta fue la experiencia de un abogado que se desempeña en el Ministerio de Trabajo. “Un día –cuenta– le presento al propietario de una empresa la denuncia de que los obreros no habían cobrado de acuerdo a las normas vigentes. Después de catorce días de búsqueda incesante, encuentro los documentos que atestiguan la irregularidad. Le pido a Jesús la fuerza para ser fiel a sus palabras –que exigen atenerme a la verdad– y ser, al mismo tiempo, instrumento de su amor. Ante las pruebas, el empresario se defiende diciendo que ciertas leyes le parecen injustas. Le hago notar que nuestros errores no pueden ser justificados por la incoherencia de los demás. Durante la conversación que entablamos me doy cuenta de que tiene las mismas exigencias de justicia e igualdad que yo, pero que se ha dejado llevar por su entorno. Al fin me dice: ‘Usted habría podido humillarme y maltratarme, pero no lo hizo. Por eso me siento en el deber moral de comenzar de nuevo’. Como tiene un compromiso que atender de inmediato, no le queda tiempo para la redacción del acta de infracción. Entonces toma una hoja, la firma en blanco y me la entrega, como prueba de que está dispuesto a cambiar ya mismo”.

----------------------------------
Fuente Movimiento de los Focolares

martes, 1 de enero de 2008

“Oren sin cesar” (1Tes. 5, 17) / Autora: Chiara Lubich

Feliz Navidad y Año Nuevo 2008

Cuando un emigrante se traslada a un país lejano,
ciertamente se adapta al ambiente,
pero, a menudo, lleva consigo sus propias usanzas y costumbres.

Así, cuando el Verbo de Dios se hizo hombre,
se adaptó al modo de vivir del mundo,
y fue niño, hijo ejemplar y hombre trabajador,
pero trajo consigo el modo de vivir de su patria celestial;
y quiso que los hombres y las cosas
se recompusieran según la ley del cielo:
el Amor.

-------------------------------------------------------

“Oren sin cesar” (1Tes. 5, 17)

La “Semana de oración por la unidad de los cristianos” celebra este año su centenario. “El Octavario de oración por la unidad de los cristianos” tuvo lugar por primera vez en 1908. Sesenta años más tarde, en 1968, la Semana de oración por la unidad de los cristianos fue preparada conjuntamente por la Comisión Fe y Constitución (Consejo Ecuménico de Iglesias) y el Secretariado para la promoción de la unidad de los cristianos (Iglesia católica). Es así como cada año es de práctica común encontrarse juntos, cristianos católicos y de distintas Iglesias, para preparar un libreto con las sugerencias para la celebración de la Semana de oración.

La Palabra elegida este año por un amplio grupo ecuménico de Estados Unidos, ha sido tomada de la primera carta de san Pablo a los cristianos de Tesalónica, en Grecia. Se trataba de una comunidad pequeña, joven, y Pablo sentía la necesidad de que la unidad entre sus miembros fuera cada vez más sólida. Por eso los invitaba a “vivir en paz unos con otros” y a ser pacientes con todos, a no devolver mal por mal, sino a hacer el bien unos a otros y a todos, y también a “orar sin cesar”, como subrayando que la vida de unidad en la comunidad cristiana es posible únicamente a través de una vida de oración. Jesús mismo oró al Padre por la unidad de los suyos: “que todos sean una sola cosa”1.

“Oren sin cesar”

¿Por qué “orar sin cesar”? Porque la oración hace a la esencia de la persona en cuanto ser humano. Hemos sido creados a imagen de Dios, como un “tú” de Dios, en condiciones de estar en relación de comunión con él. La relación de amistad, el coloquio espontáneo, simple y verdadero con él –que es la oración– es por eso constitutivo de nuestro ser, hace posible que lleguemos a ser personas auténticas, en la plena dignidad de hijos e hijas de Dios.

Creados como un “tú” de Dios, podemos vivir en constante relación con él, con el corazón colmado de amor por el Espíritu Santo y la confianza que se le tiene al propio Padre: esa confianza que lleva a hablarle a menudo, a tenerlo al tanto de todas nuestras cosas, nuestras preocupaciones, nuestros proyectos; esa relación confidencial que hace que uno espere con impaciencia el momento dedicado a la oración – reservado en la jornada de otros compromisos de trabajo, de familia–, para ponernos en contacto profundo con Aquel por el que sabemos que somos amados.

