«”¡El cuerpo no es para la impureza, sino para el Señor!” (1 Cor 6,13): la motivación última de la pureza es, pues, que «¡Jesús es el Señor!». Nosotros no somos sólo genéricamente «de» Cristo, como su propiedad o cosa suya; ¡somos el cuerpo mismo de Cristo, sus miembros! Esto hace todo inmensamente más delicado, porque quiere decir que, cometiendo la impureza, yo prostituyo el cuerpo de Cristo, realizo una especie de sacrilegio odioso; «violento» al Cuerpo del Hijo de Dios. Dice el Apóstol: «¿Tomaré pues los miembros de Cristo y haré de ellos los miembros de una prostituta?» (1 Cor 6,15). No es verdad que el pecado de impureza termina con quien lo comete. Hay una solidaridad de todos los pecados entre sí. Todo pecado, dondequiera y por cualquiera que lo cometa, contagia y contamina el ambiente moral del hombre; este contagio es llamado por Jesús «el escándalo» y está condenado por Él con algunas de las palabras más terribles de todo el Evangelio (cf. Mt 18,6ss; Mc 9,42ss; Lc 17,1ss.). Según Jesús, también los malos pensamientos que están estancados en el corazón, contaminan al hombre y, por tanto, al mundo: «Del corazón salen los malos pensamientos; los asesinatos, los adulterios, las fornicaciones:.. Estas son las cosas que contaminan el hombre» (Mt 15,19-20).»