Es necesario “orar sin cesar” no sólo por nuestras necesidades, sino también para contribuir a la edificación del Cuerpo de Cristo y a la plena y visible comunión en la Iglesia de Cristo. Este es un misterio que de alguna manera podemos intuir pensando en los vasos comunicantes: cuando se introduce agua nueva en uno de ellos, el nivel del líquido se eleva en todos. Lo mismo sucede cuando uno ora. La oración es una elevación del alma a Dios para adorarlo y agradecerle. De la misma manera, cuando uno se eleva, se elevan también los demás.

“Oren sin cesar”

¿Cómo hacer para “orar sin cesar”, especialmente cuando nos encontramos en la vorágine de la vida cotidiana? “Orar sin cesar” no significa multiplicar los actos de oración, sino orientar el alma y la vida a Dios, vivir cumpliendo su voluntad: estudiar, trabajar, sufrir, descansar y, también, morir por él. Hasta el punto de no poder vivir cada día sin estar en sintonía con él. Nuestra actividad se transforma entonces en acción sagrada y toda la jornada se convierte en oración.

Algo que nos puede ayudar es ofrecer a Dios cada acción acompañándola con un: “Por ti, Jesús”; o bien, en las dificultades: “¿Qué es lo que importa? Amarte importa”. Así lo transformaremos todo en un acto de amor. Y entonces la oración será continua, porque será continuo el amor.

-----------------------------------------
1) Evangelio según San Juan 17,21

Fuente: Movimiento de los Focolares

miércoles, 19 de marzo de 2008

«LA TÚNICA ERA SIN COSTURAS» / Autor: P. Raniero Cantalamessa O.F.M. Cap.


Predicación del Viernes Santo en la Basílica de San Pedro

En la tarde de este Viernes Santo, Benedicto XVI ha presidido, en la Basílica vaticana, la celebración de la Pasión del Señor. Durante la Liturgia de la Palabra se ha dado lectura al relato de la Pasión según san Juan.

A continuación el predicador de la Casa Pontificia, el padre Raniero Cantalamessa, O.F.M. Cap., ha pronunciado la homilía, cuyo texto ofrecemos íntegramente.

La Liturgia de la Pasión ha proseguido con la Oración universal y la adoración de la Santa Cruz; ha concluido con la Santa Comunión.


* * *


«Los soldados, después que crucificaron a Jesús, tomaron sus vestidos, con los que hicieron cuatro lotes, un lote para cada soldado, y la túnica. La túnica era sin costura, tejida de una pieza de arriba abajo. Por eso se dijeron: "No la rompamos; sino echemos a suertes a ver a quién le toca". Para que se cumpliera la Escritura: "Se han repartido mis vestidos, han echado a suertes mi túnica"» (Jn 19,23-24).

Siempre ha surgido la cuestión de qué quiso decir el evangelista Juan con la importancia que da a este particular de la Pasión. Una explicación reciente es que la túnica recuerda al paramento del sumo sacerdote y que Juan, por ello, deseó afirmar que Jesús murió no sólo como rey, sino también como sacerdote.

De la túnica del sumo sacerdote no se dice, sin embargo, en la Biblia, que tuviera que ser sin costuras (Cf. Ex 28,4; Lev 16,4). Por eso los exégetas más autorizados prefieren atenerse a la explicación tradicional según la cual la túnica inconsútil simboliza la unidad de la Iglesia [1].

Cualquiera que sea la explicación que se da del texto, una cosa es cierta: la unidad de los discípulos es, para Juan, la razón por la que Cristo muere: «Jesús iba a morir por la nación, y no sólo por la nación, sino también para reunir en uno a los hijos de Dios que estaban dispersos» (Jn 11,51-52). En la última cena Él mismo había dicho: «No ruego sólo por estos, sino también por aquellos que, por medio de su palabra, creerán en mí, para que todos sean uno. Como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado» (Jn 17,20-21).

La alegre noticia que hay que proclamar el Viernes Santo es que la unidad, antes que una meta a alcanzar, es un don que hay que acoger. Que la túnica estuviera tejida «de arriba abajo», escribe san Cipriano, significa que «la unidad que trae Cristo procede de lo Alto, del Padre celestial, y por ello no puede ser escindida por quien la recibe, sino que debe ser integralmente acogida» [2].

Los soldados dividieron en cuatro partes «los vestidos», o «el manto» (ta imatia), esto es, el indumento exterior de Jesús, no la túnica, el chiton, que era el indumento interno, que se lleva en contacto directo con el cuerpo. Un símbolo éste también. Los hombres podemos dividir a la Iglesia en su elemento humano y visible, pero no su unidad profunda que se identifica con el Espíritu Santo. La túnica de Cristo no fue ni jamás podrá ser dividida. Es también inconsútil. Es la fe que profesamos en el Credo: «Creo en la Iglesia, una, santa, católica y apostólica».

* * *
Pero si la unidad debe servir como signo «para que el mundo crea», debe ser una unidad también visible, comunitaria. Es ésta unidad la que se ha perdido y debemos reencontrar. Se trata de mucho más que de relaciones de buena vecindad; es la propia unidad mística interior --«un solo Cuerpo y un solo Espíritu, una sola esperanza, un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo, un solo Dios y Padre de todos» (Ef 4,4-6)--, en cuanto que esta unidad objetiva es acogida, vivida y manifestada, de hecho, por los creyentes.

Después de la Pascua, los apóstoles preguntaron a Jesús: «Señor, ¿es en este momento cuando vas a restablecer el Reino de Israel?». Hoy dirigimos frecuentemente a Dios el mismo interrogante: ¿Es éste el tiempo en que vas a restablecer la unidad visible de tu Iglesia? También la respuesta es la misma de entonces: «A vosotros no os toca conocer el tiempo y el momento que ha fijado el Padre con su autoridad, sino que recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos» (Hch 1,6-8).

Lo recordaba el Santo Padre en la homilía pronunciada el pasado 25 de enero, en la Basílica de San Pablo Extramuros, en conclusión de la Semana [de oración] por la unidad de los cristianos: «La unidad con Dios y con nuestros hermanos y hermanas --decía-- es un don que viene de lo Alto, que brota de la comunión de amor entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, y que en ella se incrementa y se perfecciona. No está en nuestro poder decidir cuándo o cómo se realizará plenamente esta unidad. Sólo Dios podrá hacerlo. Como san Pablo, también nosotros ponemos nuestra esperanza y nuestra confianza en la gracia de Dios que está con nosotros».

Igualmente hoy será el Espíritu Santo, si nos dejamos guiar, quien nos conduzca a la unidad. ¿Cómo actuó el Espíritu Santo para realizar la primera fundamental unidad de la Iglesia: aquella entre los judíos y los paganos? Descendió sobre Cornelio y su casa de igual manera en que había descendido en Pentecostés sobre los apóstoles. De modo que a Pedro no le quedó más que sacar la conclusión: «Por lo tanto, si Dios les ha concedido el mismo don que a nosotros, por haber creído en el Señor Jesucristo, ¿quién era yo para poner obstáculos a Dios?» (Hch 11,17).

De un siglo a esta parte hemos visto repetirse ante nuestros ojos este mismo prodigio a escala mundial. Dios ha efundido su Espíritu Santo de manera nueva e inusitada en millones de creyentes, pertenecientes a casi todas las denominaciones cristianas y, para que no hubiera dudas sobre sus intenciones, lo ha derramado con idénticas manifestaciones. ¿No es éste un signo de que el Espíritu nos impele a reconocernos recíprocamente como discípulos de Cristo y a tender juntos a la unidad?

Esta unidad espiritual y carismática, por sí sola, es verdad, no basta. Lo vemos ya en los inicios de la Iglesia. La unidad entre judíos y gentiles en cuanto se realizó estaba amenazada por el cisma. En el llamado concilio de Jerusalén hubo una «larga discusión» y al final se llegó a un acuerdo, anunciado a la Iglesia con la fórmula: «Hemos decidido, el Espíritu Santo y nosotros...» (Hechos 15,28). El Espíritu Santo obra, por lo tanto, también a través de otra vía que es el afrontamiento paciente, el diálogo y hasta los acuerdos entre las partes, cuando no está en juego lo esencial de la fe. Obra a través de las «estructuras» humanas y los «ministerios» instituidos por Jesús, sobre todo el ministerio apostólico y petrino. Es lo que llamamos hoy ecumenismo doctrinal e institucional.

* * *
La experiencia nos está convenciendo, sin embargo, de que este ecumenismo doctrinal, o de vértice, tampoco es suficiente ni avanza si no se acompaña de un ecumenismo espiritual, de base. Lo repiten cada vez con mayor insistencia precisamente los máximos promotores del ecumenismo institucional. En el centenario de la institución de la Semana de oración por la unidad de los cristianos (1908-2008), a los pies de la Cruz deseamos meditar sobre este ecumenismo espiritual: en qué consiste y cómo podemos avanzar en él.

El ecumenismo espiritual nace del arrepentimiento y del perdón, y se alimenta con la oración. En 1977 participé en un congreso ecuménico carismático en Kansas City, en Missouri. Había cuarenta mil personas, la mitad católicas (entre ellas el cardenal Suenens) y la otra mitad de diversas denominaciones cristianas. Una tarde empezó a hablar al micrófono uno de los animadores de una forma en aquella época extraña para mí: «Vosotros, sacerdotes y pastores, llorad y lamentaos, porque el cuerpo de mi Hijo está destrozado... Vosotros, laicos, hombres y mujeres, llorad y lamentaos porque el cuerpo de mi Hijo está destrozado».

Comencé a ver a los participantes caer, uno tras otro, de rodillas a mi alrededor, y a muchos de ellos sollozar de arrepentimiento por las divisiones en el cuerpo de Cristo. Y todo esto mientras un cartel sobresalía de un lado a otro en el estadio: «Jesús is Lord, Jesús es el Señor». Me encontraba allí como un observador aún bastante crítico y desapegado, pero recuerdo que pensé: Si un día todos los creyentes se reúnen para formar una sola Iglesia, será así: mientras estemos todos de rodillas, con el corazón contrito y humillado, bajo el gran señorío de Cristo.

Si la unidad de los discípulos debe ser un reflejo de la unidad entre el Padre y el Hijo, debe ser ante todo una unidad de amor, porque tal es la unidad que reina en la Trinidad. La Escritura nos exhorta a «hacer la verdad en la caridad» (veritatem facientes in caritate) (Ef 4,15). Y san Agustín afirma que «no se entra en la verdad más que a través de la caridad»: non intratur in veritatem nisi per caritatem [3].

Lo extraordinario acerca de esta vía hacia la unidad basada en el amor es que ya está abierta de par en par ante nosotros. No podemos «quemar etapas» en cuanto a la doctrina, porque las diferencias existen y hay que resolverlas con paciencia en las sedes apropiadas. Pero podemos en cambio quemar etapas en la caridad, y estar unidos desde ahora. El verdadero y seguro signo de la venida del Espíritu no es -escribe san Agustín-- hablar en lenguas, sino que es el amor por la unidad: «Sabéis que tenéis el Espíritu Santo cuando accedéis a que vuestro corazón se adhiera a la unidad a través de una sincera caridad» [4].

Meditemos en el himno a la caridad, de san Pablo. Cada frase suya adquiere un significado actual y nuevo, si se aplica al amor entre los miembros de las diferentes Iglesias cristianas, en las relaciones ecuménicas:

«La caridad es paciente...

La caridad no es envidiosa...

No busca su interés...

No toma en cuenta el mal (si acaso, ¡el mal realizado a los demás!).

No se alegra de la injusticia; se alegra con la verdad (no se alegra de las dificultades de las otras Iglesias, sino que se goza en sus éxitos).

Todo lo cree. Todo lo espera. Todo lo soporta»
( l Co 13,4 ss).

Esta semana hemos acompañado a su morada eterna a una mujer -Chiara Lubich, fundadora del Movimiento de los Focolares-- que fue una pionera y un modelo de este ecumenismo espiritual del amor. Con su vida nos demostró que la búsqueda de la unidad entre los cristianos no lleva a cerrarse al resto del mundo; es, más bien, el primer paso y la condición para un diálogo más amplio con los creyentes de otras religiones y con todos los hombres a quienes les importa el destino de la humanidad y de la paz.

* * *
«Amarse -se dice-- no es mirarse el uno al otro, sino mirar juntos en la misma dirección». También entre cristianos amarse significa mirar juntos en la misma dirección que es Cristo. «Él es nuestra paz» (Ef 2,14). Ocurre como en los radios de una rueda. Observemos qué sucede a los radios cuando, desde el centro, parten hacia el exterior: a medida que se alejan del centro se distancian también unos de otros, hasta terminar en puntos lejanos de la circunferencia. Miremos, en cambio, qué sucede cuando, desde la circunferencia, se dirigen hacia el centro: según se aproximan al centro, se acercan también entre sí, hasta formar un único punto. En la medida en que vayamos juntos hacia Cristo, nos aproximaremos también entre nosotros, hasta ser verdaderamente, como Él pidió, «uno, con Él y con el Padre».

Aquello que podrá reunir a los cristianos divididos será sólo la difusión, entre ellos, de una nueva oleada de amor por Cristo. Es lo que está aconteciendo por obra del Espíritu Santo y que nos llena de estupor y de esperanza. «El amor de Cristo nos apremia al pensar que uno murió por todos» (2 Co 5,14). El hermano de otra Iglesia -es más, todo ser humano-- es «aquél por quien murió Cristo» (Rm 14,15), igual que murió por mí.

* * *

Un motivo debe impulsarnos sobre todo en este camino. Lo que está en juego al inicio del tercer milenio ya no es lo mismo que al principio del segundo milenio, cuando se produjo la separación entre oriente y occidente, ni es lo mismo que a mitad del mismo milenio, cuando se produjo la separación entre católicos y protestantes. ¿Podemos decir que la forma exacta de proceder del Espíritu Santo del Padre, o la manera en que se realiza la justificación del pecador, sean los problemas que apasionan a los hombres de hoy y con los que permanece o cae la fe cristiana? El mundo ha seguido adelante y nosotros hemos permanecido clavados a problemas y fórmulas de las que el mundo ni siquiera conoce ya el significado.

En las batallas medievales había un momento en que, superada la infantería, los arqueros y la caballería, la riña se concentraba en torno al rey. Ahí se decidía el resultado final del choque. También para nosotros la batalla hoy se libra en torno al rey. Existen edificios o estructuras metálicas hechas de tal modo que si se toca cierto punto neurálgico, o se mueve determinada piedra, todo se derrumba. En el edificio de la fe cristiana esta piedra angular es la divinidad de Cristo. Suprimida ésta, todo se disgrega y, antes que cualquier otra cosa, la fe en la Trinidad.

De ello se percibe que existen actualmente dos ecumenismos posibles: un ecumenismo de la fe y un ecumenismo de la incredulidad; uno que reúne a todos los que creen que Jesús es el Hijo de Dios, que Dios es Padre, Hijo y Espíritu Santo, y que Cristo murió para salvar a todos los hombres; otro que reúne a cuantos, por respeto al símbolo de Nicea, siguen proclamando estas fórmulas, pero vaciándolas de su verdadero contenido. Un ecumenismo en el que, al límite, todos creen en las mismas cosas, porque nadie cree ya en nada, en el sentido que la palabra «creer» tiene en el Nuevo Testamento.

«¿Quién es el que vence al mundo -escribe Juan en su Primera Carta-- sino el que cree que Jesús es el Hijo de Dios?» (1 Jn 5,5). Siguiendo este criterio, la distinción fundamental entre los cristianos no lo es entre católicos, ortodoxos y protestantes, sino entre quienes creen que Cristo es el Hijo de Dios y quienes no lo creen.

* * *

«El año segundo del rey Darío, el día uno del sexto mes, fue dirigida la palabra del Señor, por medio del profeta Ageo, a Zorobabel, hijo de Sealtiel, gobernador de Judá, y a Josué, hijo de Yehosadaq, sumo sacerdote...: ¿Es acaso para vosotros el momento de habitar en vuestras casas artesonadas, mientras mi Casa está en Ruinas?» (Ag 1,1-4).

Esta palabra del profeta Ageo se dirige hoy a nosotros. ¿Es éste el tiempo de seguir preocupándonos sólo de lo que afecta a nuestra orden religiosa, a nuestro movimiento, o a nuestra Iglesia? ¿No será precisamente ésta la razón por la que también nosotros «sembramos mucho, pero cosechamos poco» (Ag 1,6)? Predicamos y nos esforzamos en todos los modos, pero el mundo se aleja, en lugar de acercarse a Cristo.

El pueblo de Israel escuchó la reprensión del profeta, dejó de embellecer cada uno su propia casa para reconstruir juntos el templo de Dios. Entonces Dios envió de nuevo a su profeta con un mensaje de consuelo y de aliento, que es también para nosotros: «¡Mas ahora, ten ánimo, Zorobabel, oráculo del Señor; ánimo, Josué, hijo de Yehosadaq, sumo sacerdote, ánimo, pueblo todo de la tierra!, oráculo del Señor. ¡A la obra, que estoy yo con vosotros!» (Ag 2,4). ¡Ánimo, a todos vosotros, que tanto os importa la causa de la unidad de los cristianos, y al trabajo, porque yo estoy con vosotros, dice el Señor!

---------------------------------------------
[Traducción del original italiano por Marta Lago]

-------------------------------------------------

[1] Cf. R. E. Brown, The Death of the Messiah, vol. 2, Doubleday, Nueva York 1994, pp. 955-958.

[2] S. Cipriano, De unitate Ecclesiae, 7 (CSEL 3, p. 215).

[3] S. Agustín, Contra Faustum, 32,18 (CCL 321, p. 779).

[4] S. Agustín, Discursos 269,3-4 (PL38, 1236 s.).

----------------------------------------------------

La imagenes de la conmemoración de la Pasión en la Basílica de San Pedro, y la sintesis de su contenido en video